Por Jaume Montés

El imperialismo como condición necesaria para la acumulación de capital: una reseña crítica de los trabajos de Harvey y Wallerstein

Harvey, David (2004): El nuevo imperialismo, Madrid, ed. Akal, col. Cuestiones de antagonismo, nº 26, pp. 170.

Wallerstein, Immanuel (2012 [1988]): El capitalismo histórico, Madrid, ed. Siglo XXI España, pp. 90.

1. El nuevo imperialismo, de Harvey: la acumulación por desposesión como factor explicativo del desarrollo del imperialismo capitalista

En marzo de 2003, el Presidente estadounidense George W. Bush, junto a aliados británicos, españoles y de otros muchos países, mandó iniciar la ocupación de Irak con la excusa de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y colaboraba, de algún modo u otro, con Al-Qaeda. Dicha intervención militar consolidaba la nueva orientación que había tomado la política exterior de Estados Unidos tras los atentados del 11-S, ya escenificada en la guerra de Afganistán, y confirmaba las intenciones de construir un nuevo imperio norteamericano para el siglo XXI, toda vez que la idea del “imperio ligero” presente durante los últimos años de la guerra fría y la década de los 90 tocaba a su fin. En este contexto, David Harvey, geógrafo y teórico marxista británico, propone que nos encontramos ante el fin de la hegemonía estadounidense más que ante el comienzo de una nueva fase de dominio global, ya que el mismo intento de controlar por la fuerza los flujos petrolíferos de Oriente Próximo muestra la situación de debilidad de Estados Unidos en un panorama geopolítico de creciente inestabilidad.

Así pues, el ensayo que firma Harvey, de gran profundidad teórica, trata de examinar el estado del capitalismo actual y el papel que podría jugar lo que él denomina un “nuevo imperialismo”. A partir de la distinción analítica entre las lógicas territorial y capitalista del imperialismo, a saber, por una parte, la acumulación de poder basada en el control territorial y en la capacidad de movilizar recursos con distintos fines y, por otra, los procesos de acumulación de capital en el espacio y en el tiempo, el teórico social traza una genealogía de cómo cualquier potencia, especialmente Estados Unidos, ha conseguido alcanzar y mantener su hegemonía[1] en el sistema capitalista, esto es, una dialéctica entre consentimiento y consenso. Por ejemplo, tras la Segunda Guerra Mundial y el fin del imperialismo racista, Estados Unidos ocultó sus ansias imperiales bajo la fórmula de un universalismo abstracto, naturalizando la propiedad privada, los derechos individuales, el libre mercado, etc. en los acuerdos de Bretton Woods; ejerció un liderazgo mundial que encarnaba el bien común; difundió unas determinadas formas culturales a través de Hollywood, la música popular e incluso los movimientos en defensa de los derechos civiles; y, al mismo tiempo, no tuvo problema en promover golpes de Estado en los países cuyos sistemas políticos subvirtiesen las bases del capitalismo global, como Chile, Irán, Brasil, Guatemala, etc.

Sin embargo, la crisis del petróleo de 1973 supuso el comienzo del fin de la hegemonía estadounidense[2]. Se trató, como todas las crisis del capitalismo, de una crisis de sobreacumulación de capital (mercancías, dinero o capacidad productiva) y de fuerza de trabajo. Harvey propone que la lógica capitalista del imperialismo tiende a buscar “soluciones espacio-temporales” que permitan resolver el problema del exceso de capital, tal y como ya podía deducirse de algunos análisis de Lefebvre, Lenin y Luxemburgo. A saber, la expansión geográfica hacia zonas que confieran una inversión rentable del capital acumulado, sumada a la inversión en infraestructuras materiales y sociales de larga duración (vías de comunicación y transporte, escuelas, hospitales, etc.). Es por eso que la actuación del Estado, tanto en su papel de garante de la acumulación primitiva como en su capacidad de conceder monopolios, sigue siendo clave para que las soluciones espacio-temporales sean efectivas y puedan retrasar las crisis de sobreacumulación, aun cuando es verdad que estas están limitadas por las relaciones de clase que se establezcan internamente en cada país.

Así llegamos, pues, al núcleo fundamental de la argumentación de Harvey a partir de una reformulación del concepto marxiano de acumulación primitiva: la acumulación por desposesión como mecanismo que mercantiliza cada vez más procesos y que actúa como factor primordial en el desarrollo del imperialismo capitalista. Grosso modo, dicha acumulación por desposesión libera un conjunto de activos a un precio muy bajo (o prácticamente nulo), de forma que el capital sobreacumulado puede apoderarse de ellos y darles un uso rentable, lo cual nos permite entender el cercamiento de bienes comunes que describió Marx, el proyecto neoliberal de privatización universal o la aportación al sistema de materias primas baratas como formas distintas de un mismo proceso respaldado por los poderes estatales. Por tanto, si la potencia hegemónica es capaz de abrir nuevos mercados a la acumulación por desposesión, podrá continuar explotando una relación asimétrica que claramente le beneficia y que permitirá la reproducción de capital, es decir, que “el “nuevo imperialismo” no será ni más ni menos que una reedición del antiguo, aunque en un lugar y un tiempo distintos”.

Retomando su hipótesis de partida, el paso del neoliberalismo al neoconservadurismo de Bush, especialmente tras el “shock” del 11-S (Klein, 2012), supuso, según Harvey, que Estados Unidos renunciase a ejercer la hegemonía mediante el consentimiento y recurriese cada vez más a la dominación mediante la coerción. En una situación en la que el país norteamericano se veía constantemente amenazado y obligado a hacer uso de la fuerza[3], la única solución posible para mantener su liderazgo en el sistema internacional era una suerte de “New Deal” global que redefiniese el papel del Estado en una línea más intervencionista y redistributiva y que contuviese el poder especulativo del capital financiero, así como el de los oligopolios y monopolios, con lo que se hubiese llegado a un tipo de imperialismo parecido al que Kautsky ya teorizó en su día. Diferentes acontecimientos que discutiremos posteriormente, tales como la crisis financiera de 2008-2012, limitaron parte de las predicciones que realizó el teórico inglés, a pesar de que su sesudo análisis del imperialismo capitalista sigue siendo tremendamente valioso para pensar la política desde el antagonismo.

2. El capitalismo histórico, de Wallerstein: un sistema social en permanente expansión

En 1984, el sociólogo e historiador estadounidense Immanuel Wallerstein publicaba el segundo volumen de su obra maestra: El moderno sistema mundial, una anatomía del capitalismo desde sus orígenes allá por el siglo XVI. Cuatro años después nos deleitaba con El capitalismo histórico, una síntesis breve y muy provocativa (“Marx no era marxista”) en la que resumía parte de los análisis y las conclusiones que había desarrollado en sus libros anteriores. Siendo uno de los pocos teóricos sociales perteneciente al paradigma estructuralista que ha conseguido cierta relevancia en el mundo académico (Barbé, 2007: 71), Wallerstein nos permite pensar el capitalismo como un modo de producción en permanente expansión, pero que, contrariamente a gran parte de la opinión contemporánea, ha provocado una pauperización absoluta, y no solo relativa, de la periferia del sistema-mundo.

Aun cuando el capitalismo es un sistema social histórico[4] cuyo objetivo principal es la acumulación de capital para su reproducción, con lo cual produce una mercantilización generalizada de procesos que anteriormente no se llevaban a cabo a través del mercado, se encuentra atravesado por dos grandes contradicciones: por un lado, la contradicción entre los intereses de los capitalistas como individuos y los intereses de los capitalistas como clase; por otro, la contradicción capital-trabajo, que provoca la lucha de clases en el proceso de producción. La relación dialéctica entre ambas contradicciones ha supuesto, históricamente, la división social del trabajo, crisis cíclicas y cambios tecnológicos cuyo resultado final ha sido la proletarización de gran parte de la población, esto es, que una mayoría tenga que vender su fuerza de trabajo a una minoría a cambio de salarios que permitan su subsistencia y reproducción. Así pues, la expansión geográfica del capitalismo histórico ha tenido lugar, dice Wallerstein, “para contrarrestar el proceso de reducción de ganancias inherente a una mayor proletarización”, lo cual ha provocado, en términos absolutos, un impacto bastante negativo para la periferia del sistema.

Si hay algo en lo que el sociólogo norteamericano incide especialmente es la consideración según la cual el capitalismo no es un modo de producción más progresista que otros anteriores. En la acumulación de capital ha habido una clara polarización entre el centro y la periferia, respaldada por los aparatos del Estado, que ha comportado, entre otras cosas, la institucionalización del racismo (y también del sexismo) en tanto que en los países periféricos se produjo una identificación entre clases sociales y determinados grupos étnicos. Así pues, los dos movimientos que Wallerstein denomina “antisistémicos”, el movimiento obrero y los nacionalismos, debían leer la lucha de clases del sistema-mundo en su doble vertiente anticapitalista e antiimperialista. Sin embargo, al mismo tiempo que el racismo servía como mecanismo de control de los procesos de producción a escala mundial, la propagación de cierto universalismo permitía integrar a la burguesía y a las clases medias en el buen funcionamiento del sistema, facilitando con ello la acumulación del capital. En este aspecto, Wallerstein critica que el comunismo oficial (y, especialmente, el estalinismo) no fue más que la continuación histórica de los valores universales burgueses de la Ilustración.

Es verdad que “los sistemas históricos nacen y mueren consecuencia de unos procesos internos en los que la exacerbación de las contradicciones internas lleva a una crisis estructural”. Para el teórico norteamericano, la mercantilización de todas las cosas, la estrategia “autorestrictiva” (tomar el poder) de los movimientos antisistémicos y la crisis cultural (fin del universalismo y del paradigma desarrollista) son síntomas de que el capitalismo ha entrado en una crisis estructural que, probablemente, le llevará a su defunción en algún momento del siglo XXI. Puede que este “acto de fe” en el fin del capitalismo histórico y la llegada de un sistema social más justo sea la conclusión más discutible de un ensayo que, por otra parte, da muchas claves para analizar las contradicciones, fortalezas y puntos débiles de un proceso asocial que lo ha impregnado todo.

3. El crimen no es perfecto

Decía Luxemburgo que la acumulación de capital, esto es, la característica distintiva del capitalismo, tiene un carácter dual: la reproducción de capital y la acumulación por desposesión. Tanto Harvey como Wallerstein, herederos heterodoxos de la tradición marxista, consideran que el capitalismo asume dicha razón de ser hasta las últimas consecuencias, a saber, la expansión imperial como solución espacio-temporal a la crisis de sobreacumulación derivada del ciclo del capital. Aun así, tampoco se libran de las críticas mutuas. Por ejemplo, Harvey acusa a los teóricos del sistema-mundo que presenten la evolución histórico-geográfica del capitalismo como expresión de los poderes estatales en el seno del sistema interestatal, caracterizada por la jerarquía y la hegemonía, sin tener en cuenta la lógica territorial del poder.

Hay, no obstante, un elemento que debemos discutir con fuerte vehemencia: la conclusión final de El capitalismo histórico según la cual existe una crisis estructural que provocará el fin del modo de producción actual en algún momento del siglo XXI. Y que mejor para ello que partir de la dialéctica “interior-exterior” del capitalismo (a nuestro juicio, correcta) que Harvey arguye para defender su tesis de la acumulación por desposesión[5].

En primer lugar, partiendo de los estudios del psicoanalista argentino Jorge Alemán (2016), el desarrollo “histórico” del capitalismo ya debería aportarnos tres grandes conclusiones: (1) ninguna de las contradicciones internas del capitalismo será lo suficientemente fuerte para hacer que el sistema colapse por sí mismo (las crisis de sobreacumulación, como la de 2008-2012, terminan provocando una serie de transformaciones internas que lo propulsan a una nueva potencia); (2) existe un movimiento circular del capitalismo al que siempre se retorna y que naturaliza, incluso en la pobreza más extrema, un conjunto de comportamientos de consumo; y (3) dicho movimiento circular se ha extendido por todos los confines y no presenta ningún límite que permita pensar en un exterior a la realidad capitalista (la desaparición del “campo socialista” es paradigmática en este aspecto). Al no poder nombrar una exterioridad, se rompe con el mito de la existencia de un sujeto insertado en el proceso de producción, léase proletariado, cuya misión sea poner fin al capital y llevarnos a una sociedad histórica más avanzada. Por tanto, nos encontramos, en última instancia, ante una paradoja difícil de asumir: el capitalismo no es eterno ni es el final al que la humanidad está condenada, y, sin embargo, es muy complejo concebir su salida.

Hoy en día, pensar una política emancipadora desde el antagonismo se ha convertido en un ejercicio atroz que requiere análisis pausados. Harvey y Wallerstein, en estos trabajos, ofrecen algunas claves que nos pueden resultar muy útiles a la hora de entender el capitalismo como un sistema homogeneizador que, en su afán por mercantilizar todas las relaciones sociales, es capaz de ocupar territorios para liberar activos que puedan introducirse en la rueda del capital. Además, la desaparición del horizonte socialista naturaliza aún más un sistema social que parece no tener fin. Pero el crimen no es perfecto. Nunca es perfecto. Por eso, pese a que nuestras subjetividades se construyan a partir de la intersección entre los distintos sistemas de poder, como el neoliberalismo o el heteropatriarcado, sigue habiendo un sujeto que, desde el mismo día de su nacimiento (e incluso antes), debe socializarse e internalizar una determinada forma de ver el mundo. Probablemente, solo situándonos en el último exterior que el capitalismo trata de capturar por todos los medios posibles, a saber, la vida, podamos volver a pensar una nueva alternativa revolucionaria.

4. Referencias

Alemán, Jorge (2016): “Capitalismo y Hegemonía: una distinción clave”, La Circular, nº 5, pp. 72-75.

Barbé, Esther (2007): Relaciones internacionales, 3ª edición, Madrid, Tecnos.

Campione, Daniel (2000): “Algunos términos utilizados por Gramsci”, Cuadernos de la FISyP, nº 3, ser. 2, disponible en https://fisyp.org.ar/article/algunos-terminos-utilizados-por-gramsci/ [consulta: 10 de febrero de 2018].

Klein, Naomi (2012): La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, Barcelona, Paidós.

Laclau, Ernesto (2005): La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

Weber, Max (1984 [1904-1905]): L’ètica protestant i l’esperit del capitalisme, Barcelona, Edicions 62.

 

[1] Cabe destacar que Harvey utiliza el concepto de “hegemonía” de una forma particular: si Gramsci hacía referencia a que la hegemonía “está concebida como la construcción que permite el paso a una esfera de dirección intelectual y moral, hasta el punto de que la clase pase del particularismo al universalismo y dirija así a otros grupos sociales” (Campione, 2000: 13), Harvey, recurriendo a Arrighi, adapta el concepto al caso de las relaciones internacionales, de modo que esta “implica el uso del liderazgo para crear un juego de suma positiva en el que todas las partes se beneficien”.

[2] Pérdida de capacidad productiva del sector industrial, exagerada dependencia del capital financiero, viraje hacia mayores cotas de coerción, inicio de la transición que convertirá el sudeste asiático en el centro hegemónico del poder global, etc.

[3] Alianza con los sionistas y los fundamentalistas cristianos, creciente militarismo como modo de mantener el orden mundial, “keynesianismo militar”, acumulación por desposesión del petróleo iraquí, financiación extranjera de la deuda pública, etc.

[4] Wallerstein considera que los orígenes del capitalismo histórico se encuentran en la caída a pedazos de la Europa feudal de mediados del siglo XV y en el hecho que los estratos superiores apostaran por un nuevo modo de producción con el objetivo de conseguir sus intereses y mantener su posición dominante. A pesar de su clara pertenencia a la tradición del materialismo dialéctico, sorprende que no haga ninguna referencia al análisis espiritualista que Weber realiza en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1984 [1904-1905]): para el sociólogo alemán, el capitalismo surgió a partir de las construcciones simbólicas de la sociedad protestante al haber cierta coincidencia entre los valores que propugnaba el calvinismo (ascetismo, beruf, etc.) y los valores capitalistas.

[5] Aun cuando esta relación interior-exterior es analíticamente correcta para pensar los procesos imperialistas (por ejemplo, Harvey reformula la afirmación de Arendt según la cual “la actividad militar en el exterior requiere una disciplina de tipo militar en el interior” en términos de “el imperio en el exterior implica la tiranía en el interior”), el ejemplo que da el geógrafo inglés, la noción marxiana de “ejército industrial de reserva”, no es del todo precisa. Aunque es verdad que los desempleados temporales no forman parte de las relaciones de producción y, formalmente, son externos al sistema, siguen siendo funcionales para el desarrollo del capitalismo. En este aspecto, la exterioridad a la que hubiese debido referirse Harvey se encontraría en el lumpenproletariado, ese “pueblo sin historia” de la teoría marxista (Laclau, 2005: 184-186).