Este artículo fue publicado originalmente en https://contracultura.cc/2020/05/18/reordenar-la-vida-en-comun-a-partir-del-trabajo/

Julio Lucena de Andrés (@julio_5lda)

Una de las principales quiebras que ha producido la hegemonía neoliberal tiene que ver con la destrucción de la identidad que proporcionaba el trabajo en aquellas décadas keynesianas (50, 60 y primera mitad de los 70) que con tanta nostalgia ven (y vemos) algunos desde el presente. El trabajo-empleo conformaba una vinculación homogénea con la categoría de “ciudadano”, en tanto que el hecho de poseer un empleo seguro y estable otorgaba una serie de derechos y acceso a servicios públicos, así como seguridad para formar un proyecto de vida. Podemos afirmar que dicho acuerdo keynesiano abanderado por la socialdemocracia europea estuvo vigente, aproximadamente, desde la reconstrucción de la posguerra hasta prácticamente la crisis del petróleo de 1973 y mediados de esa década.

Sin embargo, la victoria aplastante del neoliberalismo (al menos hasta esta crisis del coronavirus, cuyas consecuencias podrían alterar este dominio) como ideología legitimadora del proyecto político de la globalización, promovida fundamentalmente por las élites capitalistas, encuentra una de sus mayores conquistas en la desarticulación del mundo del trabajo. Dicho desarticulación voluntaria (ya que ha sido promovida por agentes concretos persiguiendo un fin muy claro, el debilitamiento de las fuerzas del trabajo frente al capital) ha tenido lugar por medio de una serie de estrategias políticas: la flexibilización laboral, desregularización y privatización de sectores económicos en los que antes participaba el Estado o sector público, financiarización de la economía y desmantelamiento del poder sindical así como de la capacidad de negociación colectiva.

El resultado de este proceso ha sido la transformación de dicho consenso keynesiano acerca del empleo, sintetizado en la igualdad “trabajador-ciudadano”(blindado por una serie de derechos laborales, estabilidad temporal y morfológica, carácter indefinido, remuneración aceptable y capacidad de sindicación), en un trabajador flexible, contratado de forma temporal y/o parcial, al que se le exige una mayor capacidad de reinventarse y, lo que es más importante, al que se ha despojado de derechos laborales, capacidad de asociación colectiva y en la que su identidad como trabajador de un determinado oficio se ha difuminado por completo. El carácter líquido o volatilidad, en tanto que propiedad característica de la posmodernidad, ha penetrado en el mundo del trabajo, resquebrajando todos los acuerdos y certezas previas en materia de seguridad laboral, derecho a la asociación y a la negociación colectiva, derecho a una pensión pública, a condiciones de trabajo dignas, sentimiento de pertenencia a una organización, etc. que caracterizaban a la esfera laboral durante la hegemonía keynesiana.

El carácter líquido ha penetrado en el mundo del trabajo, resquebrajando todos los acuerdos y certezas previas en materia de seguridad laboral, derecho a la asociación y a la negociación colectiva, derecho a una pensión pública, a condiciones de trabajo dignas y sentimiento de pertenencia a una organización

Por otro lado, esta crisis del coronavirus está dejando clara la importancia de unos sectores públicos robustos y con recursos suficientes para poder gestionar situaciones sobrevenidas de extrema gravedad. Más concretamente, de entre todas las aclaraciones o velos que ha destapado la pandemia, queremos rescatar el de la necesidad de una renta básica incondicional. El horizonte del mundo del trabajo aparece amenazado, desde un punto de vista tecnológico, por la automatización creciente y la destrucción de empleos de menor creación de valor (de carácter manual y/o rudimentarios) y, desde un punto de vista del mercado laboral, por la incapacidad del gobierno de crear y garantizar empleos estables no-precarios para grandes masas de población, al menos en nuestro país. Los distintos gobiernos de PSOE y PP desde principios de los 90 se han mostrado completamente inútiles a la hora de generar empleos para todos esos egresados universitarios con alta formación (así como para el resto de jóvenes no universitarios, a los que se ha denostado y condenado aun más al olvido) que requerían un trabajo que se ajustase a su formación y capacidades, resultando bien en que estos jóvenes tomaban empleos precarios y de escasa formación, o bien emigrando al extranjero, donde se han podido insertar en mercados más dinámicos y de mayor cualificación.

Sin embargo, ahora la cuestión reviste otro cariz y no se trata simplemente de unas altas tasas de desempleo juvenil y precarización creciente (que también, por supuesto, y más en determinadas regiones de España), sino que estamos hablando de grandes masas de trabajadores, tanto de entre 25 y 35 años como mayores de 50/55, a los que el mercado de trabajo no va a poder absorber tras esta crisis y que se verán expulsados cada vez más a los márgenes de la exclusión social y la precariedad. El hecho de que haya en nuestro país decenas de miles de familias donde apenas entra un sueldo (escasísimo, normalmente) o una prestación ya sea por desempleo, jubilación, dependencia… ha requerido que el Gobierno se haya visto forzado a aplicar un ingreso mínimo vital que resulta, por otra parte, del todo insuficiente, por la cuantía misma que no da para sobrevivir, así como por el alcance de la medida, que deja fuera a muchas personas en situación de vulnerabilidad. Sin embargo, de no haber aplicado esta medida, el resultado hipotético habría sido una contracción brutal de la demanda que se habría prolongado durante meses, agravando aun más la situación de una economía ya de por sí poco dinámica. Para ello, el ingreso busca tanto garantizar una existencia digna para dichas familias como reforzar la capacidad de compra de las mismas para reactivar el consumo y que podamos salir de esta situación de hibernación económica lo antes posible.

El Gobierno se ha visto forzado a aplicar un ingreso mínimo vital que resulta del todo insuficiente, por la cuantía misma que no da para sobrevivir, así como por el alcance de la medida, que deja fuera a muchas personas en situación de vulnerabilidad

Volviendo a la cuestión que nos atañe, esto es, la cohesión social a partir de la estabilidad en mundo del trabajo, con una gran mayoría de personas sin trabajo indefinido ni un sueldo digno (lo que se podría categorizar como “amplias clases medias”), resulta imposible reordenar la vida social en comunidad a partir de un pivote o punto de apoyo relacionado con el empleo. La cuestión que aquí se debate es que resulta imposible reconstruir de nuevo esas clases medias que la crisis de 2008 se llevó por delante en un contexto de enorme precarización, temporalidad, inestabilidad, emigración… y, lo que resulta más grave, sin clases medias ni redistribución de la riqueza no se puede construir un proyecto basado en la convivencia, paz social y seguridad en sentido amplio. ¿Y cuál es la alternativa a todo este proceso? La extrema derecha xenófoba, sus discursos políticos reaccionarios y medidas económicas austericidas.

Por tanto, ante una crisis del mundo del trabajo de dimensiones cuasi civilizatorias, la única alternativa que emerge es bien reconstruir un mercado laboral altamente temporalizado, poco diversificado y muy precarizado por sexo (que perjudica más a las mujeres que los hombres), edad (más a jóvenes y mayores que a adultos jóvenes) y etnia (más a trabajadoras migrantes que nativas) o bien establecer una renta básica incondicional de carácter permanente, no sujeta a los ciclos económicos y que sea suficiente para que las personas receptoras de ella (idealmente, toda la ciudadanía o, más pragmáticamente a corto plazo, la parte de la ciudadanía que la necesite con carácter urgente e indispensable) puedan desarrollar una vida digna. Si el neoliberalismo ganó la batalla de desarticular el mundo del trabajo, no le demos la oportunidad de que nos arrebate también la de la renta básica como única alternativa, hasta el momento, para reordenar la vida social en comunidad.