Madrid, 22 de junio 1976. Autor: César Lucas

Por Rodrigo Olmo

La pregunta de salida que da sentido a este artículo contiene distintos elementos con temáticas, dimensiones y contornos diferentes. Por ello, es importante el trabajo y análisis pormenorizado, con respecto a su contenido, e individualizado, en lo que se refiere a los tiempos, de cada uno de ellos para poder dar una respuesta que pueda hacerse cargo de la complejidad y la profundidad de la cuestión propuesta. Pero es importante advertir que el reconocimiento de esta diversidad, aunque pueda abrirnos distintas líneas de fuga, no supone una suerte de dispersión expositiva sino que cada uno de estos elementos jugará como tesela de una respuesta común. Para ello, se propone la siguiente estructura: en primer lugar, una exposición de la noción de “mito” que se pretende poner en juego a lo largo del artículo; en segundo lugar, los diferentes ejes discursivos sobre los que opera el “mito de la Transición”; por último, unas breves conclusiones en las que, a un tiempo, se recojan los elementos de fondo que el artículo arrastra y algunas de las miradas que desde nuestro presente podemos alumbrar sobre el relato que nos ocupa.

Seres de discurso, seres de mito

En cualquier grupo humano, o si preferimos en toda comunidad política, la imbricaciones e interconexiones entre discurso[1] e identidad son constantes e incluso imperceptibles, en tanto que el lenguaje no es sino una dimensión irreductible de lo real. Al mismo tiempo, esa identidad rara vez nos viene dada de forma esencial y cerrada, sino que nace en juegos de construcción muy complejos que podríamos resumir en identificaciones y exclusiones, o afirmaciones y negaciones. Así, “¿Quiénes somos?” “¿De dónde venimos?” “¿Por qué pertenecemos a una comunidad política?” o ¿Cuál es nuestra historia?” son por tanto preguntas frecuentes a la que toda sociedad necesita dar respuesta para poder dotarse de un “nosotras/os” o de un “we the people”. Esta tarea fundamental de memoria, y seguramente irrenunciable, nunca suele ser un ejercicio que se realiza de forma definitiva, sino que suele ser objeto de cambios, modificaciones y revisitas a lo largo del tiempo. Esto es así porque no hay una única memoria en la sociedad, pues cada grupo elabora la representación del pasado que mejor se adecua a sus valores e intereses, de modo que ese ejercicio de tejido encuentra sus límites en esta pluralidad de memorias colectivas vinculadas con las relaciones de poder y en conflicto en una sociedad[2]. Por todo ello, se debe asumir que, en la deconstrucción de esa memoria, es decir, en el estudio arqueológico de los sedimentos o ingredientes que la componen, carece de sentido hablar de “la objetividad” o “la verdad”. Pues la construcción y representación de cualquier sentido común, en el fondo en cualquier acercamiento a la realidad, lo que se encuentran son necesariamente representaciones o mitos, que hacen pasar por verdad científica (en nuestro tiempo) o simplemente naturalizada aquello que no es sino objeto de la contingencia: el mito es un modo de significación que  transforma la historia en naturaleza, pues constituye la pérdida de la cualidad histórica de las cosas, que pierden el recuerdo de su construcción.[3] Esta, como se explicaba arriba se produce por un juego de identificaciones y exclusiones, por un proceder dialéctico entre “olvido y recuerdo” [4]. Una vez expuesto el proceso de construcción mítica que acompaña la manera en la que nos acercamos a la realidad –también a la realidad política-, podemos pasar al segundo elemento.

Lo mítico en la Transición

Si se revisase la historia política reciente de España nos sería difícil pasar por alto uno de los términos centrales que la han acompañado en los últimos cuarenta años: “la Transición”. ¿Pero a qué alude este significante, que es patrimonio de muchas personas y que genera rechazo en tantas otras? Si se toma como primera referencia la definición que da la Real Academia de la Lengua Española[5], se puede ver en sus distintas acepciones recogidas que todas aluden a un cambio, al movimiento y al paso de un estado de cosas a otro diferente. Y este primer apunte no es en ningún caso baladí porque estas acepciones sitúan en buena medida un imaginario de lo procesual y lo dinámico, un dejar fluir un cauce de hechos que se anteceden y suceden. Una transición no es por tanto un corte o una ruptura en la Historia, no hace referencia a un acontecimiento que actuando como sólido rompeolas dejase solo pasar la espuma situada en la cúspide de la ola. Con el significante “Transición” se hacía referencia al periodo histórico que se abría después de la muerte del dictador Francisco Franco, y que, a tenor de lo señalado arriba, suponía líneas de continuidad y de discontinuidad con respecto al anterior. Por tanto, el imaginario de la época y el magma de significantes[6] que arrastra descartan la “ruptura” como significante motor del cambio político. Las consecuencias de este hecho son cruciales, pues ese marco[7] no solo abre las posibilidades de un tiempo político nuevo, sino que al mismo tiempo acota unos límites y dibuja unos márgenes. Esto supone que todos que aquellos elementos, ideas o propuestas que escapen a esta vía principal de cambio, a esta suerte de caudal principal, en el mejor de los casos le serán accesorias cuando no extrañas o residuales. Por lo tanto, la Transición debe entenderse como la expresión de un sentido común hegemónico durante un periodo concreto pero fundamental de la historia política española.

¿Pero si se ubica aquí el significante como sentido común porque al mismo tiempo se habla de mito? ¿Los términos pueden ser intercambiables? ¿Y si no lo son, en qué difieren? El sentido común y el mito de la Transición no nos sitúan ante contenidos radicalmente diferentes, pero sí ante formas o arquitecturas de pensamiento distintas que tienen como matriz diferencial la temporalidad de cada uno de ellos. Pues si bien el sentido común nos da cuenta de un elemento que está vivo pero sobre todo presente, el mito sería la relectura activa, constructiva y reinterpretativa que tiempo después se realiza sobre ese sentido común. Así, “el mito de la Transición” se puede entender como un resultado de naturaleza paradójica y ambivalente, en tanto que permanentemente inacabado y nunca cerrada del todo la posibilidad de su reconstrucción. Sin embargo, cuarenta años después se tiene la posibilidad de desenmarañar los ejes discursivos que armaron el mito. Estos, aunque podrían ser señalados y organizados de forma diferente, podríamos resumirlos en: la Transición como un periodo pacífico y sin derramamiento de sangre; en el que el tono general fue el de pacto y moderación entre diferentes; pilotado por una nueva clase política sensata que tenía un plan predefinido; que supone una solución que deja atrás un periodo trágico para la historia española, y funda la democracia.

La Transición pacífica

El paso del Régimen político franquista a un sistema político democrático puede sintetizarse bajo la expresión de Torcuato Fernández Miranda, quien fuera el cerebro político de Adolfo Suárez, de “de la ley a la ley, a través de la ley”. Con ello se hacía referencia a la posibilidad encontrada por aquel, dentro del propio ordenamiento jurídico franquista de Leyes Fundamentales, para transicionar a la democracia. De este modo, sería mediante la Ley para la Reforma Política, votada de forma mayoritaria en las no democráticas Cortes Franquistas como se produciría el fin de la legalidad franquista y, por ende, el primer paso hacia la legalidad democrática. Esta fórmula además recuerda a la que expresa la Disposición Derogatoria 3ª de la Constitución Española de 1978 cuando enuncia “Asimismo, quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución”[8]. En última instancia, estos distintos formalismos nos sitúan en un marco que no niega sino que hace desaparecer u omite el conflicto y la violencia que acompañaron todo el proceso. Por tanto, pareciera en el forjado del recuerdo mítico que bastó con encontrar la ingeniería jurídica adecuada para poner fin a una dictadura de cuarenta años. Sin embargo, como relata el periodista Aitor Rivero, durante el 20 de noviembre de 1975 y el triunfo del PSOE en las elecciones de octubre de 1982 hubo muchos muertos y heridos por violencia política[9]. Pues, además de los acontecimientos más señalados como pueden ser los sucesos de Vitoria, los de Montejurra, los atentados contra El País o el diario satírico Papus y los abogados de Atocha, la violencia acompañada de impunidad ensombrece una memoria recordada como pacífica. De esta forma, apunta Rivero,  siguiendo al periodista Mariano Sánchez , el silencio con respecto al terrorismo y la violencia responde a: “el oscurantismo del régimen que caía; la prolongación en el cargo desde su obediencia franquista a la democracia de los altos funcionarios; y la certeza entre la dirigencia de la oposición a la dictadura de que salvar el proceso de transición era fundamental.”[10] Por otro lado, la violencia fue acometida desde sectores muy distintos: el terrorismo izquierdista o separatista (ETA, GRAPO, FRAP); una extrema derecha que “campó a sus anchas” y en ocasiones auspiciada por las fuerzas de seguridad (el partido Fuerza Nueva tenía nexos de sobras conocido con la Policía Nacional, la Guardia Civil y el Ejército); manifestaciones que se saldaron con cargas con muertos y cientos de heridos[11]. Así, desempolvando la historia en este primer eje constatamos la fuerza del mito, pues aparece como secundaria o rara vez se menciona en la narrativa oficial de la Transición una violencia que marcó toda una etapa.

La Transición como pacto y consenso

El segundo de los ejes que vehiculan el mito de la Transición podemos situarlo en dos direcciones: el pacto como práctica política; el consenso, el entendimiento y la moderación como categorías morales.[12] ¿Pero cómo nacen estos términos? ¿Dónde se apoyan y en función de qué se enfatizan? La salida o transición desde un régimen dictatorial hacia uno democrático, pasaba necesariamente por incluir a todos aquellos sectores que no estaban incluidos dentro del régimen anterior, y de forma correlacional, legitimar a todos aquellos sectores que estando incluidos en el régimen ocupaban posiciones reformistas, frente a lo que en aquellos años se denominó como el bunker. Aprobada de forma mayoritaria la Ley para la Reforma Política, las elecciones del 15 de junio de 1977 otorgaron sólo un 34% de votos y 165 escaños para la UCD de Adolfo Suárez, lo que le alejaba de la mayoría absoluta. De esta forma, Suárez no tuvo más remedio que aceptar cuestiones planteadas por otras formaciones políticas que inicialmente nunca hubiera estado dispuesto a asumir: ampliar la amnistía (se llegó a hablar de “capitulación ante la violencia armada”), elaborar una Constitución con todos o reconocer la personalidad de regiones y nacionalidades.[13] En este sentido, como señala Juan Andrade “nada tuvo que ver con lo que Habermas, el gran teórico del consenso, llamaría “una situación ideal de habla”, aquella en la que todos los sujetos en discusión gozarían de idénticos recursos y primaría la voluntad de entendimiento del contrario”[14]. Los hechos nos demuestran que la correlación de fuerzas, o por decirlo con Manuel Vázquez Montalbán la “correlación de debilidades”, empujaba a una situación necesaria de pacto y entendimiento entre opciones políticas muy diferentes.  Ahora bien, es de rigor reconocer al mismo que en la Transición las opciones que podemos calificar como exitosas, ya fuera de un modo u otro, se acogieron a un discurso que penalizaba tanto el franquismo como el antifranquismo, hasta el punto de presentar a este como un subproducto de aquel. [15] Sin embargo, el relato que acompañó los acontecimientos y que posteriormente se elevó a la categoría de mito se construye con una articulación de ideas definida y con un “otro” u “otros” bien identificados.

El marco ganador de este periodo es el de la concordia y el consenso, representados en la Constitución y la Corona como símbolos políticos. [16] Aquellos serían los representantes del espíritu no solo de una época o de la democracia, también del pueblo,[17] estos los que los hicieron posibles y los que los defendieron (en el caso del Rey sin duda el Golpe de Estado del 23 de febrero de 1981). Frente a ellos se situarían la violencia, el antagonismo, el enfrentamiento y todos aquellos elementos que el trabajo hegemónico del franquismo había vinculado a la Guerra Civil[18]. De modo que el papel que habían cumplido todos los actores protagonistas de la Transición fue la de evitar “los errores del pasado”.[19] Ese vitoreado consenso entre diferentes que se ponían de acuerdo, tiene su excepción en el Golpe de Estado del 23F, pero también en el caso vasco. Sin embargo, este lejos de ser problemático –en términos mítico-discursivos- resulta esencial pues actúa como el principal “otro”: el radicalismo y todos los males que se oponen a la democracia. [20]

La Transición como olvido

El tercer eje discursivo podemos encontrarlo en uno de los hilos expositivos del eje anterior, el relacionado con la memoria que tanto el Franquismo como el mito de la Transición elaboran del propio pasado que les precedió. Como tesis de partida podemos definir este ejercicio de relectura no como una solución al pasado sino como un olvido[21]. ¿Pero qué se olvidó? ¿Qué había ocurrido? El trabajo de construcción de imaginarios políticos del propio régimen franquista ya había llevado toda una legitimación del mismo que, junto a muchos otros factores, permitió engrasar la maquinaria dictatorial durante casi cuarenta años. Y, a tenor de los múltiples casos similares aparecidos a lo largo de este artículo, se entenderá que la labor de cristalización de cualquier identidad pasa necesariamente por el señalamiento de un “otro” que, como una suerte de juegos de espejos, al tiempo que se le dota de una identidad proyecta otra. En ese sentido, las políticas de memoria del Franquismo sirvieron de base posteriormente al mito de la Transición para reconstruir un periodo histórico concreto: la Segunda República Española y la Guerra Civil Española. Esta fue reinterpretada por ciertos sectores del franquismo desde mediados de los años sesenta como una inútil matanza fratricida, que implicaba una culpabilidad compartida entre ambos bandos.[22] La fuente de este terrible acontecimiento habría sido la Segunda República, que en última instancia conduciría a la división y por tanto a la guerra. Por ello, el franquismo había conseguido cimentar en una mayoría de ciudadanos este recuerdo de lo que fue el pasado reciente, por lo que ya en el último franquismo el miedo a un nuevo conflicto violento (encontramos ya aquí ese “consenso”) tuvo cierta eficacia[23]. Así, desde el inicio de la Transición este recuerdo estaba vivo en el imaginario social, y condicionó las posibilidades y los límites de un proceso marcado por el olvido de la experiencia democrática republicana. Y es, por tanto, a partir de él desde el que se plantea una cierta idiosincrasia española como caracterizada por su histórica ingobernabilidad[24], el de una España diferente (“Spain is different”) caracterizada por la división fruto de posiciones maximalistas. De modo que a raíz de este olvido de la experiencia democrática previa, y con el claro dibujo del “otro”, la Transición emerge como un momento fundante de la democracia (hasta el punto de que los términos resultan intercambiables). Con ella aparecía un modelo político capaz de superar el conflicto y los extremismo, integrador, europeo y moderno, que durante los años ochenta alcanzó un carácter modélico para otros países que transicionaban hacia la democracia (como en el caso de muchos países de América Latina).[25]

La Transición un proceso de élites

El último de los ejes discursivos del relato mítico de la Transición enfatiza el papel de las nuevas élites políticas nacidas en el periodo, en contraposición a un rol pasivo de la ciudadanía. En este sentido un buen ejemplo de esta construcción podemos encontrarlo en los documentales en trece entregas sobre la Transición de Victoria Prego en los que aparecen los “grandes padres” de la democracia y el sistema político que nace en 1978. De forma que pareciera que el proceso fue pilotado desde arriba por la clase política y el único papel que el pueblo moderado, sensato y responsable cumplió fue el de consentir el proceso.  Sin embargo, toda una historiografía reciente que podríamos encuadrar en nombres como los de Juan Andrade, Xavier Domènech, Ferrán Gallego o Emmanuel Rodríguez ponen en entredicho este relato hegemónico.[26] Así, si atendemos a los hechos históricos descubrimos que fue la sociedad la que marcó el ritmo y el pulso de los acontecimientos y las agendas de los diferentes proyectos políticos desde el final del franquismo: fueron las movilizaciones obreras que ya habían imposibilitado los planes de Arias y Fraga, las que forzaron a Suárez a ampliar los marcos de la reforma y a iniciar el consiguiente diálogo con una oposición que poco a poco se iba distanciando de su inicial estrategia rupturista, sin abandonarla todavía por completo. En este sentido, la célebre huelga general del 12 de noviembre de 1976 supuso el reconocimiento de socialistas y comunistas de que no contaban con la fuerza necesaria para traer por ellos mismos la democracia, pero si con la suficiente presencia en las calles como para que se tuviese en cuenta sus reivindicaciones.[27] Pero no sólo en esta huelga general, pues durante todo el periodo la movilización social y la conflictividad de fábrica se sitúan como puntas de lanza del cambio político. Como ejemplo ilustrativo de ello se puede destacar que entre los años 1970 y 1977 los salarios arrancan diez puntos al Excedente Bruto de Explotación de la Renta nacional[28]. Así, puede entenderse desde estas “coordenadas distintas” de la Transición la inestabilidad de todo el periodo, así como la crisis económica y la inflación salvaje que la acompaña. Pero estas luchas, además, no se circunscribieron solamente a los espacios de fábrica o sindicales, sino que durante estos años estas se amplían a las nuevas clases medias universitarias, el movimiento feminista y el vecinal. [29] Por lo tanto, el molde de pasividad en el que se situaba al pueblo queda resquebrajado, y aparece ahora la clase política como una suerte de surfera del cambio político en un mar de olas de la movilización social.

¿El mito al taller? Aprendizajes en perspectiva

A modo de breve conclusión se debe señalar, en primer lugar, que este artículo no se plantea en ningún caso como un cierre definitivo de la cuestión desarrollada, sino en cualquier caso una primera aproximación a la misma. Este apunte en buena medida responde a la complejidad de una cuestión que no es menor, pues el mito de la Transición ha recorrido la dinámica del sistema político español, así como sus imaginarios y gramáticas de una forma visceral, al menos hasta el 15 de mayo de 2011. Este acontecimiento político, aún hoy ocho años después, seguramente sea difícil calibrarlo con exactitud u otorgarle un lugar definido en las páginas de la Historia política reciente de España. Sin embargo, sí puede adelantarse como un punto de inflexión o de cuestionamiento de ese mito político, con todas las consecuencias y en todas las aristas que se entiende que impacta. El fenómeno 15M y el nuevo tiempo político que suponen un cuestionamiento del marco de la Transición y del sistema político nacido de él, posibilitando nuevos imaginarios políticos y nuevas reglas de juego democráticos. Como en cualquier momento histórico de cambio acelerado, de quiebra de algunas de las más importantes certezas previas y de disyuntiva, se tiende a revisitar los viejos imaginarios y los grandes relatos. En este sentido, desde 2011 y en buena medida en los márgenes discursivos que ciñe la Transición (se ha hablado con frecuencia de “segunda Transición”) esta ha emergido como un campo de disputa[30] del presente. Con ello, se pretende hacer referencia a todas las reinterpretaciones y críticas que desde el presente político se han hecho a un mito que durante más de treinta años ha funcionado de forma sólida y exitosa. Y sólo cuando la primavera de 2011 hizo florecer las primeras grietas aparecieron sus críticas, que han ido desde su enmienda a la totalidad, hasta su renovada defensa, pasando por su crítica parcial o particularizada en alguno de sus aspectos. Este hecho pone además de relieve la dificultad y los límites que se le presentan a las Ciencias Sociales en la investigación de cualquier fenómeno social. Pues en cierta medida paradójica, como recordaba el Hegel del Prefacio de los Fundamentos de la Filosofía del Derecho, solo al final del recorrido, con la perspectiva como herramienta, resulta posible acotarlo y proceder a su disección  Por otro lado, parece evidente que la resignificación que devenga en hegemónica al final de nuestro ciclo político actual, no solo modificará el relato de la Transición en sus distintos ejes discursivos sino que podrá jugar a un tiempo como hipoteca y trampolín para el futuro. En ese sentido, se entiende que la disputa por la cual nos contamos quiénes somos y hacia dónde vamos no resulta menor.

Hoy en 2019, en un momento de transición en sentido laico, la sociedad española vive huérfana de un nuevo relato hegemónico que la dote de un nuevo horizonte común, que reparta roles en el tablero político y configure identidades más allá de la penúltima cita electoral; estabilidad discursiva en definitiva. Esta difícilmente nacerá como un salto al vacío, o como ruptura total con el pasado, sino que se construirá de un agregado entre elementos variados del mito anterior en buen estado, como de otros nuevos. Para el que serán necesarias también viejas y nuevas caras en el periodismo (a modo de ejemplo sería interesante, en ese sentido, estudiar el papel de un intelectual orgánico como Iñaki Gabilondo) en la política, en la sociedad civil y en la academia. Rostros que narren y expliquen, pero que también encarnen esa nueva hegemonía discursiva.

Por último, alcanzada esta altura del artículo, resulta difícil  elaborar más afirmaciones, y seguramente, a modo de cierre conclusivo, tenga más valor plantear las preguntas adecuadas que nos permitan seguir pensando en común en torno a esta cuestión: ¿de qué manera puede influir el movimiento feminista y la España del  8M en ese revisitar una Transición copada por protagonistas masculinos?¿El papel que se otorgará al 15M como hecho histórico en esta narrativa larga lo situará como punto de ruptura del mito o como reafirmación del mismo con ligeras variantes que lo profundicen? ¿Hablar de segunda transición es síntoma de la buena salud de la que goza el mito de la primera o de la incapacidad del momento histórico para generar marcos alternativos? ¿De ambas? ¿Con qué profundidad puede afirmarse que fue el desarme de ETA, como apunta Javier Franzé, y no en mayor medida una crisis económica a escala global el hecho que despacifica nuestra sociedad y permite críticas al relato hegemónico? ¿La crítica del valor del consenso político y de la moderación ideológica, implica necesariamente la afirmación de sus opuestos? ¿No tendrá un mayor valor político el ejercicio periódico de diagnóstico de esa crítica y de calibrado de su hondura que permita situar a un tiempo la salud del régimen político del ’78 y, de forma correlacional, la fase concreta del ciclo político pos15M en la que nos encontramos? ¿De qué forma influye el mito de la Transición en aquellas personas cuya politización se produce en un momento de cuestionamiento del mismo? ¿Qué impacto tendrá la revolución digital en la reelaboración de un nuevo significado de la Transición? ¿Y en el que de una “segunda”?

 Notas

[1] Laclau Ernesto (2005): “La razón populista”. 10ed, FCE, p.92

[2] Sevillano Calero, Francisco (2003): “La construcción de la memoria y el olvido en la España democráticapp.297-320 revista Ayer nº52, p.297-298

[3] Op.Cit. p.299.

[4] Op.Cit. p.301.

[5] Consulta realizada en junio de 2019 en la página web de la RAE.

[6] Expresión de Cornelius Castoriadis.

[7] Siguiendo el uso empleado por George Lakoff, por ejemplo, en su famosa obra “No pienses en un elefante”.

[8] Constitución Española de 1978 en cualquiera de sus ediciones.

[9]  Rivero, Aitor (5/12/18):  “El (falso) mito de la Transición incruenta”, Eldiario.es https://www.eldiario.es/politica/falso-mito-Transicion-incruenta_0_843066416.html

[10] Op.Cit.

[11] Op Cit.

[12] Canales Ciudad, Daniel (2013): “El Futuro del Pasado: revista electrónica de historia”, p.513-552, nº4, p.526.

[13] Ortiz Heras, Manuel (2011):”Nuevos y viejos discursos de la Transición. La nostalgia del consenso” p.350

[14] Andrade Blanco Juan (16/7/2012): “Crisis y transición” Público.es https://blogs.publico.es/dominiopublico/5502/crisis-y-transicion/

[15] Andrade Blanco, Juan (18/8/2015): “La Transición ayer, la transición hoy.” Instituto 25M https://instituto25m.info/la-transicion-ayer-la-transicion-hoy-juan-andrade/

[16] Canales Ciudad, Daniel (2013): “El Futuro del Pasado: revista electrónica de historia”, p.513-552, nº4, p.516

[17] Juliana https://www.youtube.com/watch?v=8OsRVzggPLo

[18]Canales Ciudad, Daniel (2013): “El Futuro del Pasado: revista electrónica de historia”, p.513-552, nº4, p.518

[19] Op.Cit. p.516

[20] Mesa Trayectoria del discurso de Podemos con Javier Franzé y Rodrigo Amirola (20/01/2016) YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=9fpZyu0nbiU

[21] Carmen Pineira 49

[22] Canales Ciudad, Daniel (2013): “El Futuro del Pasado: revista electrónica de historia”, p.513-552, nº4, p.518

[23] Op.Cit. p.518

[24] Op.cit. p. 514

[25] Op.cit. p.514

[26] Entrevista a Emmanuel Rodríguez sobre su libro: POR QUÉ FRACASÓ LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA (18/04/2015). YouTube.

https://www.youtube.com/watch?v=yYvYfR1sq3c

[27]Canales Ciudad, Daniel (2013): “El Futuro del Pasado: revista electrónica de historia”, p.513-552, nº4, p. 522

[28] Entrevista a Emmanuel Rodríguez sobre su libro: POR QUÉ FRACASÓ LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA (18/04/2015). YouTube.

https://www.youtube.com/watch?v=yYvYfR1sq3c

[29] Op.cit.

[30] El significante “Transición”, junto a toda la articulación discursiva que lo acompaña, ha ocupado un papel de “significante flotante” por decirlo con Ernesto Laclau. Sin ánimo de extender esta cuestión, señalaremos que con esa expresión se hace referencia a su rol clave en la cristalización de antagonismos y en la construcción y el movimiento de fronteras políticas de naturaleza contingente.