Chema Meseguer (@ChemaMeseguer)

Lo político nunca desaparece. Vive en el ruido y en el silencio. Es el grito del que no tiene voz y el susurro del que ya la dio toda. Está en la barra del bar, en la tele y en el móvil, donde se le espera, claro, pero también en la infinitud del techo de tu habitación, en la calle oscura camino a casa y en los veinte minutos de descanso del trabajo que se te hacen la mitad. Lo político nunca se va, los que nos vamos somos nosotros. Protagonistas efímeros de un espectáculo sin fin, pero no por ello meros espectadores. Como si fuéramos los personajes de una serie que ya tiene demasiadas temporadas, nos vemos sumidos en una especie de eterno retorno de temas que ya aparecieron muchos capítulos atrás. La política son conflictos que nunca se repiten, pero siempre reaparecen. Uno recurrente en nuestra historia es el que ha vuelto al debate público estos días: la disputa por los símbolos, sostenida entre acusaciones de apropiación de banderas y reproches de renuncias históricas. Pero no debemos cometer el error de mirar al dedo en vez de a la luna. El conflicto por los símbolos sólo es la manifestación de uno mucho mayor, aquel que atraviesa el país y se presenta en forma de procés, España vaciada, himnos sin letra y banderas enfrentadas. Es el conflicto más básico de todos y, por eso, el más difícil de resolver: qué es España. A qué nos referimos cuando hablamos de ser español. Quién cabe ahí y quién no. Y de qué manera. La cuestión de los símbolos sólo es una expresión más de la cuestión española. Entender las banderas es también preguntarse quién las ondea.

Los abanderados de la democracia

No es casualidad que el partido que, en la Transición, propuso el nuevo escudo que ayudase a resignificar la rojigualda fuese el mismo que abanderó la concepción plural de la nación (“nación de naciones”, “España plural”) y, curiosamente, el que hasta más tarde ondeó en sus mítines la tricolor: el PSOE. Lo hacía cuando ya el PCE había renunciado a ella públicamente y jugaba a hacer equilibrismos con la palabra “patria”, amparándose en una rebuscada ambigüedad dependiente del lugar en que sucediera el acto, si en Toledo, Sevilla, Barcelona o Bilbao.

En España, hay presentes en la escena distintos nacionalismos, que ponen en juego diversos conceptos de nación, determinados a su vez por diferentes conceptos de homogeneidad. Las propuestas para hacer un mapa de estos tipos varían, pero una rápida podría distinguir, sin entrar en detalles, los siguientes: un nacionalismo español con predilección por la cultura castellana y la monarquía como vertebradores, y con un concepto unitario y homogéneo de la nación. Estaría presente mayormente en el PP, Vox y Ciudadanos. Otro nacionalismo español, pero que entiende el país como una “nación de naciones”, esto es, tiene un concepto de nación que podríamos clasificar como identidad plural, con algunos matices que lo complican, y que admite la heterogeneidad como constitutiva. Lo podríamos ver en el PSOE, UP, MP y algunos partidos regionalistas. La cuestión está en la polisemia de la palabra nación y en a quién se reconoce la soberanía, si solamente a la española o también a todas las restantes (“nacionalidades” según la Constitución). Por otro lado, también el regionalismo sería una forma de identidad plural del nacionalismo español, en tanto que entiende lo unitario como susceptible de ser vivido de manera heterogénea. Estaría presente de manera más transversal en PP, Ciudadanos, PSOE, UP, MP y, claro está, los partidos regionalistas. Y, por último, podríamos distinguir a los plurinacionalistas, que conciben un conjunto de naciones reunidas en un mismo Estado, bien entendiendo España como una nación que sobredetermina a las demás, y la soberanía como repartida entre aquellas y ésta, o bien entendiendo la nación española como totalmente ajena a la propia y apostando por la independencia de la misma, pero en ambos casos asumiendo el derecho a la autodeterminación. Sería el caso de los partidos nacionalistas sub-estatales (esto es, defensores de la existencia de una nación sin Estado, en la actualidad “dentro” del Estado español), como PNV, BNG o ERC, o de sectores de UP y MP. Es importante señalar cómo los distintos tipos de nacionalismo no son del todo identificables con los bloques del eje izquierda-derecha, sino que algunos son en buena medida transversales a distintos lugares de ese eje, lo cual da cuenta de la complejidad del asunto.

En España, hay presentes en la escena distintos nacionalismos, que ponen en juego diversos conceptos de nación, determinados a su vez por diferentes conceptos de homogeneidad. No son del todo identificables con los bloques del eje izquierda-derecha.

De todos estos, fijémonos un momento en el segundo tipo de nacionalismo español señalado, el de la nación de naciones, que es el que ha formulado una especie de desarrollo del discurso nacido en la Transición (en la versión constitucional: nación, nacionalidades y regiones). Su ambigüedad constitutiva es resultado de nacer como neutralización defensiva de los otros conceptos de la nación, el que concibe una homogénea y el que ve múltiples naciones, a través de una suerte de síntesis que lograra reunirlos en un mismo proyecto. Por distintos procesos -no tenemos espacio aquí para detenernos en ellos-, este concepto integrador se ha visto tensionado en los últimos años, y las otras dos concepciones han resurgido con fuerza. Uno de esos procesos ha sido, paradójicamente, el fin de ETA.

Toda comunidad política se define en contraposición a un enemigo público mediante el que ejemplifica aquello que aborrece. El nacionalismo español hacía esto con ETA, contra la que era fácil dibujar una contraposición que asociara españolismo y democracia, por un lado, contra separatismo y violencia como dos caras de una misma moneda, por otro. Ese rol que ETA jugaba en el discurso del españolismo, que la usaba para presentarse como garante de la democracia, explica el empeño por mantener su fantasma vivo tras la decadencia de la misma. Toda identidad necesita a su otro adverso para ser quien es. Cuando ETA dejó las armas y fue desapareciendo progresivamente de los telediarios, el nacionalismo español se vio necesitado de otro enemigo contra el que definirse. Es ahí cuando el otro nacionalismo sub-estatal fuerte, el catalán, comenzó a ocupar portadas, y se generó una dinámica retroalimentada por ambos polos, cada vez más distanciados, tensionando uno de los ejes clave del sistema de la Transición: la colaboración centro-periferia.

Pero los nacionalistas catalanes no eran ETA, por mucho que algunos intentaran hacerlos ver como tal. El escenario se tornó difícil para ambos bandos: para el nacionalismo español, era complicado negar convincentemente el carácter democrático de los nacionalistas catalanes (y aún más presentarse ellos como garantes de la democracia tras el “boom” de los casos de corrupción y la aplicación de medidas de austeridad en la crisis económica). Y, para los nacionalistas catalanes, era también más difícil ahora presentar su empresa como representante de las demandas democráticas ante un gobierno opresor, que en las ocasiones anteriores, cuando tuvieron delante a Primo de Rivera, la CEDA o Franco. Ahora estaban frente al PSOE, abanderado de la democracia ganada en la Transición para millones de ciudadanos.

¿Por qué es importante esto para el tema de las banderas y los símbolos? Durante los últimos años, la tricolor ha tenido un papel negativo, de manifestación de crítica al sistema, pero también –junto a las banderas de cada comunidad- ha logrado mantener en cierta medida otro rol como símbolo de esa idea plurinacional de España, arropada por fuerzas independentistas, pero también por otras que apuestan por una “España alternativa”, sin el abandono de ninguna de sus partes. Esta idea choca con la concepción de la nación de naciones, pero -esto es clave- no de manera frontal, al tomar la segunda elementos de la primera. Sí choca de manera frontal, en cambio, con aquella idea homogénea, castellanista y monárquica de España, con la que ha tendido a polarizar, esto es, la representada hoy en los telediarios principalmente por Vox. Esa ambigüedad de la idea de la nación de naciones, unitaria pero plural, su extraña mezcla de heterogeneidad y homogeneidad, puede parecer un débil equilibrismo, pero es, en realidad, su fortaleza. Es la que produce su capacidad de integración, ligada a las mismas condiciones que hacen posible ver gente con ambas concepciones –nación de naciones y plurinacional- apostando por una u otra bandera. Y también que los usos de ambas puedan variar en el futuro.

Esa ambigüedad de la idea de la nación de naciones, unitaria pero plural, su extraña mezcla de heterogeneidad y homogeneidad, puede parecer un débil equilibrismo, pero es, en realidad, su fortaleza.

Así mismo, apuestan por una y por otra, dependiendo de otros factores, los regionalistas, que, si recordamos, también tienen un concepto plural, aunque unitario, de la nación. De esta manera, es cierto que los que tienen una idea homogénea y monárquica de España se identifican más exclusivamente con la rojigualda y que la tricolor encuentra más acogida entre los defensores de la plurinacionalidad y el republicanismo, pero la cuestión está lejos de ser tan simple, cuando la versión hegemónica y constitucional de la nación asume un rol mucho más complejo.

La política y los símbolos

Hay algo que hay que dejar claro: el problema de los símbolos no se va a resolver con una de las partes resignificando uno de ellos, ni tampoco con ninguna imponiendo el suyo. ¿Cómo es esto posible? Como hemos dicho, la disputa por el símbolo es parte de un conflicto más grande, y éste solo se resolverá con una nueva cuenta, una nueva configuración para la comunidad, en la que, por lo tanto, los actores, las partes, ya no serán las mismas, aunque, por supuesto, tampoco serán radicalmente distintas. Vamos a profundizar brevemente en esto.

Apuntábamos al principio que la política es conflicto. Pero hay que hacer dos aclaraciones. Primero, distinguir entre lo político, como lógica de la construcción de sentido, y la política, como contenido histórico resultante de esa construcción. El principio vertebrador de la política es el conflicto, cuya lógica es lo que llamamos “lo político”. Y, en segundo lugar, que la política sea conflicto, no significa que sea una lucha del tipo de un combate de boxeo, por poner un ejemplo, en la que el ganador acaba con el perdedor y se impone de manera absoluta. La política, como el boxeo, tiene sus propias reglas. En ella, el vencedor solo puede serlo sólidamente sobre la base de integrar – reformulándolos de manera coherente- elementos de su adversario. Todos los contendientes se ven transformados en el proceso. El vencedor sólo existe tras la victoria.

La política tiene sus propias reglas. En ella, el vencedor solo puede serlo sólidamente sobre la base de integrar – reformulándolos de manera coherente- elementos de su adversario. Todos los contendientes se ven transformados en el proceso.

Normalmente, fijamos la vista en los nombres y apellidos, y, al ver que éstos se mantienen, pensamos los sujetos políticos como mayormente inmutables. Pero ni esos nombres y apellidos son los verdaderos protagonistas, ni las identidades en juego son permanentes. Los discursos políticos son prácticas colectivas. Ninguna persona de carne y hueso es esencial en ellas, incluso aunque su figura gane fuerza de auténtica estrella o de mito político. Felipe González no ganó nada. Lo hizo cierta tendencia política representada en él. Si Felipe González hubiera abanderado una concepción política radicalmente distinta, ¿habría ganado tantas elecciones? La política está hecha por seres humanos y, como tales, somos los creadores de todo suceso político. Pero que simplifiquemos los acontecimientos mediante personificaciones no debe llevarnos a asumir una concepción elitista de la política.

Es una visión vanguardista pensar la sociedad como un receptor pasivo de discursos formulados desde altas esferas por enunciadores privilegiados. Resulta sorprendente la incoherencia de quienes critican esa receta neoliberal de la economía, consistente en pensar que fomentar la riqueza de los más ricos es bueno para todos porque el flujo económico irá calando desde la punta más alta de la pirámide hacia la base, enriqueciendo así a todos los estratos, y, a su vez, asumen una concepción de la política en los mismos términos, creyendo que un discurso político debe ser elaborado y lanzado por parte de enunciadores conscientes de su rol de vanguardia en la sociedad, y que su mensaje irá calando poco a poco en distintos sectores sociales a los que deben seducir para ganar.

El conflicto de los símbolos es un asunto colectivo. Y no tiene solución en sí mismo porque es parte de un problema mayor: la definición de España. Pero además cabe pensar que éste es, a su vez, también un problema sin solución. Al menos, una final. Paradójicamente, no hay definición definitiva. Pero es que nunca la hay. El consenso es alcanzable, claro, e incluso uno que se alargue mucho en el tiempo. Pero todo consenso no es sino una forma de expresión del conflicto político, que nunca desaparece, y todo contendiente debe saber al menos dos cosas: primero, que en política no hay ganadores absolutos. Nuestras identidades solo tienen sentido en sociedad, y esto significa que se deben al rol social que juegan. Una identidad que represente inquietudes diversas de la sociedad no puede estar fabricada en el laboratorio político de una parte de la misma. Una identidad representativa de la mayoría solo puede ser construida en un proceso político mayoritario, y no de manera previa. Además, la hegemonía no es un lugar a conquistar, no es la meta o el fin. Es la forma por la cual ciertos valores condicionan el desarrollo político. Y, lo segundo, que por definitivo que parezca todo resultado, nunca lo es. Es un síntoma de la complejidad de lo político el que la mayor victoria no sea la que reprime al adversario, sino la que consigue integrarlo. En lo político, al no haber sujetos inmutables que juegan, y ganan o pierden, es imposible dar por finalizada la partida. El cambio y la continuidad se confunden en un proceso perpetuo. La lucha no tiene fin, justamente, porque es siempre el principio.