Por Isabel Serrano y Iago Moreno
El lunes 15 de abril, a las siete de la tarde, una densa nube de humo ennegreció el cielo parisino. La imagen de Notre Dame envuelta en llamas consternaba a medio mundo. Con la misma rapidez que las llamas se extendían por la aguja central de la catedral, el incendio se trasladaba al debate político en la red. La primera chispa emergió en un tuit viral publicado por una cuenta aparentemente de izquierdas. “Cuando decís que Notre Dame es patrimonio de la humanidad… ¿De qué humanidad habláis? De los hombres blancos y heteros que los mandaron hacer y para quienes se hizo? Ningún negro o asiático o LGTBI ha podido sentir entre sus muros más que una tradición asesina.” La cuenta era falsa, pero su mensaje incendiario se convirtió en una diana para la cólera de muchos. ¿Por qué se viralizó este mensaje? Sería reconfortante pensar que fundamentalmente, por ajustarse a la caricatura que el poder pretende asociar a la izquierda. Pero no es la única causa. Desafortunadamente, si quienes crearon ese bulo pudieron triunfar en sus objetivos, fue porque en sus palabras había un menaje que nos es familiar. Porque esa caricatura contiene una parte importante de verdad. Todo el mundo ha escuchado en otras ocasiones o incluso en esta por una parte (pequeña pero ruidosa) de la izquierda actual.
Que uno de los tuits virales de los que más se hicieron eco de este mensaje viniese de una cuenta falsa es, desgraciadamente, algo anecdótico. Sobretodo cuando es tremendamente sencillo encontrar docenas de ejemplos similares provenientes de cuentas reales. En Francia, de hecho, hay varios casos polémicos que ponen esto de evidencia. Por ejemplo, el periodista de LVSL Maximilien Dardel cuenta el de una dirigente estudiantil que se dirigió a sus seguidores de twitter diciendo: “porque no me importa lo de Notre Dame, porque no me importa la historia de francia (…) corred, mencionadme (…) amáis la identidad de Francia por un simple delirio como blancos”. Un caso tan lamentable al del militante de La Francia Insumisa Selim Bouchareb, que aprovechaba para reírse de aquellos neofascistas que pedían incendios en las mezquitas de Francia como si el incendio les tocase directamente a ellos. Es probable que a Selim no le queden muchas horas como militante de su organización por mucho peso que tenga el llamado “islamogauchisme” en LFI; que para desgracia del partido, ha ido orientando parte de las políticas y discursos de ciertas áreas del movimiento en una dirección sectárea e incongruente. Pero la cuestión es que, tristemente, no se trata de casos aislados. De hecho, estos debates tienen sus réplicas en España. Sólo hay que recordar las pintadas feministas que se hicieron el mes pasado sobre la fachada de la Catedral Santiago. Aunque es entendible querer creer que estas fuesen “ataques de falsa bandera”, no costaba mucho encontrar por la red decenas de cuentas izquierdistas saliendo en defensa de esa barbaridad. Como no cuesta escuchar en manifestaciones corear cánticos contra la iglesia católica que apunten más a la fé que al poder del clero. Cánticos que además, parten de una vara de medir desigual, jamás serían lanzados contra el Islam por mucho que en su nombre se opriman a millones de mujeres en el planeta.
La respuesta frente a estos casos es tímida, cuando no silenciosa. Esto es algo profundamente preocupante sobretodo a medida que los conflictos de este tipo se vuelven más importantes en sociedades crispadas, anómicas y vulnerables como las nuestras. Por esto, con este artículo queremos reflexionar sobre el problema al que nos enfrentamos cada vez que la fe de nuestra gente (principalmente la cristiana) se ve agredida, pero las mismas fuerzas que se supone que han de empatizar con ese dolor sólo saben ensañarse con él. Sobre el problema que supone que las fuerzas de la izquierda de nuestro país, o al menos una parte de ellas, no aprecien la importancia que tiene el legado de nuestra historia, sus símbolos y sus monumentos.
Lo primero que olvidan es que la Catedral de Notre Dame es uno de los mayores legados del arte gótico europeo. La importancia de este edificio supera su dimensión eclesiástica y católica, para colocarse en la posición patrimonio de la humanidad e insignia de la historia europea. Su pórtico, sus gárgolas, sus rosetones, sus vidrieras, su órgano, sus arbotantes, sus altas bóvedas de crucería, junto con todas las obras artísticas que se albergaban en su interior, son piezas de un valor artístico incalculable. Su diseño gótico buscaba representar la trascendencia de la razón y las luces de la Ilustración que comenzaban a iluminar a Europa. Es esa la razón de ser de sus grandes ventanales, resultado del esfuerzo arquitectónico por “iluminar” lo más alto de cada bóveda, y de los arbotantes para recoger todo el peso de construcciones majestuosas nacidas del conocimiento humano. Que alguien pueda sentir siquiera un ápice de placer al imaginar toda esta herencia devorada por el fuego debería resultarnos a todos espantosamente aterrador. ¿O es que nos hemos dejado arrastrar por la confusión lo suficiente como para olvidar que los valores de la ilustración, pese a sus dialécticas, son imprescindibles para construir un proyecto progresista y democrático?
En los cimientos de Notre Dame hay mucho más que barro y argamasa. Sobre ellos, late la historia de dos siglos convulsos. Siglos marcados por el olor a muerte que trajo la peste y el ruido ensordecedor que envolvió a Europa durante la caída del feudalismo. Sus contrafuertes han resistido el paso de ocho siglos de historia, haciéndola testigo de momentos tan trascendentales para la historia mundial como la coronación de Napoleón Bonaparte, La Comuna de París o la liberación de Francia frente a la ocupación nazi-alemana. A sus pies han marchado los soldados de La Nueve, división española y republicana, encabezando la expulsión de sus ocupantes nazis. Por ello, es también parte de nuestra historia. Incluso por respeto a la historia de la propia arquitectura, de la ingeniería o de las matemáticas, tendríamos que ser menos (o nada) permisivos ante este tipo de barbaridades, porque Notre Dame no es sólo un monumento, es también una obra vanguardista para su época. Una obra imposible de imaginar sin el conjunto de desarrollos técnicos que hicieron su construcción una ambición posible. Las llamas no estaban quemando sólo un monumento, sino el vestigio de algo tan difícil cómo reunir y cuidar conocimientos tan preciados durante siglos. Seríamos históricamente miopes si pensáramos la catedral de París como un simple símbolo del poder que financió sus obras. Si decimos que el fruto del trabajo es para quien lo trabaja, no podemos pensar que estas construcciones les pertenece tan solo a unos pocos.
No se trata solo de apreciar el valor técnico, histórico, artístico y cultural de un edificio tan importante para la historia de Francia como país y de Europa como continente. También es imprescindible empatizar con lo que este incendio ha simbolizado para toda la comunidad católica Europea, e incluso para los católicos de todo el mundo. En el mundo hay más de mil millones de personas para los cuales Notre Dame es mucho más que un monumento. Notre Dame es una Iglesia levantada en honor a la Virgen María, es un lugar de culto y un lugar sagrado. No se puede ser demócrata y progresista y negar un mínimo de empatía al dolor, a la ansiedad y la pena que asola a quien ve arder en esos muros algo más que un vestigio de la historia: una morada de Dios. Y menos desde un país como España donde el 67,5% de la gente sigue considerándose católica.
Siempre escuchamos citar de Marx aquello de que “la religión es el opio del pueblo” pero sus palabras iban más allá del sentido que le han querido atribuir de forma interesada. En el mismo pasaje, Karl Marx afirma que si bien “la miseria religiosa” es la expresión de “la miseria real” (del sufrimiento humano), también es una suerte de “protesta contra la miseria real”. Porque, a su entender, al hablar de religión, hablamos también de un “suspiro” ante el tormento, “del alma de un mundo desalmado”, de “el espíritu de situaciones carentes de espíritu”. La crítica a la religión, nos avisaba el propio Marx, sólo tiene sentido como parte de la crítica a “el valle de lágrimas” que con religión se disfraza de inmutable. Ensañarse contra quienes sin amparo ni alivio recurren a la fe para mitigar su dolor, sólo demuestra crueldad y cobardía. Quien se ceba con la fe, lo único que demuestra es su falta de atrevimiento para encarar a quien la manipula, así como una total incomprensión de los motivos que hacen a la mayoría de nuestras comunidades seguir portando esas creencias.
Las ideas expuestas en estos párrafos no son incompatibles con criticar el apagón mediático que ha silenciado decenas de tragedias similares en otras partes del mundo. Hay, evidentemente, una colonización de la empatía que ha hecho a mucha gente completamente impermeable a sentir como propias situaciones similares cuando estas afectan a pueblos del otro lado del charco o religiones distintas. Es completamente verdad. Pero señalar a quienes han perdido la empatía hacia el dolor de los suyos no va reñido con criticar a quienes han perdido la capacidad de ponerse en lugar de otros. Al contrario, son dos caras del mismo problema. Porque al igual que nos duele Notre Dame más allá de motivos de fe, nos duele ver la Gran Mezquita Omeya de Alepo (del 715 d.c.) devastada por las bombas de una guerra injusta como la que le ha tocado soportar al pueblo Sirio; porque como nos duele Notre Dame, nos duele ver Al-aqsa incendiándose en una Palestina ocupada; y porque nos duele Notre Dame, nos duele también el incendio del museo nacional brasileño; nos duele la destrucción de Palmira por parte del DAESH; y nos duele recordar cómo los Budas de Bayma se convertían en escombros sólo por capricho de Al-Qaeda. No debemos de caer en falsas dicotomías.
Por estas razones, y por muchas otras, es importante reconocer que hay silencios cómplice que juegan a favor de la pandemia ultraderechista. Hay momentos que exigen claridad: no es menos reaccionario quien celebra una tragedia como la de ayer justificándose en un falso anticlericalismo, que el neofascista que disfruta llamando a la quema de mezquitas, o el salafista que llama a destruir los legados cristianos de la historia de Europa. Puede ser, efectivamente, algo menos deliberado, menos consciente; pero en el fondo es igual de tenebroso. En las repugnantes interacciones de “me divierte” de las publicaciones de Facebook sobre el incendio, ahí estaban compartiendo espacio con los últimos. Si el magma de odio y xenofobia que vimos latir bajo nuestros pies tras los atentados de Barcelona nos sirvió para prever el riesgo que suponían ciertas pulsiones de odio, estos exabruptos izquierdistas, carentes de la más mínima empatía hacia el dolor ajeno (y respeto hacia la historia de nuestras propias naciones) deberían alertarnos de otros posibles peligros que pueden llegar a marcar nuestro futuro.
En una Europa donde como García Linera ha avisado, el sueño de la globalización ha muerto, los sentimientos de vulnerabilidad, desarraigo, anomia social y desamparo que se apoderan de la vida pública están haciendo de este tipo de conflictos cada vez más fundamentales. Nuestros silencios cómplices, junto a los exabruptos intolerables de estos falsos compañeros de viaje, demuestran que estamos muy poco preparados para abordarlos con la altura necesaria. Toca pensar con valentía como responder a la crisis de época que nos enfrentamos.