El invento del amor: cuándo, cómo y por qué

Mientras Odiseo sufría por su lejana tierra, Penélope suspiraba, ingeniándoselas para retrasar el terrible día en que tendría que volver a casarse. No quiere a nadie que no sea Odiseo, sus pretendientes nuevos son incivilizados, brutos, glotones y groseros. Penélope no echa de menos a Odiseo por una pasión romántica o un profundo enamoramiento, como podrían hacernos creer nuestros ingenuos ojos del veintiuno contaminados por una larga tradición de historias de amor, novelas rosas, chickflicks, Disney, Marvel y demás, sino porque era un buen marido, que se ocupaba bien de las tierras y de los asuntos que atañían a los maridos. Claro que era un plus que fuera fuerte, buen guerrero, rico y muy noble de sentimientos; desde luego era el mejor partido de Ítaca. Pero el matrimonio no tenía ningún fin que no fuese práctico y estaba completamente desligado del amor. En la mitología griega, el amor —el que nos imaginamos cuando escuchamos nombrarlo— estaba puramente relacionado a lo erótico. Los dioses y héroes se muestran celosos, caprichosos e inmensamente fértiles, y viven el amor de una forma meramente carnal.

El otro amor, el «romántico», en realidad no se «descubrió» hasta muchos años después, mucho después de que cayera el imperio romano y mucho después de que se formaran las lenguas romances. Su aparición se debe únicamente a que ya existía otro tipo de amor, uno casi idéntico al que surgiría en Europa en torno al siglo XII —en la cultura árabe ya existían trazas de algo parecido—, un amor que también tuvo que ser inventado y creado a base de fantasías, devoción, entusiasmo en demasía y métodos propagandísticos: el amor a Dios, uno más que, si bien pudo haber nacido de forma genuina, claramente adoptó finalidades prácticas dentro de las comunidades acechadas por inviernos fríos, pestes, pobreza, hambruna y desigualdad.

Dice C.S. Lewis que el amor cortés del que somos herederos directos, creado en los ámbitos más cultos y nobles de las sociedades, no es otra cosa sino un calco del modelo de la religión cristiana, cuyos ejes centrales serían sustituidos por estos nuevos:

  1.  Dios deja de ser el ser absoluto y adorado del cual el hombre depende. En su lugar, la dama ocupa su puesto.
  2. Los papeles sagrados dejan de representar el código ético-moral, y son reemplazados por las propias obras literarias, un auténtico archivo de «educación sentimental» nuevo, creado por los trovadores.
  3. La retribución ya no es el cielo ni la vida eterna, sino la unión sexual con la dama.

El amor cortés, además, debía ser humilde, con protagonistas pertenecientes a la clase cortesana—la dama, sin embargo, con una mejor posición que el trovador— y adúltero. Después, con el tiempo, se volvió a moldear, a reajustar a los valores cristianos, y nació la mujer fría que desdeña al trovador que ama apasionadamente, pero solo de forma espiritual y platónica —el «buen amor»—, ya que la cortesana, a pesar de ser tan desalmada, nunca traicionaría a su marido, por lo que el trovador estaría destinado a sufrir por siempre —ese «siempre», además, sería corto, pues estas historias suelen tener finales trágicos—.

La supervivencia de este modelo de amor es francamente impresionante. De estos poemas cantados nació la prosa sentimental que luego daría lugar a más géneros que continuarían la idealización del amor romántico. Se usa dentro de los libros de caballería, los verdaderos bestsellers del XVI, y después pervivirá, disfrazado, camaleónico, pero en esencia igual, durante el XVII, XVIII, XIX, XX y… XXI.

Como todo rotundo éxito, este amor, en auge durante nuestros siglos de Oro, perpetuado durante el XVIII —y lo digo así porque el XVIII, en cuanto a literatura, no parece auge de nada, sino una especie de mancha en la historia de la materia, culpa de ese afán de que todo fuese didáctico, útil e ilustrado—, caerá en un estado de degradación continua a partir del XIX. Pero no me refiero a su poder, ni a la fascinación que provoca a sus lectores, sino a que la ilusión, la idea, del amor como perfección última terminará por derrumbarse y ser abordada de nuevas formas.

Emily Brontë renovará las novelas sentimentales victorianas, introduciendo personajes malvados, crueles y egoístas que terminarán con la tradición de los amantes como seres moralmente perfectos. Heathcliff y Catherine serán personajes vengativos, egocéntricos y despiadados en sus afanes por conseguir lo que se propongan dejando tras de sí un veneno oscuro que se apoderará de las familias Earshaw y Linton, y de sus viviendas.

Por otro lado, las adúlteras Emma Bovary, Ana Ozores y Anna Karénina también serán intérpretes de la degradación del amor romántico. Serán, esta vez, ellas las que amarán pero serán fuertemente castigadas por sus autores y por sus comunidades ficcionales, víctimas del cruento y aplastante cotilleo de las clases altas del siglo XIX, y destinadas a finales trágicos.

Como de tantas otras cosas, el siglo XIX marca el inicio de algo de lo que somos herederos directos —la libertad absoluta en las manifestaciones y formas del arte, el inicio del capitalismo, el materialismo, los primeros pasos de la alfabetización de las grandes poblaciones, la inserción de la higiene como base de una buena salud, etc.— y la degradación del amor romántico literario, vivo y latente durante tantos cientos de años, comenzará un declive más drástico, más inclinado y más terrible.

El amor se va, poco a poco, desdeñando cada vez más, las obras que lo tratan pasan a ser despreciadas por los lectores que presumen ser los más críticos, y pasan a una subcategoría que no se puede seguir llamando literatura. Las obras que sí presentan amor serán, a su vez, cada vez más escépticas, cada vez más cuidadosas de evitar los clichés, los finales felices y las fórmulas antiquísimas. Se hará, en fin, un gran esfuerzo por renovar ese universal, ese motivo «eterno», explorando sus nuevas caras, sus nuevas naturalezas, otras ambiciones. Al fin y al cabo, la mitad del siglo XX y lo que lleva del XXI son los siglos de la deconstrucción de todo lo deconstruible —y más—.

A partir de las revoluciones sexuales, el boom de la liberación sexual —un profesor mío decía que en épocas en las que el sexo es reprimido, aumenta el interés por la muerte, y viceversa, y ponía como ejemplos la época victoriana y la actualidad— y, en fin, a partir de la sexualización de todo —el arte, los medios, la publicidad, las relaciones amorosas, el bikini, el descenso de la natalidad y de los matrimonios, etc.—, el amor se termina enfocando principalmente al sexo, dejando en segundo plano las emociones o lo sentimental. La prueba final es que aquellos espacios que habían mantenido la idealización del amor romántico, espacios consumidos por las poblaciones más humildes y menos educadas —comúnmente los últimos espacios en adaptarse a las nuevas tendencias— han comenzado ya, lentamente, a dejar al amor también de background: el superhéroe de la película de turno ya no tiene que tener a la boba enamorada que lo admira, suspirante, desde la ventana de su alcoba; las princesas de Disney ya no se entregan al primer príncipe que se les presenta sin siquiera conocerlo; Hollywood ha disminuido considerablemente el contenido romántico de sus películas, incluso de las comedias románticas, que ahora presentan finales inesperados en los que el final feliz no es sinónimo de historia de amor exitosa; y las series de televisión, la nueva revolución de entretenimiento, se ocupan poco de las historias de amor.

Este abandono del interés por el amor en los espacios de entretenimiento, sin embargo, tomará un poco más de tiempo en reflejarse en las mentalidades de las personas, pues se nos ha sido suministrado como medicina, día a día, durante muchos años. Es por eso que no concebimos a una Penélope que no sufra por amor, o que nos dé rabia que Odiseo vaya por ahí acostándose con todas las diosas que deciden darle una mano. Pero solo, tal vez solo, estas nuevas generaciones, nacidas en un nuevo milenio, desarrollarán una concepción totalmente distinta del amor, y será esta una de esas diferencias generacionales entre ellos y nosotros, tal y como ahora lo es el matrimonio gay, el veganismo y la permacultura entre nosotros y los que vinieron antes. 

¿Hemos vuelto a los viejos tiempos, en los que el amor era puramente erótico?Al menos ya nadie piensa que el matrimonio sea necesario por fines prácticos, puesto que las mujeres —por fin— podemos trabajar y abrir cuentas bancarias propias.

Publicación original en www.8ctubre.wordpress.com