Por Cristian Mogo Castro

El neoliberalismo ha desordenado completamente nuestras vidas. Ha dinamitado cualquier atisbo de certeza, nos impide siquiera imaginar un futuro previsible y nos ha sumido en un mundo más inseguro, precario y desigual. Ya no solo se trata de que estemos viviendo un tiempo de crisis, sino que la propia manera en que nuestro mundo cotidiano adquiría sentido se ha venido abajo. El relato de los consensos de posguerra, que estructuraba el régimen de trabajo fordista ligando la garantía de nuestros derechos sociales a la condición de estar empleado, se ha desmoronado y la crisis de la sociedad del empleo ha agrietado a unos regímenes políticos liberales incapaces de procesar y canalizar una gran cantidad de las demandas de sus representados. Esto quiere decir que el contrato social que, mediante el hecho de contar con un puesto de trabajo, había garantizado unas mínimas condiciones de dignidad a nuestros padres se ha disuelto.

Los mercados de trabajo están mostrando una creciente incapacidad para absorber la cualificación de las nuevas generaciones y esto nos encapsula en un punto de no retorno que nos condena a una situación de empeoramiento continuado de nuestras condiciones de vida, cuya traducción es la total imposibilidad de prever tareas a futuro y la obligación vivir en un presente continuo y extenuante. Hoy quienes tienen la capacidad de pagar por el tiempo de otros son más libres que nunca, mientras que para la gente común resulta ya imposible discernir entre tiempo de trabajo y tiempo de vida. Nuestra libertad está subordinada al dictamen de aquellos que pueden pagar por nuestro tiempo, porque como dejó escrito Marx en Crítica al Programa de Gotha: “quien no tiene medios propios de vida tiene que pedir permiso a otros para vivir, y por eso no es libre”. No disponer de tiempo supone carecer de libertad.

¡Los robots! ¡Que vienen los robots!

El empleo continúa siendo la principal vía de acceso a la inclusión social, pero la posibilidad de que esto se de en unas mínimas condiciones de estabilidad y remuneración suficiente se ve cada vez más estructuralmente restringida por la progresiva extensión e intensificación de la robotización y la aplicación de la automatización en la industria. La revolución tecnológica está consiguiendo, a través de la automatización de los procesos productivos, que la productividad dependa cada vez menos de la fuerza de trabajo asalariada. Lo cual está generando progresivamente mayores poblaciones excedentes, atrapadas en una biografía laboral marcada por la discontinuidad, los trabajos esporádicos e insuficientemente remunerados, la menor protección laboral, la inseguridad y los largos periodos de desempleo. Las trayectorias laborales estables que tradicionalmente estructuraban los mecanismos de bienestar han sido totalmente desplazadas por la temporalidad y la precariedad. Los trabajadores consiguen entrar al sistema por breves períodos en los que obtienen un salario precario e inmediatamente son expulsados del circuito.

El aumento de productividad, generado por la aplicación de la tecnología, despliega la posibilidad de liberar progresivamente más tiempo de la dependencia del trabajo. Sin embargo, está ocurriendo todo lo contrario, cada vez nos vemos más obligados a poner nuestro tiempo a disposición de otros para ejecutar tareas poco deseables y mal remuneradas. Al mismo tiempo que se hace evidente que existe una mayor posibilidad de liberarse de los grilletes del trabajo remunerado, observamos como el aumento de la productividad no está repercutiendo en una mejora de las expectativas de vida de la gente común. Pero esto no debería conducirnos a una suerte de ludismo que nos invite a huir del proceso de automatización sino a todo lo contrario, la sustitución de la fuerza de trabajo humana por máquinas es deseable y necesaria. Si a través de la automatización podemos producir bienes y servicios sin condenar el tiempo de vida de las personas a ello, utilizando así la tecnología para mejorar nuestras vidas, el objetivo debe ser acelerar este proceso.

Las trayectorias laborales estables que tradicionalmente estructuraban los mecanismos de bienestar han sido totalmente desplazadas por la temporalidad y la precariedad.

La dirección del progreso tecnológico no está predeterminada y, por tanto, su desarrollo depende por completo de la orientación que tomen las decisiones políticas. Nuestras instituciones tienen la posibilidad de optar por dos actitudes antagónicas: o mirar con perplejidad como el desorden de un mercado estructuralmente desigual se agudiza; o actuar políticamente para gobernar la automatización del empleo de modo que redunde en un mayor bienestar colectivo y menores desigualdades. Pensar que el mercado solventará por sí mismo las desigualdades aparejadas a los cambios tecnológicos es una auténtica quimera. La brecha generacional provocada por la digitalización o la polarización de rentas generada por la acumulación de recursos en manos de los que más tienen, son solo dos ejemplos de problemáticas que requieren de decisiones políticas que tomen partido de manera clara e inequívoca. O se apuesta por liberar horas de vida del cepo del trabajo o por seguir sometiendo el tiempo de vida de los de abajo al disfrute de los privilegiados.

¿Así cómo se vive?

El modo en que pensamos y actuamos cotidianamente tiene una naturaleza fundamentalmente metafórica. Nuestras vidas adquieren estructuración a través de metáforas. Es la forma en que conseguimos simplificar y aprehender el mundo que nos rodea, la manera en que accedemos a la realidad y el conocimiento. De este modo, nuestros marcos cognitivos, nuestros esquemas lógico-morales, se estrechan y se adaptan a la estructuración discursiva hegemónica. Así, por ejemplo, los mercados “castigan”, se “angustian”, se “deprimen”, se “alegran”, “vigilan”, “exigen” o “dan la espalda”. Un sinfín de metáforas que tienen como pretensión mostrar los hechos económicos como fenómenos meteorológicos, naturales, inevitables e ingobernables. Un modo de delimitar el terreno de lo posible, de definir prioridades indicándonos que “no hay dinero para todos” y que nada se puede hacer porque “es lo que hay”.

Un armazón cultural que es reforzado por la ética del trabajo, a través de la cual el empleo se inscribe en una posición absolutamente privilegiada como mecanismo habilitado para dotarnos no solo de derechos y libertades sino, también, de identidad y dignidad personal. De este modo, solo quien tiene un trabajo asalariado, con total independencia de lo degradantes que sean sus condiciones, puede realizarse en la vida, puede “ser alguien”. El Capitalismo impone como único horizonte de vida posible la subordinación del tiempo de vida a la producción, de modo que nada queda por fuera del imaginario del empleo.

Pero el neoliberalismo no es un hecho espontáneo e inevitable sino una construcción política. Es un régimen normativo que impone una realidad psíquica y física muy concreta, de modo que delimita nuestra propia concepción del mundo. Así, se convierte en la forma misma de nuestra existencia, definiendo la forma en que nos comportamos y nos relacionamos con otros. Son las coordenadas de la competitividad, que nos sumerge en la absurda espiral de la constante autosuperación, las que trazan la subjetividad neoliberal. Una subjetividad que no solo invade la esfera laboral, sino que impregna la propia vida personal provocando una gama interminable de psicopatologías -ansiedad, estrés, depresión etc.- que, además, nos vemos obligados a ocultar para no ser estigmatizados.

El Capitalismo impone como único horizonte de vida posible la subordinación del tiempo de vida a la producción.

Porque hoy si eres pobre es tu responsabilidad, el fracaso es explicado por la propia incapacidad de sacar partido al producto que uno constituye en el mercado. Eres empresario de ti mismo y, por tanto, debes de ser capaz de rentabilizar tus capacidades y asumir riesgos. Somos una especie de Robinson Crusoe que solo depende de sí mismo para sobrevivir. Esta despolitización traslada toda la responsabilidad al individuo reduciéndolo todo a una mera decisión individual, pero esta decisión nunca puede ser libre, pues no vivimos aislados en una habitación sino inmersos en relaciones sociales que limitan nuestras posibilidades.

Frente a esto, es necesario que nos dotemos de un nuevo campo discursivo que cuestione el conjunto de marcos neoliberales, que señale el miedo y la inseguridad generados por la precariedad y el lastre que esto supone para el desarrollo de talento y conocimiento. Se trata de trabajar por instaurar un nuevo sentido común que problematice la crisis del empleo y sus perniciosos efectos sobre los ciudadanos. Una ardua batalla cultural que requiere alinear los deseos y los afectos de la sociedad en torno a un horizonte de país que presente la imagen de un futuro mejor. Una tarea de reconfiguración de nuestro imaginario y nuestra concepción de lo posible para conseguir desplazar el actual sentido común hacia un nuevo equilibrio que desborde la imposición de la ética del trabajo. La pregunta que nos tenemos que responder a partir de ahora ya no es cómo se financia la provisión de un ingreso incondicional por fuera del empleo sino cómo es posible seguir viviendo con los desorbitados niveles de desigualdad y exclusión que hoy tenemos.

¿Qué hacer?

Hoy más que nunca es necesario reconstruir el lazo social volviendo a proveer de seguridad y certidumbres al conjunto de la población. El restablecimiento de la confianza en un futuro más previsible y ordenado tiene la tarea ineludible de afrontar la necesidad de garantizar un ingreso incondicional, suficiente y continuado que no dependa de la condición de estar empleado o de cumplir toda una serie de requisitos que demuestre la desgraciada situación en que uno se encuentra. Porque en un tiempo en el que no solo aumenta la dificultad de acceso a la esfera laboral, sino que incluso consiguiendo un empleo uno no tiene la garantía de obtener una remuneración suficiente para subsistir -el porcentaje de trabajadores pobres en nuestro país ya es del 16%- no podemos continuar fiándolo todo a la percepción de un salario. Apostar por la renta básica universal resulta esencial en una sociedad que pretenda poner el derecho al bienestar en el centro de la acción política.

La renta básica no sólo es una medida de política económica que permitiría redistribuir la riqueza que generamos en común de manera mucho más equitativa o que posibilitaría subsanar la enorme ineficiencia de las prestaciones condicionadas, sino que también redistribuiría la libertad emancipando nuestro tiempo de vida de la necesidad trabajar para sobrevivir, convirtiendo, así, lo que hoy constituye un privilegio de los de arriba en un derecho para todos. Contar con un ingreso disociado del empleo nos dotaría de la soberanía necesaria para poder decidir a qué y en qué medida dedicamos nuestro tiempo, si queremos que la mayor parte de nuestro tiempo este dedicado a ver la cara de nuestro jefe o si, por el contrario, queremos que ese tiempo disminuya y aumente el que podemos dedicarle a la familia, a cultivar sensibilidades intelectuales y culturales, a actividades de voluntariado, a la militancia política o a cualquier otra alternativa de ocio.

Apostar por la renta básica universal resulta esencial en una sociedad que pretenda poner el derecho al bienestar en el centro de la acción política.

Además, tener una base material no dependiente del trabajo remunerado nos proporcionaría un mayor poder de negociación y facilitaría el asociacionismo, evitando que tengamos que aceptar la imposición condiciones miserables en el ámbito laboral. Con todo, está claro que esta medida no va a arreglar todos nuestros problemas por sí misma, pero constituye un inmejorable punto de partida para transitar hacia un orden alternativo que resuelva políticamente el robo que los privilegiados practican sobre los bienes comunes de la población.

Sin duda, imaginar una sociedad que reparta de manera más democrática nuestro tiempo requiere ampliar el abanico de medidas dirigidas a liberarnos del cepo del trabajo apostando por una política económica que incluya, por ejemplo, la reducción de la jornada y la semana laboral, para repartir el trabajo no automatizado entre todos y reducir el consumo de energía y la huella de carbono; la inversión pública en I+D y la subida del salario mínimo, para incentivar automatización de la economía; la apuesta decidida por el alquiler social, para desmercantilizar la vivienda y que tener un techo no sea un privilegio; o la reforma del sistema tributario en aras de conseguir una fiscalidad realmente progresiva. Si vivimos en sociedades en las que la productividad depende cada vez menos de la fuerza de trabajo, dinamitando el proceso fundamental de distribución de riqueza entre capital y trabajo, la inercia no puede ser otra que la de garantizar un suelo básico de derechos no dependientes de la condición de tener un empleo, transitando, así, hacia nuevos modos de producción y de vida que dejen espacio a un reparto más democrático del tiempo.

Frente al capitalismo del endeudamiento, el crédito y la desigualdad, la sociedad del tiempo garantizado, en la que trabajemos menos y vivamos mejor, con mayores garantías, certezas e igualdad. Un horizonte más sostenible para nuestras vidas y para el medio ambiente.