Por Belén A. Covarrubias y Eduardo García Granado

Encontrar una verdad irrefutable es como encontrar un tesoro. Millones de personas a lo largo de la historia han dedicado su vida a demostrar que habían concretado un fundamento inamovible, una base sólida e inmutable que despejase centenares de preguntas únicamente con ser evocada. Esta presión totalizante nos coloca diariamente frente a la cruda realidad: casi nunca hay respuestas finales que cierren para siempre una cuestión y son una fantasía si de ciencias sociales estamos hablando. Las ideologías deterministas son atractivas porque nos hacen creer que procuran las herramientas y las instrucciones para llegar a conseguirlo. No obstante, los dogmas, interpretados en un sentido ortodoxo, sirven para brindar una falsa tranquilidad: acomodan todo en un pesebre extraordinariamente cómodo en el que no hace falta que los análisis se adapten a la realidad… basta con esperar que la realidad se adapte a nuestros análisis.

El determinismo como trampa

No es imprescindible que una ideología sea amplia en sus fundamentos para que pueda ser percibida como la verdad revelada. A veces es suficiente con una sentencia, por ejemplo: “la infraestructura económica de una sociedad determina definitivamente las relaciones que operan en su superestructura”. Si tomamos esta premisa por cierta, cualquier situación dada podría estudiarse de manera deductiva y monocausal: desde esta perspectiva, la clase obrera sería un sujeto prepolítico y homogéneo que no necesitaría de ninguna articulación para ser y cuya conciencia y actuación deberían estar definidas por su posición objetiva en el sistema productivo. Así, bastaría con derribar la organización económica actual para que fuese liberada y, para ello, sería suficiente con desvelar a la clase obrera “la verdad”.

¿Por qué no sucede esto si es lo lógicamente coherente? Esta es la pregunta que los partidos de la izquierda se hacen cada día. Por “izquierda” no se entiende aquí un paquete de propuestas de gobierno sino un elemento esencialmente identitario. El kirchnerismo, por ejemplo, si bien sería de izquierdas en un sentido ampliamente programático, no podría ser considerado “un partido de la izquierda” en el plano identitario porque en él confluyen múltiples sensibilidades. “La izquierda” ha decidido así tomar para sí el concepto de identidad en un sentido cerrado y acabado, en muchas ocasiones excluyente y melancólico, estático e intemporal. Como contrapartida, los movimientos nacionales y populares ganadores han sabido entender, a la hora de construir consensos, que si bien las identidades son importantes, estas están siempre en construcción y son por naturaleza cambiantes y dinámicas.

De una u otra forma es el carácter atemporal, esencialista y pretendidamente totalizante de algunos dogmas el que conduce a análisis erróneos y en ocasiones marcadamente reaccionarios. Por decirlo claro: es la necesidad moral del todo o nada la que le niega al pragmatismo y al realismo un espacio en determinados sectores militantes e intelectuales. Hoy vemos cómo un determinado esencialismo, el economicista, del que múltiples filósofos y pensadores políticos como Antonio Gramsci habían advertido hace décadas, deriva en posicionamientos que se enfrentan sin tapujos con gobiernos y movimientos progresistas y transformadores. A veces es el miedo a que un movimiento mal llamado “cultural y no material” le dispute el espacio que supuestamente le pertenece por decreto a la clase obrera masculina e industrial en la revolución y otras veces es la frustración al comprobar que los marcos de lo institucional limitan la acción de gobiernos “de izquierdas”.

Siguiendo el experimento mental determinista por el que validamos el dogma de que la infraestructura económica lo determina todo, algo en la realidad estaría mal. Algo estaría intermediando no permitiéndole a lo real actuar como “debería”. Existirían, pues, elementos externos a la contradicción de clase que actuarían como freno a su desarrollo “natural”. Qué sea este “algo” enemigo de la revolución dependerá del contexto concreto. Algunos partidos de la izquierda señalarán al populismo, otros a la socialdemocracia, otros a los medios, etc. Para los dogmáticos todos estos “algo” tienen algo en común: alejan a la clase trabajadora de su objetivo real, esencial, prepolítico, natural. Logran engañar a todo el proletariado excepto a la vanguardia, al sector iluminado, al núcleo dirigente de una revolución que nunca llega pero que siempre está a punto.

La realidad desafía al izquierdismo

¿Qué rol asumen los partidos de la izquierda ante esto? De nuevo, depende. Algunos regañan como quien trata de aleccionar a su hermano pequeño desde una posición paternalista; otros tratan de ponerse una careta popular tratando de engañar al pueblo “para bien”; y también (éstos son, en última instancia, los que realmente bajan a la arena a defender sus postulados) están los que deciden jugar dentro del campo popular.

Alguien que sabía manejar bastante bien la tensión entre ser radical y ser popular fue Vladimir Lenin, ideólogo marxista, dirigente revolucionario e icono fundador de la URSS. Basta recordar los debates que se dieron fundamentalmente en los inicios del siglo XX en Europa respecto a la incorporación o no de cuadros revolucionarios en los sindicatos llamados “reaccionarios” (no socialistas-comunistas). En esta discusión, el dirigente ruso mantuvo una postura firme: si los bolcheviques apenas contaban en abril de 1920 con cerca de seiscientos mil afiliados y los sindicatos, para la misma fecha, con cerca de cuatro millones, entonces los revolucionarios debían efectivamente actuar dentro de éstos. La postura contraria era la de los que Lenin llamaba “izquierdistas”, quienes defendían que la tarea de un “verdadero revolucionario” era desmarcarse de los sindicatos. Para él, esta línea era errónea e ineficaz. Estos “izquierdistas” no eran capaces de diseñar un puente que conectase su identidad política revolucionaria con la realidad material y cultural que les rodeaba. Les molestaba la realidad porque no legitimaba los fundamentos teóricos de sus bases ético-ideológicas. 

Lenin, por el contrario, hablaba de los sindicatos en los siguientes términos: «un aparato proletario, formalmente no comunista, flexible y de relativa amplitud, potentísimo, por medio del cual el partido está ligado de manera estrecha a la clase y a las masas»[1] y a su vez el término “izquierdista” terminó siendo ampliado por la militancia para definir a aquellos sectores o planteamientos que carecían de una táctica apropiada y por tanto no generaban nada o casi nada en una dirección revolucionaria. 

La izquierda argentina en su laberinto 

Los partidos que conforman la débil izquierda argentina no han estado exentos de los vicios de sus parientes internacionales. Su mochila está llena de contradicciones mal resueltas y la obnubilación que les producen las revoluciones ajenas no les deja apreciar las potencias y realidades que operan dentro de su propio país. Quieren representar a un pueblo que no se esfuerzan en comprender.

En el anecdotario de la izquierda más abierta pero aún con cierta miopía, todavía resuena la historia contada por Carlos “Pancho” Gaitán, antiguo militante de la Resistencia Peronista, quien comenta que en el marco de los acercamientos entre Perón y Mao Tse-Tung un grupo de jóvenes argentinos fueron a visitar China y se reunieron con el dirigente asiático. Estando ya con él, un integrante de la comitiva, Elías Semán, le dijo orgulloso: “Nosotros somos maoístas”. Mao, tajante, les respondió: «Está muy bien, pero si yo fuera argentino, sería peronista”[2].

La izquierda más tradicional y añeja, sin embargo, no hubiese siquiera compartido un viaje con un comité peronista. Sus firmes posturas anti populares los han llevado incluso a ser funcionarios de las dictaduras militares del siglo pasado en Argentina, tal el caso de Américo Ghioldi, quien fuera cabeza del Partido Socialista Democrático (PSD) pero al mismo tiempo tiempo embajador de Videla en Portugal. ¿Qué podía tener en común un dirigente de izquierda con los represores de derecha? La respuesta es sencilla, a ambos los atravesaba un profundo desprecio por lo que creían “un pueblo incapaz de acceder a los elementos de la civilización” -Ghioldi dixit-. La mención de la dicotomía civilización-barbarie, fundante en la historia nacional argentina, no es casual y encontraba a la izquierda local del lado reaccionario de la grieta.  

Las banderas anti peronistas

Con el peronismo en escena, muchos de los complejos de la izquierda argentina se encontraron impúdicamente expuestos y, lejos de avergonzar a sus dirigentes y a buena parte de su militancia, fueron útiles en tanto actuaron como mástil para enarbolar su bandera anti peronista. 

El nacimiento oficial del peronismo como tal, su mito fundacional, se remite a las masivas movilizaciones del 17 de octubre que sorprendieron a todos: al gobierno, al sindicalismo, a la izquierda y al propio Perón. La frustración de sectores de la izquierda (como los reseñables Partido Socialista y Partido Comunista) al ver a un amplio sector de la clase trabajadora desobedeciendo sus manuales hizo explícitos los sentimientos racistas, elitistas y cipayos que acumularon por generaciones. Américo Ghioldi, a quien ya mencionamos anteriormente, escribía en La Vanguardia lo siguiente:

“Durante un tiempo bastante largo pudimos haber pensado que el país, en la renovada y cruenta lucha de la ‘civilización’ contra la ‘barbarie’, había alcanzado un nivel tal y suficiente de estabilidad, convivencia pacífica y cultura social que le excluía de hecho y derecho de la lista de las ‘republiquetas south-americanas’ con que, a la distancia, calificaban los pueblos cultos de la tierra a las turbulentas sociedades de centro y sud América. Ahora, avergonzados, disminuidos y entristecidos, hemos descubierto que había un fondo de primitividad y miseria listo para ser utilizado por caudillos militares”.

No sólo el Partido Socialista rechazó enérgicamente la movilización del 17 de octubre y lo que significaba, también el Partido Comunista a través de su diario oficial Orientación hablaba de “malevaje peronista” y comparaba al evento con los inicios del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania. A la miopía política del sector dirigente del PC  se le tenía que sumar un evidente eurocentrismo en el análisis. Con estos antecedentes, no sorprendió luego que cuadros del Partido Socialista hayan sido entusiastas funcionarios del gobierno dictatorial autoproclamada “Revolución Libertadora”. 

Ni peronismo ni macrismo, izquierdismo

Ha pasado más de medio siglo desde aquello. En este tiempo el marxismo pasó por múltiples fases hasta llegar al posmarxismo actual. La socialdemocracia europea de la mano de Keynes sentó las bases de los actuales Estados del bienestar, hoy tambaleantes fundamentalmente por el giro neoliberal de los mismos movimientos que los supieron gestar. El fascismo se escondió y se refundó varias veces y el bloque comunista prácticamente desapareció del mapa. En América Latina, Hugo Chávez hizo nacer el Socialismo del Siglo XXI y el kirchnerismo actualizó al peronismo a los nuevos tiempos que comenzaba a vivir el continente. Sin embargo, parece que el tiempo no pasó para la izquierda argentina.

El Frente de Izquierda y de los Trabajadores liderado por Nicolás del Caño se presentó a las PASO de agosto como la verdadera alternativa al margen de las dos opciones principales y mayoritarias: la candidatura oficialista Macri-Pichetto y la candidatura peronista-kirchnerista Fernández-Fernández. Dos opciones que “en lo fundamental, son lo mismo”, según la línea oficial del FIT. Pese a que con el gobierno de Macri el peso haya sufrido una devaluación histórica, pese a que los niveles de pobreza hayan crecido de forma exponencial en cuatro años, pese a la enorme pérdida de poder adquisitivo, pese a la derechización de la política internacional, pese a la firma de un tratado con la UE que institucionalizaría una relación de mayor dependencia económica con el Viejo Continente, pese al recorte de ayudas sociales… Pese a todo, para esta izquierda, las dos opciones siguen siendo “lo mismo”. 

Decía Ignacio Sánchez-Cuenca que «la forma más eficaz de frenar las tendencias fisíparas (a la ruptura interna, a las escisiones) es la expectativa de victoria» [4]. O visto a la inversa, que cuanto más lejos se auto percibe uno de la posibilidad de detentar el poder de gobierno, menos contradicciones se está dispuesto a aceptar. Se podría ir más allá y decir que en esta situación la parafernalia comienza a jugar un rol clave y la ideología deja de definirse por lo que puede llegar a hacerse para pasar a ser más lo que se sueña hacer en una situación idílica y sin márgenes. Ésta ha sido la línea del FIT durante muchos años, poniendo sobre la mesa que ser anticapitalista no tiene que ver con rechazar el ALCA o nacionalizar YPF, sino con ponerte una camiseta del Che y saberse al dedillo el himno de la URSS.

Los gobiernos transformadores no disponen de una autopista vacía en la que puedan acelerar según les apetezca. Existen baches, tráfico y peajes, por lo que tener muy claro que quieres nacionalizar los medios de producción no te convierte en revolucionario (“la fuerza de las ideas se mide en los efectos de las mismas”). Las contradicciones, los pasos en falso y los errores de los doce años de gobierno kirchnerista son el eje discursivo e identitario de la izquierda argentina. Todo esto pese a ser la propia izquierda la que con más énfasis plantea (en algo que es más un dogma vacío que una estrategia política) que alcanzar el poder institucional no significa ostentar la totalidad del poder. 

Miedo a la victoria

Esta lógica maximalista en los planteos, pero que no se preocupa por ganar, a menudo encierra al militante en sí mismo. Se termina rechazando al pueblo al que supuestamente se quiere salvar. Existe una mística extraña en la derrota, no en la derrota excepcional o contingente sino en la continuada. En la repetición del fracaso electoral se esconde una suerte de orgullo elitista según el cual el militante ha hecho su trabajo “teniendo razón”, pero el pueblo ha fallado al no darse cuenta de quién “le defendía realmente”. 

Al no concebirse la victoria como algo relevante, bien porque se da por imposible o bien porque no se quieren asumir las contradicciones y los límites de la institucionalidad, los diagnósticos a la hora de comunicar y tratar de instalar relato no se modifican. No se trabaja en establecer un discurso que conecte los principios ideológicos con el contexto concreto. Esto explicaría por qué en cuatro años no modificaron un centímetro las declaraciones pretendidamente equidistantes sobre los dos grandes bloques electorales.

A este “miedo a la victoria” habría que sumar un marcado escepticismo respecto a la institucionalidad que muchas veces parece tener que ver con una obviedad: que fuera de las contradicciones, todo es posible y susceptible de ser imaginado. Es este rechazo a lo institucional el que lleva a pensar que si una medida concreta no es un paso nítido a la consecución de un estado socialista, no merece la pena aunque vaya a mejorar la vida de la gente. De hecho, no sólo sería descartable sino indeseable por cuanto alejaría ese hipotético momento decadente y último del capitalismo en el que el sistema se derrumbaría por su propio peso. Momento éste que para la izquierda siempre está a punto, pero nunca termina de llegar.

Si se repasan los resultados de la izquierda en los últimos comicios no parece haber sido una buena apuesta aquella de “cuanto peor mejor”. Nunca lo fue. Tampoco en 2002, una de aquellas situaciones en las que supuestamente la revolución estaba llamando a la puerta. Poco le importó a los analistas izquierdistas de entonces que las demandas fueran de mínimos, que no hubiese un discurso que pusiera en cuestión a la misma institucionalidad y que el punto de enlace entre todas ellas fuera únicamente “que se vayan todos”. 

Los números de la izquierda

Vamos a tomar en consideración únicamente los datos de las PASO 2011, 2015 y 2019. Como ya mencionamos, la izquierda persistió en su discurso mientras las condiciones internas y externas cambiaron abruptamente. El análisis fue siempre el mismo: los partidos con chances de ganar son instrumentos de la burguesía, no tomaremos partido, tomaremos la calle (asumiendo que institución y “la calle” son dos espacios de poder excluyentes). 

Mientras en el año 2011 el recién creado FIT (Frente de Izquierda y de los Trabajadores)  alcanzaba un 2.46%, para el 2015 la imparable máquina del proletariado alcanzaba su pico máximo de 3.25%. Lamentablemente para ellos, esta tendencia creciente se vió interrumpida en las PASO de 2019 cuando lograron con dificultad pasar a las generales con un 2.83%. ¿Qué detuvo a “los trabajadores, a las mujeres y a la juventud” a la hora de votar a sus legítimos representantes? Quizás una de las respuestas esté en la misma pregunta. La izquierda argentina se ha dedicado a compartimentalizar los reclamos y ha armado con ellos una masa difusa sin generar coordinación ni mucho menos  articulación real entre ellos. 

En resumen, la izquierda como identidad tiene de por sí una serie de limitaciones que crecen cuando se mezclan con las dinámicas internas de militantes y dirigentes. El miedo a la victoria, el exagerado escepticismo al respecto de la institución estatal, los escasos estudios militantes sobre la cuestión cultural, el economicismo y las prisas son algunos de los problemas que debe afrontar la izquierda si quiere llevar a cabo una suerte de refundación. Tomando el caso de la fallida izquierda argentina, los sectores que se dicen “verdaderamente transformadores” se deberían cuidar en todo momento en qué lado de la brecha se está. A menudo un supuesto reforzamiento de la pureza de los valores deviene en posicionamientos explícitamente reaccionarios. 

¿Qué radicalidad hay en un núcleo que no aspira a ganar? ¿Las palabras grandilocuentes y las exigencias de máximos confieren algún tipo de legitimidad revolucionaria? De nuevo, el valor de toda idea radica en las consecuencias que tiene sobre la realidad, ni más ni menos. En última instancia, lo que define tu potencia revolucionaria es lo que puedes construir efectivamente en una dirección transformadora. Un gobierno que dé tres pasos en esa dirección es infinitamente más revolucionario que un partido que desee dar cincuenta pero no consiga en las urnas ni en ningún otro espacio de poder una fuerza suficiente para siquiera ejercer presión.

Referencias

  1. Lenin, V. (1964/orig:1920). La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo, p.31. Buenos Aires: Anteo
  2. Baschetti, R. (2017). Dangdai: Mao y Perón. Paradigmas de una Tercera Posición. Nota íntegra: http://dangdai.com.ar/joomla/index.php?option=com_content&view=article&id=8501:mao-y-peron-paradigmas-de-una-tercera-posicion&catid=3:contribuciones&Itemid=11
  3. Correa, E. (2013). Socialistas, comunistas y trotskistas ante el 17 de octubre de 1945. X Jornadas de Sociología. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires. Ponencia íntegra: https://pdfs.semanticscholar.org/3978/5c8b5db2a0163b81e6ecada0a7cadae956b6.pdf
  4. Sánchez-Cuenca, I. (2018). La superioridad moral de la izquierda, p.12. Madrid: Lengua de Trapo