Por David Sánchez (@sanchezp_david)

Entre el 28 de abril y el 26 de mayo se van a celebrar en España elecciones municipales, autonómicas, generales y europeas. Cada una de estas circunscripciones electorales (la ciudad, la región, el país y ese Objeto Político No Identificado -palabras de Jacques Delors- que es la Unión Europea) se corresponde con una comunidad política. La existencia política solamente tiene sentido dentro de un espacio, de una comunidad y lo más habitual en el siglo XXI son las identidades políticas múltiples, es decir, que cada individuo se considere miembro de varias comunidades políticas de forma simultánea.

No tiene mucho sentido -desde un punto de vista político-  asumir que el peso de cada una de esas identidades tenga que ser exactamente el mismo. Nos guste más o nos guste menos, desde hace ya varios siglos la escala política dominante es la escala nacional. La política se hace, fundamentalmente, en el Estado-nación y la identidad nacional prevalece generalmente sobre el resto de identidades.

En cualquier caso, una lectura política constructivista debe asumir la reversibilidad de esta situación: la centralidad del Estado-nación es el resultado de procesos históricos contingentes y no un hecho necesario derivado de la evolución natural de las sociedades humanas. La revolución municipalista que se originó en España en 2015, por ejemplo, demuestra que lo municipal puede avanzar mucho y adquirir grandes cuotas de protagonismo y relevancia política en muy poco tiempo.

Nuestra ciudad es una comunidad política, nuestra región es una comunidad política y nuestro país es una comunidad política. En principio, poca gente estaría dispuesta a poner esto en duda. Ahora bien, ¿es la Unión Europea una comunidad política? En caso afirmativo, ¿es la Unión Europea nuestra comunidad política?

Quo vadis, Europa?” es un libro colectivo, editado por Miquel Seguró y Daniel Innerarity, en el que diferentes intelectuales progresistas (desde Vattimo hasta Chomsky pasando por Žižek o el propio Innerarity) reflexionan sobre la crisis del proyecto europeo. En el prólogo, el editor Raimund Herder se pregunta si Europa es un continente, una idea, una cultura, la “historia común de muchos seres humanos” o un gran Leviatán. Probablemente la suma de todos estos elementos configure algo parecido a una comunidad política.

En España, ya desde la Transición, Europa comenzó a ser percibida como sinónimo de democracia, prosperidad económica y libertades y, desde entonces, el nivel de adhesión ciudadana al proyecto comunitario se ha mantenido en niveles altos, a pesar de que solamente un 42% del censo participó en el referéndum sobre la Constitución europea en el año 2004. La crisis económica de 2008 también hizo mella en el europeísmo de muchos ciudadanos pero, como afirman Hugo Martínez Abarca y Luis Alegre, “la unidad europea como horizonte político tiene muy sólidas raíces populares” en la España del siglo XXI.

Que la Unión Europea sea o deje de ser una comunidad política no es una cuestión menor. Algunos analistas apelan a un razonamiento instrumental que sostiene que, dada la actual configuración neoliberal de la Unión Europea, la estrategia más inteligente para los movimientos progresistas es apostar por salirse de ella y refugiarse en la soberanía del Estado-nación. Algo muy parecido a esto es lo que plantea Jean-Luc Mélenchon, líder de la Francia Insumisa. Sin embargo, lo que no tienen en cuenta quienes utilizan este argumento es que para muchos ciudadanos la pertenencia a la Unión Europea no se explica solamente en términos de una estrategia de optimización económica sino que es también (y fundamentalmente) una cuestión de pertenencia política. Cuando la comunidad política de la que uno se siente partícipe no funciona bien, uno pelea por transformarla, no la abandona. Por eso la cuestión de la (in)existencia de un demos europeo es tan relevante en los debates sobre el futuro de la Unión. Es cierto que no es posible separar completamente la cuestión de la pertenencia a la Unión Europea (es decir, la pertenencia a un proyecto político común) de la cuestión de su funcionamiento actual, pero tampoco es posible dejar de lado la primera cuestión y preocuparse exclusivamente por la segunda.

Las comunidades políticas no se construyen nunca sobre el vacío y necesitan un sustrato histórico y cultural sobre el que florecer. La identidad europea está formada por muchos mimbres de este tipo. El más evidente, quizás, es la construcción de la paz después de una larga historia de enfrentamientos bélicos que tuvo su último episodio en la Segunda Guerra Mundial, pero también hay otros como la Ilustración, los derechos humanos, la democracia o el Estado del Bienestar. Herder recuerda precisamente en el prólogo de Quo vadis, Europa? que, a pesar de que apenas suma el 8 por ciento de la población mundial, Europa distribuye el 50 por ciento de todas las ayudas sociales del planeta.

Ahora bien, el neoliberalismo austeritario de la UE está poniendo en peligro la supervivencia misma del proyecto. La brecha entre los países del norte y los países del sur cada vez se agranda más y Alemania y los países nórdicos siguen siendo reacios a implementar una unión fiscal que corrija los desequilibrios generados por la unión monetaria, algo que muchos expertos (de diferentes sensibilidades ideológicas) ven como un paso imprescindible que la UE tiene que dar si quiere sobrevivir. El desenlace de la crisis griega demostró que en la actual Unión Europea el poder de las finanzas es mucho mayor que el poder democrático de la ciudadanía. La amenaza más grave a la soberanía democrática de los pueblos europeos es actualmente la de los poderes financieros transnacionales.

La situación de crisis que vive la Unión Europea tendrá previsiblemente como  consecuencia un cierto retorno del agonismo. La hegemonía que conservadores y socialdemócratas habían mantenido en las instituciones comunitarias durante las últimas décadas había configurado un modelo de democracia consensualista de tipo suizo. El 26 de mayo se prevé un crecimiento electoral significativo de liberales, populistas de derecha y fuerzas progresistas no socialdemócratas que puede suponer el fin del bipartidismo también en Europa.

Los movimientos progresistas afrontan los próximos comicios europeos sumidos en una división estratégica. Están, por un lado, quienes tienen como objetivo prioritario alcanzar el poder en diferentes países de la Unión y, posteriormente, establecer una alianza intergubernamental para reformar la UE. En palabras de Pablo Bustinduy: “Hace falta ganar elecciones nacionales y así acumular poder material”. Por otro lado, están quienes confían más en una acción transnacional paneuropea y apuestan por transitar desde una Europa intergubernamental hacia una Europa federal, como el DiEM25 de Yanis Varoufakis. En palabras de uno de sus representantes, se trata de pasar de una Europa de “nosotros los Gobiernos” a una Europa de “nosotros los pueblos europeos”.

En vez de seguir la práctica habitual de encontrar dicotomías hasta debajo de las piedras, quizás lo más sensato sea sumar fuerzas y apostar simultáneamente por ambas estrategias: transformar los países europeos y transformar la Unión Europea. Ahí, sujetos políticos como Barcelona en Comú están llamados a ejercer una función imprescindible de puente entre estas dos estrategias. Al fin y al cabo, el diagnóstico político es el mismo: construir, en palabras de Varoufakis, una alternativa a escala europea frente a las élites globalistas y frente a la ultraderecha racista o, en palabras de Bustinduy, una alternativa frente al establishment de la austeridad y frente a las fuerzas xenófobas y autoritarias. En definitiva, una Europa que vaya más allá de Macron y más allá de Salvini. Este es el marco, ahora también en España, de las próximas elecciones europeas del 26 de mayo.