Por Genís Plana
La segunda virginidad que se pierde, la definitiva, parece no ser otra que la ingenuidad. Después de que Amarna Miller pasara por distintos talk shows contando la ausencia de incoherencia entre su convicción feminista y su dedicación a la industria pornográfica, recientemente fueron publicados un par de artículos, en elmundo.es y en elespanol.com, ampliamente viralizados en las redes sociales, en los que se recogen diversos testimonios de prostitutas que reivindican su oficio como resultado de una decisión plenamente libre. Tomemos como muestra las declaraciones de Amanda Carvajal, quien emplea el refinado nombre de escort para referirse a su actividad de acompañante sexual: “Yo decido cuánto cobro, la duración de las citas y qué se hace y no en ellas. El cliente acepta y, si no le gustan las condiciones, simplemente el encuentro no se produce. Eso para mí es igualdad de género, pues es un acuerdo en el que tanto él como yo salimos ganando”. Ocurre que al enfatizar las elecciones como propias y eximirlas de cualquier condicionante contextual, pareciera que nos situáramos ante las palabras de algún apologeta liberal que tomando un caso particular acaba por proclamar las evidencias empíricas del supuesto triunfo de un mercado completamente libre y autorregulado.
Al término de la lectura, ya no cabía duda de quién pronunciaba el murmullo que de fondo escuchaba: resultaba ser Slavoj Zizek diciendo que “la percepción de que vivimos en una sociedad de elecciones libres (…) es la forma de aparición de su exacto contrario, de la AUSENCIA de verdaderas opciones”[1]. Siguiendo el camino asendereado por el filósofo esloveno, diríamos que el contenido de estos artículos nos conduce de lleno al vaporoso mundo de la ideología dominante, donde, así como el gato de Cheshire, la densidad de la figura se esconde detrás de una amplia sonrisa. Una sonrisa ilusoria que pregona la libertad formal ínsita en la autonomía laboral al tiempo que oculta los riesgos y las responsabilidades que asume el trabajador autónomo carente de normativa laboral. Porque si damos por cierto que el imaginario que proyecta el neoliberalismo se fundamenta en un individualismo metodológico a partir del cual el pleno desarrollo personal solamente puede lograrse rompiendo el amarre que suponen los marcos de regulación social, ya no hará falta más que atender a algunas de las declaraciones recogidas en los artículos mencionados para reparar hasta qué punto responden a percepciones y opiniones personales sumamente funcionales a la ideología dominante.
Para empezar a darle leña al mono será conveniente apuntar que, si bien es cierto que las mujeres entrevistadas sitúan en la base de su decisión por dedicarse a la prostitución la precariedad y la ausencia de expectativas a la que se expone la fuerza laboral en estos tiempos de contrarrevolución neoliberal[2], no deja de ser menos cierto que no se considera más que una escapatoria individual que resulta ser concomitante al modelo de “emprendedor” preconizado por la retórica neoliberal. Se trata de “un empresario de sí mismo” por decirlo a la manera de Foucault, quien, ya sea instalando placas fotovoltaicas o ejerciendo la prostitución, asume como propia la inseguridad relativa a su régimen laboral por más que a ésta se la presente positivamente llamándola flexibilidad. Natalia Ferrari ofrece un botón de muestra al asegurar que “una de las ventajas de ser prostituta es que puedes dejarlo y volver cuando quieras”[3]. Pero aunque esta afirmación no necesariamente denote falsedad, su relevancia está en su involuntaria disposición por trazar líneas de fuga que, distanciándonos de la defensa colectiva de los derechos sociales, acaban por llevarnos a un resbaladizo lugar en que cualquier cooperación es reemplazada por competitividad. Veamos.
Cualquiera que conozca las condiciones de trabajo a las que se expone parte considerable de la población ocupada en nuestro país comprenderá que Valérie May, trabajadora sexual, diga aquello de “no quiero seguir formando parte de este sistema laboral”. Sin embargo, aquello que no resulta fácil de comprender es que de ello se desprenda la exaltación de formas de autoempleo desprovistas de protección social. Por el contrario, pareciera que una postura verdaderamente consecuente con respecto al rechazo del actual mercado laboral reclame a su vez un rechazo de aquellos trabajos que, al margen de la remuneración que puedan proporcionar, se encuentran atravesados por mayor inestabilidad e inseguridad. Dicho lo cual debo apresurarme a subrayar que no es el propósito de estas líneas cuestionar el trabajo sexual[4], sino tan sólo señalar la complicidad de ciertos relatos novedosos, por más transgresores que aparenten, con la racionalidad neoliberal. Sólo así se comprende que los empleos presentados en los dos artículos mencionados se encuentren en sintonía con el empeño por reducir la cobertura de prestaciones sociales como el desempleo, los subsidios asistenciales y las pensiones de jubilación.
Ante el progresivo deterioro de las condiciones de los trabajadores asalariados, la ideología dominante niega la dimensión social del problema, obstruyendo la posibilidad de enlazar un malestar compartido que provea de una respuesta colectiva, a la par que orienta cualquier tipo solución hacia un devenir-emprendedor en constante competitividad. Si el primer movimiento supone aniquilar el modelo laboral surgido de la sociedad del bienestar por medio de la escasez y la precariedad, la acción que culmina la operación pasa por canalizar el desasosiego social hacia presuntos proyectos de éxito personal en los que, sin ningún tipo de protección legal, cada persona se convierte en un producto susceptible de lanzarse al mercado laboral. A fin de cuentas la clave del éxito está en venderse más que los demás, por lo que, dado las implicaciones poco menos que vitales que ese panorama posee, no podemos más que reconocer que el horizonte que se nos muestra es aquél en que cualquier parcela de la vida acaba por subsumirse a una relación empresarial. Así que no resulta complicado advertir la lógica subyacente a la simbiótica figura del proletario-propietario, según la cual debiéramos sentirnos tanto más empoderados cuanto que mayor es nuestra capacidad para autoemplearnos, o dicho sin cortapisas, para explotarnos de manera voluntaria y sonriente[5]. Tanto es así que el trabajo deviene el principal modulador del autodesarrollo humano: para Natalia Ferrari, por ejemplo, el suyo es “un trabajo muy empoderador” que le permite “pagar el alquiler”.
Pero si lo que se quiere es descubrir el sustrato ideológico del discurso, será apropiado remover sobre la fina capa de goce con que éste último es pronunciado: al hacerlo podemos airear las pestilencias que sotierra. Sugieren estas palabras que la ideología suele hallarse donde la obligación se disfraza de libertad y la desazón se camufla de conformidad. O para expresarlo en términos lacanianos, se trata de encontrar la procedencia de ese se por el cual los desgraciados se satisfacen. Sin especular más sobre esta conceptualización, su concreción se expresa a partir de la intuición que nos lleva a desconfiar de aquellos trabajadores que le componen un ditirambo a su realidad laboral: “como apunte diré que la primera vez sentí que tendría que haber empezado a trabajar como prostituta mucho antes” (Natalia Ferrari); “no conozco un trato más justo e igualitario que el que hay entre una prostituta y un cliente” (Andrea Carvajal); “es un trabajo que disfruto mucho y que me da muchas satisfacciones. Hoy en día no podría imaginarme trabajando de otra cosa” (María Riot). No me parece frivolizar si propongo un pequeño juego de abstracción por el que imaginar que aseveraciones como las aludidas corresponden a trabajadores de cualquier otro ámbito gremial; pues no creo que se le diesen demasiada credibilidad sino a condición de que formasen parte de un discurso imbuido de publicidad. Porque habiendo perdido nuestra segunda virginidad, no seremos tan ingenuos como para no desconfiar de aquellas narrativas contemporáneas que, siendo tan usadas por el coaching empresarial, ofrecen bienestar emocional, motivación constante y superación personal en lugar de derechos en materia laboral.
A estas alturas no cabe duda que se equivoca quien considera que la ideología de un discurso se sitúa al nivel epidérmico de las palabras que éste afirma; por el contrario, la ideología no aparece más que como un sustrato subcutáneo no necesariamente impregnado de sesgos cognitivos, opiniones preconcebidas o sentencias morales: no son pocas las ocasiones en que, a fin de legitimarse, la ideología se envuelve de posturas biempensantes[6] como pueden ser las relativas a la “lucha por la igualdad entre el sexo masculino y femenino y un justo reparto de roles” (N. Ferrari). Una vez más que sirva el testimonio de María Riot como ejemplo: “Sí, me considero una puta feminista. Veo a una parte del feminismo como una herramienta muy poderosa de empoderamiento. Nosotras nos creamos nuestro propio feminismo, el de las prostitutas, el más básico y necesario: el de poder hacer de nuestro cuerpo lo que queremos y luchar porque ninguna mujer le diga a otra lo que tiene que hacer con su cuerpo o sus genitales”. Aparte del ya mencionado aspecto del “empoderamiento”, aquello otro que resulta crucial de las palabras citadas se encuentra mixtificado por la afirmación “hacer de nuestro cuerpo lo que queramos”: prostituta no es quien hace de su sexo lo que quiere, sino quien temporalmente lo vende; mientras que no puede considerarse feminista quien si quiera intuye que las relaciones de poder que atraviesan los géneros se sirven de la representación estereotipada de los cuerpos. Por lo que, si aceptamos que la significación ideológica de un enunciado solamente la obtenemos tensionando la vinculación del significante con el significado, no queda otra que admitir que detrás del supuesto feminismo por el cual cada mujer hace de su cuerpo lo que quiere aquello que se haya es la ideología neoliberal en su aspiración por mercantilizar el cuerpo humano.
Así como la evanescencia de Cheshire está marcada por su sonrisa reluciente, la ideología se muestra con su mayor vehemencia cuando se presenta aparentando su ausencia. De ahí que la misma María Riot afirme que “nosotras no vendemos nuestro cuerpo (…) porque es nuestro y no se puede vender”. De ser llamativa esta afirmación no es porque conciba al cuerpo como un activo inalienable que debe gestionarse debidamente, sino porque al hacerlo lo degrada involuntariamente al estatus de objeto en propiedad: al ser propietario de sí mismo el individuo lo es de sus capacidades, las cuales deberá alienar –y ahí se encuentra lo paradójico del asunto– si como resultado de las mismas aspira a unos medios de subsistencia que no posee de antemano. No en vano ese proceso en última instancia contribuye a explicar las obligaciones contractuales por las cuales el cuerpo acaba circulando por un régimen de cesión de propiedad[7]. Ante lo cual, una apuesta decidida por sustraer el cuerpo de la mercantilización a la que lo expone el dominio laboral no parece que pase por reivindicar su propiedad, cual armazón mecánico dentro del que instalarse y al que emplear a partir de un cálculo de utilidad, sino más bien en impedir que a la vida misma se le atribuya un valor de mercado a partir de su función instrumental[8].
Para ir concluyendo será cuestión de resaltar que las declaraciones recogidas de los artículos referenciados no tienen otro propósito que ser usadas como palanca con la que levantar la losa que sepulta aquello que, no tanto como una certeza concluyente pero sí como una suposición plausible, expresa la ideología dominante. Se descubre entonces un pensamiento neoliberal que, en aras del ensanchamiento del campo de las libertades individuales, así como de un pretendido sentido de amplitud moral, articula un discurso de apariencia progresista que no viene más que a rubricar la plena inserción del cuerpo humano en operaciones de compraventa de servicios laborales. Ahora bien, si algo puede decirse es que difícilmente puede haber un planteamiento verdaderamente nómada sin que sea incómodo para el poder.
[1] En Repetir Lenin, Ed. Akal, p.15 (las mayúsculas corresponden al texto original).
[2] María Riot reconoce: “Desearía haberme dado cuenta antes de que podía ser trabajadora sexual, en vez de pasar años como cajera de supermercado o en locales de ropa, teniendo que soportar jefes, cumpliendo horarios y haciendo tareas insalubres como estar parada sin descanso durante ocho horas seguidas”. Por su parte, Natalia Ferrari afirma: “Mi trabajo en un museo no aportaba nada a mi desarrollo personal, por lo que decidí dejarlo y buscar alternativas. Y me di cuenta de que el sistema laboral sólo me ofrecía más de lo mismo”. Shirley lo expresa del siguiente modo: “lo que ha pasado con la crisis es que muchas mujeres, al perder su trabajo y no tener problemas con tener sexo con desconocidos se han lanzado a esto”.
[3] Acto y seguido asevera: “Y siempre tendrás trabajo”. No sé yo si pasados los años y caídos los pechos su volumen de trabajo sea el mismo o, cuanto menos, de igual modo cotizado.
[4] Ni siquiera el plantear su equivalencia con los demás empleos; siendo que ciertamente todos requieren la mediación del cuerpo humano, inclusive en aquellos denominados como cognitivos o desmaterializados.
[5] Del mismo modo que la responsabilidad del éxito o del fracaso es únicamente individual en la medida que responde a un determinado grado de sacrificio y creatividad, ni que decir tiene que los réditos laborales son consustanciales al poder que tiene el emprendedor por emplearse a sí mismo.
[6] Me parece oportuno citar nuevamente a Zizek cuando sostiene que “las hegemonías se presentan a menudo como posiciones minoritarias, como defensas contra lo que se percibe como posiciones hegemónicas” (Viviendo en el final de los tiempos. Ed. Akal, p. 62).
[7] Que se produce en base a un contrato de servicios (locatio conductio operarum) por el cual se establece una relación asimétrica entre individuos: la venda de la fuerza de trabajo comporta, aunque temporalmente, alienar los derechos de sí mismo (alieni iuris). Así se entiende que ya para Aristóteles el trabajador fuese un esclavo a tiempo parcial. Por lo que, a la postre, la afirmación de Natalia Ferrari (“nosotras no vendemos nuestro cuerpo, sólo ofrecemos un servicio sexual”) acaba resultando un oxímoron aún cuando ese servicio ofrecido no fuese sexual.
[8] A una concepción dualista (basada en la escisión de la entidad humana entre, por un lado, una esencia espiritual que constituye el sujeto en cuanto tal y, por otro, un cuerpo físico al que se posee en propiedad) no parece descabellado oponerle un planteamiento materialista según el cual el cuerpo supone el conjunto de actividades orgánicas constitutivas de la posibilidad de la propia persona. Sostener que la entidad fundacional del sujeto no se encuentra en un principio descorporeizado, sino más bien en la materialidad biológica de su ser, sugiere recordar al escritor Paul Valéry cuando afirma que “lo más profundo que hay en el hombre es la piel”.