Por José Francisco Suárez Fernández y Samuel Daza Cáceres

 

“Sólo se puede salir de la crisis trabajando más y ganando menos.”

Gerardo Díaz Ferrán, expresidente de la CEOE, condenado por vaciamiento patrimonial del grupo Marsans, alzamiento de bienes continuado, concurso fraudulento continuado, blanqueo de capitales e integración en organización criminal y por fraude a Hacienda en la compra de Aerolíneas Argentinas, entre otras causas aún pendientes

 

 

 

Para entender el trabajo tal y como hoy en día lo entendemos debemos remontarnos a su evolución histórica.

El término trabajo tiene su origen etimológico en la palabra “tripalium”, un instrumento de tortura de “tres palos” que se utilizaba para inmovilizar y castigar con látigos u otros instrumentos —incluido fuego—a los esclavos rebeldes que cesaban en las actividades para las que habían sido adquiridos. De esta palabra surge “tripaliāre”, forma verbalizada de “torturar”, “atormentar”, “penalizar”, asimilado por tanto al sufrimiento, la penalidad o la fatiga. De la fatiga o el sufrimiento asimilados a las actividades cotidianas se derivan otros términos, como la forma francesa deformada por el romance “travail” —trabajo— y su forma anglosajona “travel”, pues éstas actividades se desarrollaban en lugares con alojamientos en penosas condiciones y requerían de largos desplazamientos. Curiosamente en Italia el término utilizado para referirse a trabajar actualmente es “laborare”, cuyo origen se vincula al latín “laborare” que significa sufrir esfuerzo o el paso de penalidades para alcanzar una meta, mantenerse en pie o sin caerse ante situaciones deslizantes o dificultosas pues ello se vincula al verbo latino “labi”, “deslizar”, “rebalar”, “caer”.

Todo este proceso semántico se construye sobre tres bases fundamentales, tres momentos claves en los que surge la posibilidad de disputa en la creación del discurso y su posterior hegemonía:

  • Impugnación del nombre
  • Resignificación del nombre
  • Resemantización o invención de nuevos nombres

Sin necesidad de remontarnos —aunque sin obviar algún apunte— a anteriores sociedades en las que el principio moral básico y general no era la productividad, pues las actividades que actualmente entendemos como trabajo tienen su origen entre el siglo XII y XIII.

En este aspecto, en las sociedades griegas sólo se veía como trabajo digno las actividades agrícolas y aquellas desarrolladas por artesanos. Concretamente en la Grecia clásica el concepto sufrió algunos cambios y pasó a verse como indigno todo aquello que se realizase con el fin de satisfacer las necesidades más básicas a través del trabajo, pues esto restaba tiempo para las actividades que ocupaban el centro de dicha sociedad y que requerían enorme disposición temporal para la observación y el pensamiento, como la política y la filosofía.

Incluso en la antigua Roma, quienes trabajaban —obviamente aquellos que no tenían otra opción— lo hacían durante menos tiempo que lo hacemos en la actualidad, 168 días al año, pues el trabajo se desarrollaba hasta satisfacer las necesidades más básicas y no para acumular una mayor riqueza.

Podemos afirmar por tanto que en sus orígenes, el trabajo no era una actividad voluntaria, tampoco era satisfactoria ni digna, tampoco se realizaba para acumular riquezas y ocupaba mucho menos tiempo que actualmente para satisfacer las necesidades más básicas, por tanto, ¿cómo logra el trabajo—empleo en su concepción actual— su posición central en el desarrollo vital de nuestra sociedad?.

La respuesta resulta sencilla a la par que realmente compleja en su desarrollo, si el trabajo se desarrolla para satisfacer necesidades, es necesario que se creen nuevas necesidades, que se vinculen las necesidades más básicas al trabajo individual, naturalizar el trabajo y que además se creen nuevos sujetos que no cuestionen dicha naturalización.

 

La sociedad empleocentrista y el fantasma del desempleo, evolución del Estado Social

 

¿Por qué hemos llegado a dignificar el trabajo como único medio de sustento de las personas y ocupa el centro de nuestras vidas?

La sociedad entendida en términos actuales es una sociedad creada en torno al trabajo como elemento central y segunda naturaleza del individuo, como una esencia propia del ser humano. Para poder explicar el nacimiento del empleo debemos analizarlo como la politización del trabajo, es decir, algo que puede cambiarse a través de la intervención puesto que las políticas se convierten en productoras de sujetos y dispositivos de autogobierno de las personas como sujetos sociales.

Por ello, nos centraremos en la intervención política para realizar una nueva categorización de la pobreza como responsabilidad colectiva a través de un nuevo sujeto, el sujeto desempleado. El desempleo surge como nueva categoría a finales del siglo XIX, pasando a ver el tiempo de no trabajo de problema moral consecuencia de unas situaciones personales individuales a problema social-político consecuencia de la injusticia que, además, puede entenderse en términos generales o en términos de concepción estadística.

Es importante señalar que a medida que se va construyendo e introduciendo la categoría de desempleado y se va diferenciando de las de pobreza y de inactividad, las políticas de empleo se reorientan hacia la exclusión de dicha categoría a sujetos que no “merecen” ser ayudados y que antes ni siquiera era cuestionable su inclusión en la misma. Esto marca notablemente nuestro modo de relacionarnos con el propio problema y, con ello, nuestras formas para afrontarlo. Se formulan diferentes visiones del desempleo al mismo tiempo que se desvinculan de la desempleabilidad para la aplicación de diferentes medidas políticas, sin que éstas puedan cuestionarse:

Activación / Empleabilidad / Flexiseguridad

Analizaremos a un modo muy resumido el vínculo entre empleo, exclusión y la evolución del Estado Social sobre una reconstrucción genealógica —según estudios de la profesora Amparo Serrano Pascual (UCM)— a través de 3 paradigmas: el paradigma asistencialista, el paradigma asegurador y el paradigma empleocentrista.

 

  • Paradigma asistencialista (siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial)

Durante este período, el desempleo se entendía como un problema individual del propio sujeto excluido, por tanto, único responsable de su situación. Se politiza la pobreza y según su responsabilidad sobre la misma se distinguía entre “buen pobre” —cuya pobreza se entendía involuntaria, un déficit físico— y “mal pobre” —cuya pobreza derivaba de su irresponsabilidad social sobre el empleo, un déficit moral—. Por tanto, las políticas de intervención también se distinguían de dos formas: la tradicional de la caridad y el socorro como un acto benéfico-caritativo basado en la misericordia con el buen pobre a quien su vulnerabilidad y dependencia le hacía merecedor de ayuda; y el trabajo forzado para la domesticación y disciplina de aquel sujeto problematizado y conocido como mal pobre o pobre “voluntario”(antesala del desempleado), pero orientado a que aprenda a auto-disciplinarse. Se multiplican los trabajadores pobres que congestionan las grandes urbes y concentran en ellas una gran cantidad de miseria, lo que desvincula progresivamente la pobreza con un déficit moral y da lugar a sujetos superfluos (según señala Castel) y pobreza no integrada, empezando a pensar a los pobres involuntarios como des-empleados. Surgen los primeros pasos de un incipiente Estado Social con la Ley de Seguro de Enfermedad de Otto Von Bismarck (1883), vinculando la vulnerabilidad social con el desempleo y transformando las relaciones entre Estado, empleo y familia.

 

  • Paradigma asegurador (desde la Segunda Guerra Mundial a década 70-80)

Se complementa el modelo anterior, introduciendo una red de protección frente al desempleo. Con el modelo de Beveridge (1942), el Estado asume el papel del bienestar de la sociedad del trabajo centrado en el pleno empleo, es decir, siendo capaz de prever el desempleo masivo. Las prestaciones por desempleo pasan a verse como un derecho individual cuya responsabilidad corresponde al Estado y al conjunto de la sociedad, como parte del discurso redistributivo que reivindica la institucionalización de la interdependencia de aquellos que sufren las disfunciones del mercado. Estos Estados de Bienestar tenían su fundamento en el modelo productivo fordista, los derechos de ciudadanía y estas medidas de protección social (desempleo, invalidez, vejez…) se vinculan directamente a la condición de asalariado —varón, cabeza de familia, principal sustentador del hogar—, asentando así la figura de la mujer como “ama de casa” proveedora de los cuidados al mismo tiempo que se excluye de los derechos de ciudadanía por su condición de no asalariadas (Esping-Andersen, 1993). De este modo se naturaliza el empleo como norma social al mismo tiempo que se convierte en el instrumento de integración y el Estado se vuelve omnipresente en el orden social y económico al asumir una doble función ordenadora: ordenando el mercado de trabajo —ajusta oferta-demanda al prever el desempleo— y ordenando a los sujetos, más dóciles y disciplinados —nace el “buen empleado” y el sujeto “empleable” en función de unas capacidades que se jerarquizan y la atribución de responsabilidades y merecimiento en función de ello—. Todas estas medidas se basan en términos numéricos —desempleo en términos de concepción estadística— y se orientan a reducir las tasas de desempleo obviando los problemas estructurales que lo generan. Cabe señalar que surgen entonces las primeras rentas mínimas o básicas en forma de transferencia monetaria sin límite temporal.

 

** En una segunda parte trataremos el paradigma empleocentrista como modelo actual hegemónico y el discurso de la “juventud” para la integración en éste como creación de nuevos sujetos autorregulados dada la importancia de los cambios intergeneracionales y su posición como elementos de disputa del discurso neoliberal imperante.