Por Sergio Calderón Harker

Ante la academia sueca en diciembre de 1982, el maestro Gabriel García Márquez, Nobel de literatura, finalizaba su discurso apelando por un nuevo pensamiento utópico. Así, García Márquez nos aseguraba que debemos sentirnos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde, que aún podemos emprender la creación de una “nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Como sus propios versos y palabras, la tierra de Gabo está empapada de romanticismos políticos. Colombia es el hogar de incontables fábulas, de cuentos y de leyendas. Hasta su misma historia parece un aporte literario, a veces tragedia y a veces comedia, desde que Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander lideraron su liberación del yugo colonial español en 1819 hasta nuestros días. Si hay un hilo omnipresente dentro de esta historia, originario de mucho antes de Bolívar y Santander, es aquel de la injusticia. Una injusticia que tiene muchas facetas, diversas causas y diferentes consecuencias. Una injusticia que, a pesar de poseer una complejidad enorme, tiene que ver con lo que hoy llamamos la paz.

De la paz se ha hablado mucho en Colombia, y en el nombre de la paz se han firmado varios acuerdos, se han guardado muchas balas y muchos fusiles, pero también se han enterrado demasiados muertos y se ha proclamado un excesivo número de cantos de guerra. La paz también ha sido la excusa de innumerables regímenes políticos para asegurar un control unitario sobre el territorio y la ciudadanía, para sacar a la luz las más modernas tecnologías de la violencia con el fin de salvaguardar el statu quo. De esto han constatado los gobiernos de Mariano Ospina, Laureano Gómez, Julio César Turbay y recientemente de Álvaro Uribe. Pero la verdadera paz, contrario a esto, no puede ser el resultado de una política constante de coerción, cuyo fin sea el silencio y el miedo disfrazados de armonía y estabilidad, alcanzados por medio de la violencia física, simbólica, y económica. Carlos Pizarro Leongómez, ex guerrillero y comandante del Movimiento 19 de abril, M-19, bien decía que la paz en Colombia no debía ser negociada entre el gobierno y las guerrillas, sino entre el pueblo y la oligarquía. Pero William Ospina, poeta y ensayista, muestra aún mejor el significado de una paz justa en su ensayo Pa que se acabe la vaina, cuando escribe que “la única justicia de verdad efectiva es la que no representa una venganza, que llega después de los hechos para castigar, sino la que previene los males y se esfuerza por impedir que los hechos injustos ocurran”.

Prevenir los males y esforzarse por impedir la injusticia son hoy en día la bandera de la paz en Colombia. Y es este mismo el estandarte que alza el movimiento de la Colombia Humana, liderada por Gustavo Petro, y que el 17 de junio se enfrentará en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales a Iván Duque, candidato del Centro Democrático. Hace un par de semanas, el 27 de mayo, durante una primera vuelta que no arrojó un ganador absoluto, Colombia vivió una jornada electoral histórica. Con el récord del 53% de participación del censo electoral, que comprendía a 19 millones de personas, Duque salió triunfante con el 39% de la votación, equivalente nada más que a 7,5 millones de votos. Petro, quién se quedó con el segundo cupo para la segunda vuelta, terminó la jornada con el 25%, y 4,8 millones de votos. Atrás quedaron Sergio Fajardo, reconocido exalcalde de Medellín y candidato de la Coalición Colombia con el 23%, Germán Vargas Lleras, candidato predilecto de las elites regionales conservadoras, con el 7%, y por último Humberto de la Calle, ex jefe negociador del acuerdo de paz con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y candidato del Partido Liberal y la Alianza Social Independiente con el 2%.

La segunda vuelta refleja entonces el panorama vaticinado por las encuestas: un enfrentamiento político por la presidencia de la república entre Gustavo Petro e Iván Duque. Duque, el candidato del partido Centro Democrático, es el heredero elegido del uribismo. Tanto el uribismo como el partido son productos directos de Álvaro Uribe, el expresidente convertido ahora en senador quien desde el congreso continúa oponiéndose a los acuerdos de paz negociados con las FARC, mientras la bancada de su partido mantiene su apoyo a los proyectos neoliberales y extractivistas del gobierno de Juan Manuel Santos.

El legado de Uribe es arduo y no escapa complejidad alguna. Su padre, Alberto Uribe Sierra, fue asesinado por un frente de las FARC en 1983, aproximadamente seis meses después que su hijo, Álvaro, renunciaba a la Alcaldía de Medellín por presuntos nexos con el cartel de Medellín, otrora liderado por Pablo Escobar Gaviria. Los vínculos entre el narcotráfico en Antioquia y la familia Uribe han sido tema recurrente durante la trayectoria política del expresidente, tanto porque su padre Alberto era cercano a los hermanos Ochoa, conocidos capos del cartel de Medellín, como por las turbias relaciones que el ahora senador sostuvo con grupos paramilitares durante su estancia como gobernador del departamento. Durante este tiempo, con el fin de asegurar el orden y el control en el campo, Uribe ejecutó el decreto del gobierno de Ernesto Samper que creaba las llamadas Convivir. Oficialmente unas asociaciones comunitarias de vigilancia rural, las Convivir funcionaban de facto como grupos paramilitares que, de la mano de las fuerzas armadas, emprendían asesinatos extrajudiciales, perseguían grupos guerrilleros y líderes de la oposición política, y perpetraban masacres en diferentes localidades. En 2007, durante un debate parlamentario el entonces senador Gustavo Petro denunciaba lo que desde entonces va por el nombre de “parapolítica”: la alianza terrorista entre el paramilitarismo y las instituciones del estado.

Después de su salida de la presidencia, en la que estuvo en dos períodos tras reformar la constitución para reelegirse en 2006, Uribe fundó el Centro Democrático, un partido que logra encapsular tanto el discurso uribista como su legado político. Su hiper-patriotismo, que va de la mano de su reverencia militarista al ejército y las fuerzas armadas del estado, se mezcla con un dogmático liberalismo económico que ha resultado, entre otras cosas, en más de una docena de tratados de libre comercio, la privatización casi absoluta del sistema de salud pública, la expansión de las actividades extractivistas de petróleo y carbón, y voluminosos subsidios a grandes latifundistas en lo que se conoció como Agro Ingreso Seguro. Los tres ejes del partido, que fueron los mismos que repetía Uribe diligentemente durante su presidencia, son la seguridad democrática, la confianza inversionista, y la cohesión social. Esta primera, cuya tarea yace en extender el control del estado sobre el territorio a través de la militarización de la sociedad y el asentamiento del paradigma de la seguridad, fue entre otras la culpable del escándalo de los ‘falsos positivos’. Reportados como insurgentes guerrilleros dados por baja, los ‘falsos positivos’ eran jóvenes habitantes de zonas rurales y poblados marginados capturados ilegalmente y ejecutados por batallones del ejército nacional. Dentro de estos, el caso con más atención mediática fue el de los jóvenes de Soacha, una localidad aledaña a Bogotá, encontrados en una fosa común. Ellos se suman a los aproximados 3.500 casos de ejecuciones extrajudiciales que, según el Centro de la Memoria Histórica, se perpetraron durante el gobierno de Uribe entre el 2002 y el 2010.

Durante este tiempo el hoy candidato Iván Duque se desarrollaba como consejero principal para Colombia, Perú y Ecuador en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Al dejar el BID, y en los últimos años del gobierno de Uribe, Duque fungió como su asesor internacional y llegó a desempeñar un mismo rol en la ONU. Pero fue en 2014 que realmente entró en el escaparate de la política nacional. El Centro Democrático, encabezado por el expresidente Uribe, se presentaba en ese entonces por primera vez a las elecciones parlamentarias a través de una lista no preferente: los votantes no podían votar por un senador o senadora específica, sino solo por el partido, algo inusual en Colombia. Así, Duque quedó elegido senador de la república al ocupar el séptimo renglón de la lista de su partido. Tres años después, en vísperas a las elecciones presidenciales de mayo 2018, Duque anunció su precandidatura a la presidencia, de la que salió triunfante. Aún así, en marzo tuvo que medirse en una consulta interpartidista para conformar la Gran Alianza por Colombia que unía a la mayoría de las fuerzas de la derecha. Y otra vez salió triunfante, sobrepasando en votos a Marta Lucía Ramírez, quién es hoy su fórmula vicepresidencial, y a Alejandro Ordóñez, el exprocurador y acérrimo enemigo de los derechos de las comunidades LGTBI+. Su triunfo en la consulta no solo lo catapultó al primer lugar en las encuestas, sino que fue de la mano con la victoria del Centro Democrático en las elecciones del congreso que se celebraban en marzo.

Al mismo tiempo que Duque celebraba su victoria en la consulta de la derecha, Gustavo Petro celebraba la suya en la consulta de la izquierda, en donde vencía contundentemente al exalcalde de Santa Marta Carlos Caicedo. Tras una larga trayectoria política, Petro por fin consolidaba su candidatura a la presidencia. Esta trayectoria empezó años atrás, cuando en su juventud en Zipaquirá, una pequeña ciudad a cuarenta kilómetros de Bogotá empezó a militar en el M-19. Mientras militaba en secreto en la organización nacionalista, bolivariana y de vocación democrática, Petro se convirtió en concejal de Zipaquirá. Con veintiún años lideró la toma de un terreno junto con cuatrocientas familias desplazadas por la violencia, y construyó el barrio Bolivar 83, que aún existe. Después de la desmovilización del M-19, y la convocatoria de la asamblea constituyente que resultaría en la constitución de 1991, Petro fue elegido para la cámara de representantes del congreso. Seguido su paso como agregado diplomático en Bélgica, Petro fue elegido de nuevo como representante a la cámara, a la que fue reelegido en 2002 antes de pasar al senado en 2006. Desde esa posición se ejerció como uno de los parlamentarios más importantes de la oposición al gobierno de Uribe; denunciando, entre otros, los ‘falsos positivos’ y la parapolítica. Fue esta última la que conllevó a amenazas de muerte en contra suya: el renombrado jefe paramilitar Carlos Castaño había sido encargado asesinarlo. No obstante, a pesar de las amenazas, Petro siguió su trabajo, que desencadenó con más de sesenta congresistas, alcaldes y gobernadores condenados por sus alianzas con grupos paramilitares.

En 2010 fue candidato presidencial del Polo Democrático Alternativo, la nueva confluencia de organizaciones sindicales, progresistas y de derechos humanos que se habían unido con el partido del M-19 y el partido comunista colombiano. Dos años después, al separarse del PDA por un escandalo de corrupción que incluía al entonces alcalde de Bogotá Samuel Moreno, Petro tomaba posesión como alcalde de la capital, bajo la tarea de crear una “Bogotá Humana”. Su ambicioso plan de gobierno incluía combatir la segregación social, fortalecer las instituciones públicas a favor de los derechos fundamentales y la dignidad ciudadana, y organizar la ciudad de una manera sostenible con el medioambiente, teniendo al agua como el eje de la vida. Si bien este tiempo estuvo lleno de críticas, contratiempos, cuestionables prácticas administrativas y constantes amenazas de revocatoria, la alcaldía de la Bogotá Humana también tuvo sus triunfos: se redujo el índice de pobreza del 11,9% al 4,7%, se instauró el mínimo vital de agua, los subsidios a usuarios del transporte público y el programa de salud preventiva en los barrios populares. La capital además se encontraba no sólo tolerando sino hasta incentivando la movilización popular. Durante bloqueos al sistema de transporte público, la alcaldía resolvió movilizar a mediadores sociales en cambio de enviar a la policía antidisturbios. En una ocasión el mismo alcalde acudió al lugar del bloqueo y presidió una asamblea ciudadana espontánea de cinco horas, donde se debatió el tema del transporte público de Bogotá. Aún así, durante su mandato Petro fue revocado por el entonces procurador Alejandro Ordoñez, hoy uno de los dirigentes y aliados de la campaña de Duque, por la desprivatización del servicio de recogida de basuras de Bogotá. No obstante, tras un fallo a su favor de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Petro volvió a su cargo en abril de 2014, acompañado de multitudinarias demostraciones de sus seguidores que ocuparon por días la Plaza de Bolívar en el centro de Bogotá.

Desde su salida de la alcaldía en el 2015, Petro ha tenido como su proyecto la conformación de la candidatura de la Colombia Humana, la cual espera lo lleve a la Casa de Nariño el 17 de junio. El pasado 27 de mayo, durante la primera vuelta, el candidato de la Colombia Humana ya había conseguido algo histórico: ser el primer candidato de izquierdas, no solo en pasar a segunda vuelta presidencial, sino también en obtener 4,8 millones de votos. Aún así, este acontecimiento va mucho más allá que unas simples estadísticas electorales. Durante los últimos meses Petro ha llenado plaza tras plaza, pueblo tras pueblo. Su dicción y convicción oratoria muestran una figura política popular que no es nueva en Colombia, que en nuestra historia reciente se ha visto en Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, ambos asesinados durante sus campañas presidenciales. La derecha y el tradicionalismo reaccionario han tenido que recurrir a fantasmas engendrados por adversidades vecinas para disfrazar de extremismo tóxico y antidemocrático a un programa político progresista, inclusivo y fundamentado en los derechos humanos. Si la “ideología de género” ha sido la excusa de movimientos homófobos, xenófobos, machistas y transfobicos para atacar los derechos de las comunidades LGTBI+, el “castrochavismo” es un discurso que despierta el miedo de transformarse en una sociedad autoritaria, de cometer los mismos errores que han llevado a Venezuela a su situación actual, y que reivindica la existencia de una conspiración internacional para tomarse el poder institucional. Pero Colombia siempre ha sido una sociedad sumida en una costumbre de respeto máximo a la autoridad, las políticas económicas neoliberales de los gobiernos recientes continúan estando ancladas al extractivismo petrolero, y los dueños de la tierra y acumuladores de la renta producida por el capital continúan ejerciendo un poder coercitivo frente a las instituciones políticas. Y esta es exactamente la propuesta de fondo de Uribe, Duque y el Centro Democrático: reforzar la reverencia inequívoca y religiosa al militarismo estatal; consolidar la privatización y mercantilización de los servicios públicos como la educación y la salud, intensificando la dependencia en el petróleo y el carbón; y asegurar el control económico y financiero del país en las manos de unos pocos, exacerbando la corrupción, la precariedad económica y la violencia estructural.

Por otra parte, la Colombia Humana, con todos los movimientos, organizaciones y gentes que la conforman y apoyan, representa una oportunidad histórica para disputarle la hegemonía institucional a las elites tradicionales y sus discursos militaristas, neoliberales, y por ende fundamentalmente antidemocráticos. Si el proyecto de la paz consiste en prevenir los males e impedir la injusticia, esa nueva y arrasadora utopía de la vida, la cual anhelaba García Márquez, encuentra su horizonte en la lucha por los derechos, el reconocimiento y la vida dignidad. Más allá de una simple utopía, esto se convierte en realidad cuando, como asegura William Ospina en su ensayo, “las democracias verdaderas se esfuerzan por integrar a las mayorías a unos modelos de educación, de salud, de higiene, de construcción de rituales compartidos”.

La Colombia Humana que hoy lidera Gustavo Petro en las urnas representa la cúspide de las luchas por una democracia radical y emancipadora que se vienen cocinando en Colombia desde hace décadas. Pero esta democracia, como bien entiende el proyecto de la Colombia Humana, no se trata meramente de un diseño institucional, no se juega en los pasillos del congreso de la República ni se reduce a un ejercicio administrativo o burocrático.

Jacques Rancière y Enrique Dussel, dos teóricos de la democracia, a pesar de tener una variedad de desacuerdos, concuerdan en un punto: que la expresión de la democracia reivindica a las excluidas, las marginalizadas, y que se presenta como un momento que logra disentir y ponerse en pie frente al orden establecido. Mientras que Rancière ve a la democracia como un momento pasajero, una expresión anti-sistémica que no logra devenir en un cambio estructural [1], Dussel afirma al poder del pueblo o comunidad, la potentia, como una fuerza para instituir y transformar las instituciones del poder político [2]. Siguiendo a ambos pensadores, podríamos afirmar que una democracia radical y emancipadora es tanto un momento de lucha como una posibilidad de transformación [3]. Esto, de hecho, es algo que se ve representado en el proyecto de la Colombia Humana.

Y esta va mucho más allá de la campaña de Petro para las elecciones presidenciales de este año. Si bien la campaña electoral ha servido como un punto de encuentro y recopilación, más que todo por tener un objetivo claro y viable, muchos de los actores políticos que la constituyen vienen de tiempo atrás. Aquí se ven representadas luchas históricas por la tierra, la paz, la justicia social, la soberanía económica, el medio ambiente y los derechos de las mujeres y las comunidades. Es así como las madres de Soacha [4], cuyos hijos figuraron dentro de los ‘falsos positivos’, llegan a compartir la tarima tanto con las comunidades Wayuu de la Guajira [5], desplazadas por la minería extractivista, como con los líderes del paro agrario nacional [6] del 2013, quienes reclamaban por el desmonte (o al menos renegociación) de los tratados de libre comercio que continúan estancando al campesinado colombiano en la precariedad económica. Y aún así la lista continua: esto incluye a la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación, FECODE, que se unió a los estudiantes universitarios y otros sindicatos importantes del país para organizar el paro de maestros que llevó a más de 60.000 personas al centro de Bogotá en junio del año pasado; a Francia Márquez, lideresa Afrocolombiana y excandidata al congreso de Colombia, ganadora en 2015 del Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos y en 2018 el Premio Medioambiental Goldman, el “Nobel ambiental”, por sus acciones para frenar la minería ilegal de oro en su tierra ancestral; al igual que a varios congresistas, militantes y simpatizantes del Polo Democrático Alternativo, el Partido Alianza Verde y el Partido Liberal, cuyos candidatos presidenciales Sergio Fajardo (Polo Democrático y Partido Verde) y Humberto de la Calle (Partido Liberal) se quedaron en primera vuelta. De esta manera el proyecto de la Colombia Humana, que hoy lidera Gustavo Petro, es un movimiento profundamente democrático, más por la constitución heterogénea del movimiento mismo que por su discurso político. Y esta heterogeneidad no es más que el reflejo de la composición de la sociedad colombiana, a partir del cual se basa el llamado a lo que Petro llama la “democracia multicolor”.

Una canción del grupo Marabunta, escrita en apoyo a la Colombia Humana, dice que “hay que juntarnos los fuegos para poder alumbrar el horizonte”. Esos fuegos, que representan las luchas diversas que hoy se unen en torno a una bandera democrática, seguirán batallando el 17 de junio, esta vez en las urnas, por una vida digna y en paz, y le manifestarán a la historia, por fín, que las estirpes condenadas a cien años de soledad aún luchan por tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

Notas

[1] Véase 10 Tesis sobre la de Política, o El Desacuerdo: Política y Filosofía de Jacques Rancière.

[2] Véase 20 Tesis de Política de Enrique Dussel

[3] Para leer más, también sobre una comparación entre Dussel y Rancière con otros teóricos como Lefort, Mouffe, Laclau, Zizek, Negri y Foucault, véase el capítulo “Repetir la democracia” en Revoluciones sin Sujeto: Slavoj Zizek y la crítica del historicismo posmoderno de Santiago Castro-Gómez.

[4] Luz Marina Bernal, una lideresa del grupo activista por los derechos humanos conformados por familias víctimas de los ‘falsos positivos’, fue candidata al senado de la república el pasado marzo por la Lista de la Decencia, la lista que apoya Gustavo Petro: http://periodismopublico.com/Una-madre-de-Soacha-sera-candidata-al-senado-en-la-lista-de-la-decencia

[5] Recibimiento de las comunidades Wayuu de la Guajira a Gustavo Petro en su gira por Colombia: https://www.facebook.com/GustavoPetroUrrego/videos/10154849829830771/

[6] César Pachón, reconocido líder campesino y activista político, también hace parte del equipo de la Colombia Humana: https://www.youtube.com/watch?v=iv7Y0FJPXdc