Manifestación tras el resultado de las elecciones andaluzas / ©El País

Por Guillermo López

El resultado  de las elecciones andaluzas ha supuesto una cura de humildad a quienes pensábamos que en España estábamos vacunados contra la extrema derecha. La consecuencia parece estar materializándose en una forma de llanto gozoso en muchos casos. En un señalamiento autocomplaciente del mal.

Creo que le debemos a nuestro país una respuesta más humilde de la que le estamos dando. Leía ayer un tweet que, riéndose a lo de Vox, decía “Esto es lo que habéis votado. Discriminar a homosexuales y transexuales, eliminar la protección a las víctimas de violencia de género y negar protección a refugiados. Habéis votado fascismo y eso sólo os hace una cosa: fascistas”. Cuando se lo pasé a un amigo, este coincidía conmigo en que era un fallo estratégico. Sin embargo, estaba de acuerdo con el fondo, sea: si votas al fascismo, eres fascista. Llamar fascismo a todo lo que no nos gusta puede acabar siendo peligroso y aunque así lo fuera -y esta es la cuestión fundamental-, un voto ni es un acto que vuelva fascista, ni la demostración de que ya se es. Esta respuesta es, claro, tranquilizadora: no dudo que la vuelta a los viejos símbolos y el señalamiento puedan ser muy cómodos. Tengo la certeza de que que no tardarán en aparecer mil artículos en la línea de Bernabé, diciendo que esto es el resultado de una locura posmo y que hemos de volver a lo importante.

En esta línea creo que sería interesante una distinción clave entre lo aposemático y lo radical. Aposematismo es una palabra que viene del griego apos (fuera, contra o aparte) y sema (señal o lenguaje). Se usa en biología para referirse a la cualidad de algunas especies de presentar rasgos llamativos que alejen a sus depredadores. Y esto es lo que tenemos que evitar políticamente. A este término se pueden vincular con cierta claridad las ideas de alteridad e identitarismo. Cuándo desde posiciones del espacio del cambio se dice que hemos de posicionarnos como la alternativa a Vox no estamos sino asumiendo una relación de alteridad, se está diciendo que nuestra labor es frenar al “fascismo” y que, por tanto, somos una reacción. Si nuestro ‘otro’ es el partido de Abascal establecemos una relación de dolor gozoso en que pasamos a constituirnos en relación a ellos, esto es: perdemos, si es que aún nos queda, la capacidad de marcar el discurso y, en última instancia, el horizonte.

Frente a esta derrota hay que hacer todo lo contrario. No hemos de seguir la lógica del aposematismo, sino la de la radicalidad. En los inicios de Podemos ocurría algo bastante curioso. Lo más habitual es que alguien vote al partido del que más cerca se encuentra ideológicamente, esto es: cuando se le pide a alguien que sitúe del uno al diez en el espectro ideológico a los partidos y que luego se sitúe a sí mismo, la tendencia es que vote al partido del que más cerca se ha situado. Sin embargo, durante algún tiempo, esta regla no se cumplió con Podemos. Mucha gente que se autoposicionaba a la derecha votaba a un partido que veía de izquierdas. Así, en determinados momentos de ruptura y destitución, la identidad ideológicamente puede, fácilmente, dejar paso a otros clivajes. Por lo que sabemos hasta ahora, la gran mayoría de votantes de Vox vienen del Partido Popular, por lo que se podría pensar que este caso no es como el de Podemos. Sin embargo, lo que sí es cierto (y ocurre en ambos casos) es que la emergencia o actualización de un dolor no viene determinada en lo concreto por el dolor en sí. Quiero decir: los problemas, las insatisfacciones y los dolores que se materializan en un voto a Vox podrían canalizarse, emerger, por otra vía. La cuestión es, pues, la capacidad de disputar imágenes más ambiciosas. La política es la disputa por la imagen, por el sentido, por construir referencias emocionales más bellas que sean capaz de integrar mejor. Ser radical es ser capaz de proyectar un imaginario que llegue más lejos en la tarea de incorporar, de solucionar orgánicamente los dolores de nuestro pueblo.

Cuándo ha tenido éxito cualquier movimiento de corte populista no ha sido ni en la moderación ni en la alteridad, sino en la radicalidad. Vox bebe de varias fuentes, relacionadas, en general, con el derrumbe de los arquetipos masculinos: el feminismo, los cambios en los modelos de convivencia, el auge del independentismo, la debilidad de la idea de España o a la crisis económica, sea, todo lo que toca las referencias para la construcción de la subjetividad personal, se diluye ante en el panorama de crisis institucional y económica. El desmantelamiento general de las viejas certezas y referencias genera reprimidos que Vox ha sido capaz de imbricar, articulando por una forma de lógica masculina en el sentido lacaniano (o sea, en el reconocimiento de la falta de la totalidad del Ego) un nuevo ideal del Yo -en sentido freudiano- o, para los más laclausianos, un horizonte de certezas.

Lo central es que estos mismos dolores no tienen una emergencia determinada. Pueden y deben ser mediados de otra manera. La patria y la certidumbre son elementos populares y arrojarlos a los pies extrema derecha -o, peor aun, entregárselos pensando que así les hacemos daño- es un error muy grave. Es nuestra labor histórica articularlos en un sentido transformador y popular, pero no para frenar a Vox, eso es lo de menos. La lucha no es por frenar a nadie, es por la universalidad, por construir un pueblo. Y eso solo se puede hacer desde la radicalidad real, sin renuncias ni señalamientos, dejando de lado la ortodoxia. Una vez lo hicimos, y casi lo conseguimos: tenemos que volver.