Por Iván Montemayor
Nuevo asesinato en Barcelona. Era una pelea. Un hombre sacó una navaja y apuñaló al otro. Barcelona sumida en una “crisis de inseguridad”. El Ajuntament ha de actuar. Hace falta mano dura. En Barcelona no se puede vivir. Las calles dan miedo. Los barrios se están degradando.
Los medios de comunicación repiten esta matraca cada día. Se construye un imaginario colectivo en el que Barcelona es un lugar peligroso, donde hay bandas de inmigrantes menores de edad practicando la ultra-violencia como en la distópica La Naranja Mecánica de Kubrick. La matraca mediática insiste en que la ciudad es insegura, sin tener en cuenta que ocho asesinatos en una ciudad de más de un millón de habitantes no es un dato relevante. Por suerte, Barcelona no sufre los problemas de violencia que muchas ciudades de América Latina han de padecer. Además, a diferencia de los Estados Unidos, tenemos un gran control sobre el uso de armas de fuego.
El discurso cala. La Barcelona insegura regresa, en un eterno retorno. Los apuñalamientos, los narcopisos, la prostitución… Hay un imaginario colectivo que nos lleva al hampa, a la mala vida de las clases marginales en el Raval de finales de siglo XIX, “el barrio chino”. Un recuerdo, un tópico, que acaba regresando.
Por supuesto, a nadie le gusta que le roben, le asalten o incluso que le apuñalen, pero la decisión política de como intervenir sobre el problema no es neutral. El tratamiento de la delincuencia común no es un problema técnico que puedan solucionar expertos ateóricos. Es un problema atravesado por cuestiones epistemológicas y, como no podía ser de otro modo, políticas.
El realismo de izquierdas
Si miramos hacia atrás, la cuestión de como abordar desde una visión transformadora la cuestión de la inseguridad y la delincuencia común ha sido tratada por muchos autores, se puede destacar la experiencia del realismo de izquierdas en el Reino Unido.
Muchos criminólogos críticos se encontraban revisando sus teorías antiautoritarias en los años ochenta. En el Reino Unido, los autores más relevantes habían aplicado un enfoque marxista sobre la cuestión de la delincuencia. El sistema penal era un sistema de clase: los pobres, como población excedentaria, deben ser gestionados a través de la prisión. El capitalismo era el causante de la delincuencia al mismo tiempo que el estado capitalista, por su naturaleza de clase, oprimía a las clases subalternas con la cárcel.
Pero ellos mismos acabaron considerando este enfoque demasiado idealista. ¿Qué pasa cuando es la propia clase obrera la que debe sufrir los efectos de la delincuencia? ¿Cómo se analiza de manera crítica la delincuencia interclasista? Así, surge el llamado realismo de izquierdas.
Los realistas de izquierdas se preguntan qué hacer ante el problema de cómo gestionar la delincuencia común en la cotidianidad de los gobiernos municipales, y proponen una teoría más pragmática que el más abstracto marxismo antiautoritario de su época anterior. Parten de la premisa de que la delincuencia es un problema para la clase trabajadora, pues el delincuente no sería un “Robin Hood” que roba a los ricos, sino que perjudica a su propia clase social. Si la izquierda no tomaba partido en la reducción de la delincuencia común, la derecha lo haría con políticas de “mano dura” y expansión carcelaria.
El realismo de izquierda comenzó en Islington, en Londres, cuando políticos que conocíamos vinieron y nos dijeron a John Lea y a mí: “Bueno camaradas, ahora estamos en el poder, ¿qué es lo que van a hacer acerca del delito?” Fue un período muy interesante, porque en ese momento Margaret Thatcher era Primera Ministra y el gobierno central era neoliberal, pero había “banderas rojas” en la mayor parte de Londres y ciertamente de Birmingham y Liverpool (Entrevista a Young, en Fonseca, Sozzo, 2012: 147).
El proyecto del realismo de izquierdas era, por tanto, una solución para los gobiernos municipales que pretendían acercarse de manera progresista a la cuestión de la delincuencia. Proponían estudiar el espacio público para mejorar la percepción subjetiva de seguridad, colaborar con las organizaciones de la sociedad civil (asociaciones de vecinos, etc) y aplicar medidas alternativas a la cárcel para mejorar la inclusión de las personas que infringían las leyes penales. En resumen, atacar las causas del delito mediante políticas sociales.
Aunque el proyecto era atractivo en un momento de estancamiento de la criminología crítica marxista y proponía una alternativa al realismo de derechas (totalmente agresivo y punitivista), se vio abocado al fracaso.
Las competencias de los gobiernos municipales eran limitadas en comparación con las del gobierno estatal, en manos de Margaret Thatcher y su política de mano dura. Además, la llegada de Blair al poder cambió el enfoque de los laboristas en la cuestión del delito, asumiendo el discurso punitivista y autoritario de la “mano dura” contra el delito. A pesar de conservar un discurso que se basaba en acabar con “las causas sociales del delito”, Blair y los partidarios del New Labour no cambiaron el rumbo de las políticas punitivistas de Thatcher, probablemente por razones electorales.
Barcelona, ¿el agotamiento del cambio?
Cuando en las elecciones municipales de 2015 Ada Colau adquirió la alcaldía parecía que muchas cosas iban a cambiar. Colau venía directamente del activismo en la PAH y a penas hacía un año y medio que existía Podemos. Paradójicamente, un ayuntamiento en el Reino de España apenas tiene competencias en política social: no puede condicionar la educación, la sanidad o los salarios mínimos. Pero sí tiene una fuerza armada: la Guardia Urbana.
La Guardia Urbana estaba en un momento importante de descrédito popular, después de que TV3 emitiera (por fin) el documental Ciutat Morta. En este documental independiente mostraba como una serie de torturas y acciones arbitrarias llevaban a la cárcel a Patricia Heras por la supuesta caída de una maceta sobre un agente que acabó herido durante el desalojo de una okupa. Patricia, según su versión, jamás estuvo allí. La chica se suicidó durante un permiso penitenciario en 2011. La emisión del documental el 17 de enero del 2015 tuvo un fuerte impacto antes de la campaña electoral.
Así pues, la seguridad y la fuerza armada era un tema complejo. La gestión de la policía local recayó sobre Amadeu Recasens, un criminólogo crítico de perfil académico, pero también vinculado al Consejo de Europa y a las Naciones Unidas. El objetivo de Recasens era crear una policía comunitaria, ligada a los barrios. Además, su formación académica lo llevaba a proponer medidas similares a las que tradicionalmente defendía el realismo de izquierdas británico.
Su visión de la Guardia Urbana se basaba en convertirla en un cuerpo democrático y popular, apegado al territorio y la proximidad con los vecinos de cada barrio. Este modelo debería creer una mayor colaboración entre los vecinos y el cuerpo, aumentando la cohesión social y la legitimidad de la Guardia Urbana. Al mismo tiempo, existía la concepción de mejorar la seguridad a través de políticas sociales que mejoraran las condiciones de vida básicas de las personas.
Poco antes de las elecciones municipales de 2019, el discurso cambia. Hay narcopisos en el Raval y de nuevo gente consumiendo heroína en las calles. Hay peleas entre bandas por el control del mercado de los estupefacientes. Se habla de crisis de seguridad. Valls pide mano dura contra los manteros. Las encuestas muestran un aumento de delitos como hurtos, robos y atracos. Ada Colau culpa a la Generalitat y pide más efectivos de Mossos d’Esquadra en Barcelona, ante la saturación de la Guardia Urbana.
Después de las negociaciones y el pacto entre Barcelona en Comú, el PSC de Collboni y con el apoyo de Manuel Valls, la cartera de Seguridad cae en manos del exsocialista (ahora es de Units per Avançar) Albert Batlle. Batlle es por desgracia conocido por las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos. Era gestor de la política penitenciaria cuando ocurrió el Motín de Quatre Camins el 2014, que terminó con una condena por tortura a varios funcionarios de prisiones. Posteriormente, fue director de los Mossos d’Esquadra. Después de la muerte por paro cardíaco de Juan Andrés Benítez, que fue reducido violentamente por varios Mossos, fue el responsable de que los agentes participantes no fueran expulsados del cuerpo armado.
La agenda de Batlle en el nuevo Ajuntament bien podría ser la de Manuel Valls. Mano dura. Pero, en cualquier caso, Barcelona en Comú ya había aceptado ese marco. El frame de la crisis de seguridad y la “evidente” solución de que es necesaria más policía acaban con cualquier rastro de política social o de solución alternativa de inclusión social.
Al igual que la experiencia de realismo de izquierdas de los municipios británicos, las teorías críticas más posibilistas se topan con un muro que parece infranqueable. La derecha usa electoralmente el miedo al delito y el discurso securitario. Quedarse fuera de ese marco dominante aboca a la izquierda a parecer despreocupada ante la seguridad de unos votantes que se sienten inseguros, atemorizados por el bombardeo de noticias sobre robos y apuñalamientos.
Resignificar la seguridad
¿Cómo se puede resignificar la seguridad en un marco crítico?
El discurso del miedo y la mano dura es efectivo, gana elecciones y la izquierda lo asume para no quedarse en un rol tecnocrático y desangelado. Pero pasan los años y la policía y la cárcel no acaban con la delincuencia común, ni mucho menos con la delincuencia de los poderosos.
Lo que sí sabemos es que las sociedades con menos personas encarceladas son las que muestran una menor desigualdad social. En países donde hay un estado del bienestar fuerte, como es el caso de los países nórdicos, la población penitenciaria es reducida. En palabras del sociólogo Loïc Wacquant se usa la mano izquierda del Estado (las políticas sociales) en vez de la derecha (el sistema penal). Asumir la incapacidad para llevar a cabo transformaciones sociales desde el ámbito municipal termina con la consecuencia de tener que usar la otra vía: la de la criminalización.
Por tanto, hay que crear otro populismo diferente al populismo punitivo. La inseguridad que sufren la mayoría de los vecinos tiene que ver con sus condiciones económicas: el coste de la vivienda se dispara, los salarios son insuficientes, el trabajo es precario e inestable. El capitalismo de plataformas nos atrapa en una agobiante inseguridad, en un mundo cada vez más acelerado. Los riders de Glovo pueden sufrir accidentes de tráfico durante su trabajo, presionados por los algoritmos que miden su eficiencia. ¿Eso no es inseguridad?
Los que estamos en contra del neoliberalismo estamos a favor de la seguridad y del orden. La seguridad es tener un estado del bienestar fuerte, que proteja la dignidad de las personas. El orden es poner freno a la especulación inmobiliaria y expropiar pisos vacíos para que no se conviertan en narcopisos.
Una deriva autoritaria no resolverá nada. La policía y la cárcel no disminuyen el número de delitos comunes, como muchos estudios criminológicos demuestran. La única manera de resignificar la seguridad es no abandonar el marco de las políticas sociales.
Referencias
Fonseca, D., & Sozzo, M. Entrevista con Jock Young. Delito y Sociedad, 1(33), 141-154.
Lea, J., Young, J. (1984). What is to be done about Law and Order? (p. 54). Harmondsworth, England: Penguin Books.
Srnicek, N. (2017). Platform capitalism. John Wiley & Sons.
Wacquant, L. (2010). Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social. Gedisa: España.