Reseña – ‘No tengo tiempo. Geografías de la precariedad.’ de Jorge Moruno

Por Blai Burgaya

Para quienes no conozcan al autor de este libro, creo que no hay mejor manera de presentarle que parafraseando a Íñigo Errejón –sí, me permitiré esa licencia- cuándo dice que, Jorge Moruno es un militante de mente inquieta y curiosa, intelectual con sangre y guerrero postfordista que ha ido forjando categorías y formas particulares de acercarse a los problemas a partir de dos preocupaciones: la de conectar la vida cotidiana con la reflexión teórica y la de afiliar los instrumentos analíticos para sustituir toda nostalgia del ayer por voluntad de victoria hoy.

Estas dos preocupaciones las vemos de forma muy clara en su segundo libro editado por Akal, “No tengo tiempo. Geografías de la precariedad”. Un libro imprescindible que, huyendo de las formas académicas, nos plantea una contradicción imprescindible de pensar como punto de partida para las transformaciones que se vienen: ¿cómo ganar el tiempo que no tenemos pero que abunda como nunca antes?  O, dicho de otra forma, ¿cómo hacer que la vida y el trabajo empiecen a conciliarse, en vez de integrarse?

Así pues, salta a la vista que el punto de partida es claramente gramsciano. Pues como nos decía el sardo, “el tiempo es lo más importante: es un simple sinónimo de la vida misma”. Algo que Moruno nos aclara aún más en la primera página cuando afirma que, “el tiempo es la cualidad que caracteriza por igual a la política y la economía: sin tiempo no puedes decidir, sin decidir no puedes tener tiempo. Sin tiempo se es nada”. De esta forma, a lo largo de ciento veinte páginas, Moruno nos presenta sus “reflexiones veloces” sobre cómo el tiempo ordena nuestra vida dentro de la sociedad, y a la vez, esta sociedad es ordenada por cómo se vive el tiempo.

Ya en el primer capítulo, el autor evidencia que el triunfo de la ideología neoliberal se explica en la medida en que “su presencia sea su ausencia”. En el momento en que cedimos nuestro espacio público (y privado) a la intromisión constante de la publicidad, cedimos también de manera implícita todo nuestro tiempo como materia susceptible de ser tratada desde la óptica del mercado. Esto es, nuestro tiempo pasa a ser productivo o improductivo. Lo que se ha traducido en vivir la servidumbre como libertad, pues como afirma el autor, “un hacedor o doer se convierte en el modelo que emular si se quiere conseguir el éxito, éxito que –paradójicamente- apela al anhelo por dejar atrás la condición de trabajador, pero trabajando mucho para conseguirlo.”  Y es en este terreno de juego en el que, las fuerzas transformadoras tienen que operar para conseguir una redistribución del tiempo y de los recursos. Pues como decía Marx, toda economía finalmente se reduce a una economía del tiempo.

Cuando vemos que cada vez hay menos gente que trabaja, pero al mismo tiempo, los que trabajan cada vez trabajan más (tiempo), es obvio que algo no va bien. Esto lo vemos cuándo oímos a políticos reclamar que las tiendas abran hasta más tarde para que la gente tenga más tiempo de ir a comprar, y, a la opinión pública (o publicada) mayoritariamente le parece bien. Aquí se manifiestan dos hechos, primero, se acepta que durante su tiempo libre los trabajadores solo sean vistos como consumidores potenciales, es decir, su tiempo libre puesto a disposición del mercado y de ser considerado productivo, ya que el tiempo que dedicamos a actividades que no impliquen ninguna actividad económica es visto como improductivo, lo que significa que, una persona que cuida de su abuelo es improductiva; la misma persona, si trabaja en un geriátrico es considerada productiva. De lo que se desprende que el tiempo libre no es visto como algo útil para aportar valores inmateriales a nuestra sociedad, sino que es visto solamente cómo materia con la que crear riqueza, para maximizar beneficios, siendo útil para el desarrollo de la vida humana solo de forma marginal y secundaria. Y el segundo hecho, es que esta sociedad que tiene que estar continuamente disponible, continuamente en movimiento, continuamente siendo productivo/a, nos lleva a vivir en lo que Jorge Moruno etiqueta como “sociedad dopada”. Creo que esto se ejemplifica perfectamente en el anuncio de Dulcolaxo, un medicamento para el estreñimiento que se presenta como el remedio que te ayuda a “programar” tus deposiciones para que el incordio de ir al baño no interrumpa tu tiempo productivo. Dicho de forma vulgar, no tenemos tiempo ni para cagar.

Así pues, en la primera parte del libro, se hace patente que la extensión de la precariedad como condición existencial y la aparición de condiciones de servidumbre y de formas de explotación viene dado, en parte, por la economía de las plataformas digitales (Deliveroo, Amazon, Uber, Wallapop…) y parapetado ideológicamente con el coaching, el mindfullness o el discurso del emprendedor, que, en palabras de Rodrigo Amirola, “conquistan incluso el propio yo de los sujetos”. Resumiendo, pues, en esta primera parte, vemos cómo el neoliberalismo no es solo un sistema de dominación, sino una forma de vida real, que adapta a los individuos, y los hace más resistentes al sufrimiento, porque como decíamos más arriba, la victoria del neoliberalismo está en que “su presencia sea su ausencia”. Porque en lo que realmente se basa la economía de estas plataformas digitales es en que “se hace de la necesidad virtud, se trata de buscar soluciones a realidades infames, pero nunca se cuestiona lo infame que es la realidad”.

Es hacia la segunda parte que Moruno nos propone como repensar este sistema económico-ideológico-social-temporal que algunos autores han bautizado cómo ‘la economía del absurdo’. Lo hace desde el feminismo, afirmando que es de los pocos movimientos que tiene la capacidad no solamente de poner en el ojo del huracán demandas puntuales, sino que es capaz de “modificar el orden de las razones”. Es decir, que va hasta las causas profundas de los problemas. Esa forma de ahondar en las causas (¿por qué no se valoran una serie de trabajos y sí otros?, ¿por qué hay brecha salarial?) tiene la posibilidad de alterar la forma de relacionarnos. Por otro lado, Jorge Moruno también reflexiona desde el ecologismo, como óptica desde la que criticar la sociedad para cambiarla, no simplemente como un paquete de valores que se incorpora a la sociedad para simplemente mejorarla. Por ejemplo, en el momento en que los supermercados crean sus propias secciones de productos ecológicos o bio, incorporan nuevos valores que simplemente se incorporan (se suman) para mejorar, pero a la vez implícitamente, están asumiendo que todos los demás productos que comercializan son de una calidad ínfima, y el propio consumidor también lo asume y lo acepta. Pero por encima de esto, lo que nos propone en el libro Jorge Moruno, lo hace siempre pensando en cómo transformar la lógica de la primacía de la competencia por la de la primacía de la cooperación. Lo que nos sugiere como puerta de salida es directamente negar esa máxima según la cual solo se es ciudadano si se tiene un empleo. Porque tener un trabajo ya no te garantiza tener una vida digna. Entonces, la conclusión se presenta obvia: hay que elevar el nivel de vida de la sociedad, para que muchos de estos negocios dejen de existir, pues desaparecerán en el momento en que la gente no se vea obligada a tener que consumirlos.

Me da la sensación de que, de alguna forma, su intensa actividad como twittero lleva a Jorge Moruno a construir su discurso a partir de frases cortas, mordaces y fácilmente comprensibles, que crean imágenes mentales muy impactantes en el lector. Me quedo –por cercanía seguramente-, con el párrafo en el que utiliza la Zona Hermética –una antigua zona industrial de la periferia de Sabadell, que a partir de los 90’s empezó a convertirse en un complejo de discotecas- para ejemplificar que los espacios en los que se estructuraba el trabajo se han diluido, y cada vez son más complicados de ubicar y situar.

Finalmente, me gustaría decir que, aunque el tono de crítica inclemente que tiene el libro, pueda llevar a pensar que tiene una connotación pesimista, es todo lo contrario. Pues como afirmaba el propio autor en una reciente entrevista: “siempre se suele calificar de pesimistas a aquellos que criticamos el statu quo, pero en realidad somos profundamente optimistas, porque no nos resignamos a pensar que el mundo tiene que ser de esta manera. Los autollamados optimistas, que nunca ponen en cuestión el porqué de las cosas y solo se preguntan cómo me puedo adaptar a ellas, son conformistas que es algo muy distinto”.

 

REFERENCIAS: