Por David Ortiz (@davidortizzg) y Antxon Arizaleta (@ArizaletaAntxon)

En este ciclo político tan apasionante para el campo de voluntad transformadora, que abarca desde el 15M hasta la llegada de Pablo Iglesias a la Vicepresidencia, todo ha cambiado con una celeridad apabullante. Hemos encontrado nuevas formas de hacer política que nos acercan más a la gente, hemos aprendido a ser útiles atendiendo al funcionamiento de los mecanismos del Estado y su tensión con los poderes fácticos, tratando de utilizar el conocimiento adquirido para mejorar la vida de la ciudadanía. En definitiva, nos hemos decidido a bajar al barro a pelear, sabiendo que eso implicaba mancharnos. Pero el elefante en la habitación que ha sido el republicanismo nunca se fue, y quizás ahora es el momento para detenernos a repensarnos y, como diría Lenin, “examinar con atención la vida real, confrontar nuestra observación con nuestros sueños”.

Ha habido en los últimos años una parte del espacio emancipatorio que, con razón en la mayoría de ocasiones, abogaba por disputar centralmente aquellas batallas en las que existía la posibilidad de vencer, los marcos ganadores. Mientras, por otro lado, existía un bloque que defendía seguir dando la batalla en las luchas a pesar de que eran combates perdidos de antemano. Quizás el marco antimonárquico pueda producir un espacio de comunión entre las diferentes facciones que componen el ámbito transformador, logrando un equilibrio razonable entre la disputa política inteligente y efectiva -que como dice Sun Tzu en El Arte de la Guerra “ganará quién sabe cuándo luchar y cuando no luchar”- y evitar que la práctica se coma los ideales, que la táctica se coma la estrategia.

En días tan convulsos como los que vivimos podemos observar tanto nuestras virtudes en tanto que sociedad, como nuestros peores miedos y ansiedades. Las fuerzas reaccionarias tratan de llevar a cabo una estrategia que está fracasando a todas luces, la de culpabilizar al Gobierno de las muertes de nuestros compatriotas. Y esta estrategia fracasa por una sencilla razón: la gente, en momentos donde se sabe tan vulnerable, no va a verse representada en un antagonismo que la haga verse desprotegida ante la muerte. Son tiempos de reivindicarnos en lo común, sintiéndonos amparados por el -probablemente- mayor productor de seguridades de nuestros días: el Estado. De hecho, hasta referentes de la derecha en redes y medios como Jorge Bustos, jefe de opinión en El Mundo, se ha visto obligado a, entre alabanzas a medidas económicas de corte keynesiano, autoconvencerse de que Nadia Calviño ha ganado la batalla interna del Gobierno a Pablo Iglesias, y de que Sánchez está mucho más moderado de lo que podríamos haber pensado. Algo nos dice que esto no se corresponde tanto con la realidad de las medidas aplicadas en el Plan de Escudo Social del Gobierno como con la necesidad que tenemos como comunidad de sentirnos seguros en una situación tan extremadamente delicada. En palabras del teórico Ernesto Laclau: “en una situación de desorden radical, el ‘orden’ está presente como aquello que está ausente; pasa a ser un significante vacío, el significante de esa ausencia”. Con dicha coyuntura, se abre una ventana de oportunidad: nunca ha gustado a los españoles los lujos que se dan los poderosos mientras su pueblo sufre. Y la decisión del monarca de revelar esta información en momentos tan duros puede volverse en su contra.

La gente, en momentos donde se sabe tan vulnerable, no va a verse representada en un antagonismo que la haga verse desprotegida ante la muerte. Son tiempos de reivindicarnos en lo común, sintiéndonos amparados por el -probablemente- mayor productor de seguridades de nuestros días: el Estado

La casualidad nunca produce actos políticos por sí sola. En la gran mayoría de ocasiones son los pasos en falso o las acciones no suficientemente estudiadas las que provocan la apertura de momentos de concentración de lo político. Es el caso de lo que le ha ocurrido a la Casa Real en los últimos días. Hay un evidente error táctico en la decisión de retirar la asignación al rey emérito creyendo que la noticia quedaría aplastada por la crisis del COVID-19 y la montaña de información que la acompaña, en pensar que la preocupación y alarma social que produce el coronavirus iba a enterrar cualquier otro marco de discusión. Este razonamiento no tiene en cuenta que, habiendo aceptado la práctica totalidad de la población un sacrificio personal en favor del bien común, cualquier agravio provoca dolores que se multiplican de manera exponencial y, además, perduran en la memoria colectiva: citando al profesor Villacañas, “cuando el miedo, la inseguridad, lo desconcertante estalla, entonces la crítica es impotente ante la configuración de las pasiones”.

Desde hace semanas hemos venido reflexionando y discutiendo entre nosotros sobre la cuestión republicana, hasta que de pronto la coyuntura ha cambiado radicalmente en cuestión de días: en el momento en que está escrito este texto, 18 de marzo, en plena emergencia sanitaria por el coronavirus y con la población española confinada, se producen exitosamente dos caceroladas contra el rey emérito Juan Carlos I y el actual rey Felipe VI, exigiendo que entreguen el dinero de los negocios saudíes del padre a la sanidad pública. No queremos decir con esto que en el día de mañana vaya a haber un levantamiento popular; sí queremos, en cambio, devolvernos a una discusión teórica y política que nos habíamos obligado a olvidar, teniendo además la convicción de que el momento que lo rompa todo llegará con un chispazo inesperado en un lugar desconocido, sorprendiendo a propios y extraños.

Mientras discurrían estos años, hemos sido testigos de cómo el republicanismo ha sido repudiado por los tacticistas y encumbrado por los izquierdistas, y pese a ello, será el pueblo quien le devuelva el vigor que merece. El día que vuelva no llegará con los aires cantonalistas de los tiempos de Pi i Margall, ni con el fervor socialista de la época del Frente Popular: si ha de llegar, llegará desde luego con impulso y forma de semblante nuevo, y será mucho más parecido a nuestra patria que a ningún pensador o activista de salón. Es, entonces, nuestro deber tratar de entender el republicanismo con la mirada cargada de futuro y no con las ojeras cansadas del pasado, y construirlo no a pesar del pueblo español sino con él.

El día que vuelva el republicanismo no llegará con los aires cantonalistas de los tiempos de Pi i Margall, ni con el fervor socialista de la época del Frente Popular: si ha de llegar, llegará desde luego con impulso y forma de semblante nuevo

Es probable que, de producirse un movimiento político abiertamente republicano, vuelva a aflorar la discusión sobre cuáles han de ser los símbolos que conduzcan un posible proceso destituyente de la monarquía, especialmente en el caso de la bandera. Es una controversia inútil a día de hoy. Elegir los símbolos como si el sentido de los mismos ya estuviese dado conlleva caer en un esencialismo que asume las posiciones de sujeto de manera apriorística. Los símbolos que puedan acompañar el proceso emergerán de manera natural y no impuesta. Al igual que los aplausos en los balcones y las caceroladas, no será una cosa largamente debatida en un think tank , sino un momento de organización comunitaria de carácter necesariamente popular.

Sin embargo, ello no significa que debamos sentarnos, cruzar los brazos y esperar que el buen hacer del destino nos traiga las circunstancias deseadas. Resulta imprescindible dejar atrás el miedo, dar un paso adelante y tratar de empujar y ampliar más allá los que hasta ahora han sido nuestros límites y horizontes. A todos los que dan algunas batallas por perdidas, es la propia historia de España quien los desautoriza. A los que creen que las transformaciones serán en los términos identitarios que ellos desean, será su propio pueblo quien los desautorizará.