Por Alán Barroso

España amanece con un presidente nuevo y con una resaca vieja. El malestar no es por casualidad, sino, como en todas las resacas, por los excesos cometidos la noche anterior. En este caso la noche se lleva alargando desde el 20 de noviembre del 2011. Durante ese periodo de tiempo que acaba de concluir hemos tenido que soportar un gobierno mafioso y deshonesto que ha sido incapaz de abordar con decencia la crisis económica, que se ha arrodillado frente a los poderes económicos y que se ha dejado imponer todo tipo de medidas desgarradoras para nuestro país. Hemos tenido que soportar una gestión pésima de la crisis nacional española, un desprecio y una patrimonialización insultante de lo público, una corrupción indecente y recurrente, el secuestro de la soberanía popular y una profunda incomprensión de lo que las mujeres y los mayores de este país nos enseñaban mientras llenaban las calles pidiendo respeto y dignidad, pero sobre todo pidiendo futuro.

El desalojo del artífice de este gran despropósito que ha pesado sobre este país desde el año 2011 es sin duda una buena noticia. Rajoy, desconcertado por los acontecimientos que, en su resistencia inmovilista, no esperaba pero que se le han impuesto. La virtud del parlamentarismo es que ofrece mecanismos de respiro democrático que se pueden activar en momentos como el actual en los que, entre tanta podredumbre, cada vez hay menos oxígeno. El ambiente era ya irrespirable, y la moción de censura inaplazable.

No será aquí donde se otorgue al PSOE ni a Pedro Sánchez una medalla a la valentía. Los acontecimientos lo empujaron a ello y Pedro fue capaz de asumir el papel que le tocaba en el escenario que venía. Un papel de responsabilidad institucional. Un atributo nada despreciable y de necesaria reivindicación en un país en el que se ha faltado el respeto a sus instituciones de manera sistemática desde el poder.

Pedro Sánchez, apodado otrora el breve, reaparece como el renacido y la épica se activa. Aquel que fue expulsado miserablemente de la dirección de su partido, que renunció a su escaño para evitar tener que permitir la investidura de un corrupto y que, más adelante, recuperó el control de su partido gracias al apoyo de las bases vuelve a aparecer, esta vez como presidente del gobierno. El viaje de un héroe. Todos los ingredientes disponibles para un cóctel épico que conjuga la alegría de la expulsión de Rajoy de la Moncloa, la esperanza de un programa de gobierno realmente progresista y transformador que arroje luz sobre esa noche oscura de la pasada legislatura y la valentía de aquel que lo perdió todo y lo reconquistó todo.

Sin embargo, no estamos en 2004. Aquel año el PSOE de Zapatero ganó las elecciones. El escenario era también desolador. Guerra de Iraq y un terrible atentado con una gestión pésima y miserable del gobierno de Aznar que el pueblo español, una vez más, muy por delante de todos los partidos políticos, contestó con valentía en las calles y luego en las urnas. Por aquel entonces Alba Rico escribía en un artículo que había motivos para sentirnos aliviados, pero no para celebrar una victoria. No le faltaba razón, el alivio de librarnos de un partido que tanto daño había hecho al país estaba fuera de cuestión, pero la alternativa era su sustitución por un partido que había sido el partido de la OTAN, el GAL, el pelotazo, la ley de extranjería, las privatizaciones y la “flexibilización” del mercado laboral.

En 2004 los jóvenes coreaban un “no nos falles” frente a Ferraz, pero esa época ya pasó para transformarse en el grito de “no nos representan” que llenó plazas, mentes y corazones un 15 de mayo de 2011 y que hasta el día de hoy no ha dejad de llenar recuerdos, y, por suerte, algunas instituciones. Sería un error, sin embargo, caer en las mismas críticas que siempre se han arrojado sobre el PSOE desde posiciones de “izquierda verdadera” (sea lo que sea eso). Es evidente que, al igual que nos decía Alba Rico en el 2004, Sánchez no hará nada que no le obliguemos a hacer. Pero para ello hay que ser audaces, activar toda nuestra inteligencia y saber dirigir bien nuestras críticas mientras actuamos de manera astuta señalando, empujando y contribuyendo a liderar y materializar el tan deseado e inaplazable cambio. Sería un error estancarnos tanto en 1) una admiración hueca e irresponsable hacia Sánchez el renacido mientras aguardamos expectantes a que actúe como esperamos, como en 2) la clásica crítica estéril de la izquierda que ve enemigos de clase por todos los lados y que renuncia al pragmatismo y al posibilismo más básico en pos de una genuina voluntad revolucionaria que nunca acaba de materializarse y que siempre queda pendiente de realización.

Hay algo que es evidente, España no es el mismo país que en 2004 ni Pedro Sánchez es el mismo que Zapatero (ni mucho menos el mismo que Felipe González). Sánchez tampoco es el PSOE, y esto lo comprueba él mismo cuando se enfrenta a las dificultades para encontrar personas que le apoyen y en las que pueda confiar dentro de su mismo partido. Pedro Sánchez es un animal político extraordinario y va a merecer una atención especial por nuestra parte, muy crítica pero también muy atenta y dispuesta a intervenir constructivamente cuando sea necesario. Veremos como el ejercicio del poder modela la figura de Sánchez, como el resto de las fuerzas políticas son capaces de condicionar su devenir, y, por último, como madura su relación con el partido que ya lo defenestró una vez y en el cual todavía no acaba de ser aceptado del todo.

España está cambiando, las calles lo anuncian y las mayorías parlamentarias lo confirman, sin embargo, y de manera inteligente, conservamos en la memoria el consejo que nos dio Alba Rico en 2004: Sánchez no hará nada que no le obliguemos a hacer. Conservemos una cautelosa esperanza.