Por Mario Caballero (@mariocaballerof)

“Y la gente se quedó en casa. Y aprendía nuevas formas de ser, de estar quieto. Y se detenía. Y escuchaba más profundamente”.

Es un fragmento de En tiempo de pandemia, un poema que se ha viralizado en redes sociales y representa toda una romantización de la cuarentena que ha impuesto la crisis sanitaria que atravesamos. No es una cuestión menor; la orden de quedarse en casa ha hecho más imaginables buena parte de los anhelos que tenemos en momentos de normalidad: abandonar una rutina donde prima lo rápido y lo inmediato para mirar a nuevos horizontes laborales donde seamos más dueños de nuestro tiempo.

Lejos de la realidad, si de algo entiende esta crisis sanitaria es de desigualdad. Hemos visto despidos, ERTEs, trabajadores exponiéndose al contagio, sanitarios trabajando largas jornadas para salvar vidas, cajeras de los supermercados en condiciones precarias velando por el abastecimiento, y así todo un conjunto de trabajadores de la limpieza, transportes y urgencias que, en una épica de la heroicidad, no han tardado en recibir aplausos de toda la población. ¿”Gracias” es suficiente?

Si todo pueblo tiene la necesidad constante de preguntarse “quiénes somos”, estos trances de excepcionalidad han abierto la ventana, si bien no a un momento fundacional, sí a una revisión más excepcional que ordinariade “nosotros” como sociedad; un momento de consensos.

En estos trances vemos más nítido el sentido común de época, que expresa lo mejor y lo peor. Es un terreno de barro donde se disuelven los instintos más reaccionarios y de odio con los mayores anhelos democráticos y de emancipación. Estas semanas hemos visto la épica individualista del “sálvese quien pueda” en los supermercados ante la llegada del apocalipsis, pero también hemos visto los mayores gestos de fraternidad de nuestro pueblo.

Estas semanas hemos visto la épica individualista del “sálvese quien pueda” en los supermercados ante la llegada del apocalipsis, pero también hemos visto los mayores gestos de fraternidad de nuestro pueblo

Desde el estado de alarma se ha tomado de forma generalizada una consciencia del “otro”. Cuando la tendencia neoliberal es vivir fragmentados, hemos visto toda una serie de iniciativas dirigidas a cuidarnos, a ser comunidad. Empezó por carteles colgados en los rellanos ofreciendo ayuda logística al vecino que lo necesita, siguió una respuesta masiva en donación de sangre y ha culminado con un aplauso diario dirigido a los trabajadores que están arrimando el hombro en esta crisis sanitaria.

El fenómeno del aplauso es tan inédito como el coronavirus. Acostumbrados a manifestaciones de una minoría que posteriormente en los casos más exitososllega a representar la voluntad general, en el aplauso se forman lazos afectivos en una materialidad donde participa el “todo” y es expresado como el “todo”, sin un “ellos”. No entiende de estadística, clases sociales ni territorios.

Podríamos concluir que algo tan indefinido, que no excluye a nadie, deja sin cabida la confrontación política porque se limita a expresar los consensos ya existentes; pero tejer lazos sociales y poner la vida por encima del mercado no es algo menor. Parte de los dolores expresados provienen de un fenómeno natural, pero que tiene consecuencias políticas. No es menor que un eje central del fenómeno sea la reivindicación de un símbolo de lo mejor del consenso existente: la sanidad pública. Es con ese pie en lo mejor del sentir mayoritario consolidado con el que podremos estirar el otro pie para avanzar en el terreno cultural.

Estos días nos hemos topado con una materia prima proclive a la construcción popular teniendo en cuenta el fuerte componente ciudadano: no son plazas, son viviendas. Ante unas probables consecuencias sanitarias y económicas desastrosas, la narrativa de salir al balcón puede adquirir un sentido o su contrario. Si hay condiciones para reformalizar el acuerdo entre ese “nosotros”, las consecuencias de esta crisis van a requerir definir unos culpables, un “ellos”. Todo actor político que pretenda disputar el sentido, y así salir fortalecido culturalmente para encarnar una voluntad nacional-popular a partir de esta crisis, deberá hacerse cargo de la heterogeneidad de los aplausos.

Ante unas probables consecuencias sanitarias y económicas desastrosas, la narrativa de salir al balcón puede adquirir un sentido o su contrario

La iniciativa cultural ha estado conducida en el último año por la reacción a la experiencia populista de 2014, mientras que el espacio progresista sufre un momento ideológico más débil. Este retroceso es inherente a la consolidación del eje izquierda-derecha, un tablero donde las posiciones ya están repartidas y cada actor cultiva su parcela. Esto no da lugar a la construcción de mayorías para la transformación; mantiene unos símbolos cómodos e identitarios para una parte, pero marcianos para la mayoría. Este es el marco que hemos visto en las caceroladas; primero el izquierdismo contra la monarquía y luego el nacionalismo excluyente contra el Gobierno. Podrán resultar vídeos recurrentes para las redes sociales, pero son movimientos estrechos, que apelan solo a una parte del pueblo. El eje izquierda-derecha son las caceroladas. El eje abajo-arriba son los aplausos.

Si el relato del odio lleva la iniciativa, marcando un antagonismo contra la “irresponsabilidad” del Gobierno, solo saldremos de ese marco señalando un horizonte mejor; más inclusivo, abierto y democrático. Y a su vez, en un auge de “lo público”, señalando a una minoría que ha hecho negocio despedazando nuestra sanidad. El fenómeno de los aplausos no adquiere un significado por sí mismo, pero ahí están los componentes que nos permitirán salir de esta crisis llegando lo más lejos posible. La batalla fundamental debe ser por agregar a gente muy dispersa, con inquietudes muy diferentes, en torno a formar parte de una comunidad que se cuida y siente los servicios públicos como un orgullo nacional.