Día y Noche, M.C. Escher

Por Patricia Castro (@_espatricia)

La libertad ha sido siempre el tema en nuestras sociedades occidentales, desde los clásicos griegos hasta nuestros tiempos. Sabemos que la libertad es una de las condiciones necesarias para garantizar la dignidad humana. El significado de la libertad y de los derechos —y obligaciones— que la acompañan no ha sido fácil de dilucidar, y ahí suele surgir la discordia. Para Tomás de Aquino:

La raíz entera de la libertad hay que ponerla en la razón. Y según que algo se comporte respecto a la razón, así se comporta respecto a la libertad [1].

El uso de la razón y de la voluntad es uno de los principales aspectos en el camino a la libertad. Pero para poder ejercer esa autonomía de la razón y de nuestra voluntad, necesitamos poder acceder a una serie de derechos que nos garanticen educación, cultura y bienestar económico, para decidir responsablemente en base a ciertos conocimientos. Hoy todos somos ciudadanos de iure (al menos en el mundo Occidental), pero los limites del Estado, su progresivo distanciamiento de las políticas sociales y las continuas concesiones al fundamentalismo de mercado han hecho que, de facto, la ciudadanía se haya visto depauperada y muchos de los elementos necesarios para nuestra autonomía física e intelectual estén en entredicho.

La libertad, entonces, pasaría a ser un derecho interdependiente, relacional; por mucho que nosotros queramos ser autónomos siempre necesitamos que los demás nos reconozcan tal autonomía

Thomas H. Marshall en Ciudadanía y clase social [2] nos muestra las diferentes caras de la ciudadanía y cómo esta se ha desarrollado a lo largo de la historia. Primero fueron los derechos civiles en el siglo XVIII, más tarde los derechos políticos en el siglo XIX, y el siglo XX estuvo reservado para la extensión de la ciudadanía a amplias capas de la población con la aparición de los derechos sociales. Para Marshall, los derechos sociales serán algo novedoso, ya que no se otorgan por la pertenencia a una clase social concreta, sino por el hecho de ser ciudadano; podemos hablar de ciudadanía plena cuando esta tríada se cumple. Siguiendo con lo anterior, en la actualidad se cuestiona el último tramo de derechos de ciudadanía, con los grandes recortes y ajustes neoliberales del Estado, reduciendo los derechos sociales. Eso es un jaque a la democracia porque esta se apoya en una sociedad de ciudadanos y cuestiona, como decíamos, la libertad de muchos de ellos.

En muchas ocasiones el pensamiento liberal ha basado su concepto de libertad en una sola de sus caras, una libertad despojada de contexto; en términos de Isaiah Berlin [3] podríamos decir que se trataría de un énfasis en la libertad negativa, individual. De esta forma se cometería una falacia intencionada, al hablar de una parte como si fuera el todo, al hablar de la libertad negativa, como toda la libertad existente. Esto sería contrario a los planteamientos de la libertad positiva y colectiva que la tradición socialista ha defendido. Sartre uniría de esta manera la libertad negativa con la positiva, en El existencialismo es un humanismo:

Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que ella depende enteramente de la libertad de los demás. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra [4].

La libertad, entonces, pasaría a ser un derecho interdependiente, relacional; por mucho que nosotros queramos ser autónomos siempre necesitamos que los demás nos reconozcan tal autonomía, para que defiendan ese espacio en común y se amplíe donde podamos decidir voluntariamente. Esta sociedad de ciudadanos libres, al menos de iure, no siempre ha sido así. Robert Castel en Las metamorfosis de la cuestión social analiza el paso histórico de la comunidad tradicional medieval a la invención de lo social, de la sociedad como conjunto de individuos y el papel de la asistencialidad y su relación con el Estado.

Se trata en primer lugar de sociedades de permanencia, en cuyo seno el individuo, insertado desde su nacimiento en una red estrecha de coacciones, reproduce en lo esencial los mandatos de la tradición y la costumbre. En estas formaciones no hay ‘lo social’, ‘lo económico’ ‘lo político’ o ‘lo científico’ como dominios identificables de práctica. Los individuos obedecen reglas atávicas que les son impuestas de un modo sintético y directamente normativo [5].

Como indica Castel, con el paso de las comunidades tradicionales feudales a las sociedades modernas, surgieron esferas independientes de las comunidades y estas comenzaron a disgregarse. Solo así podía nacer el individuo moderno y el ciudadano que rinde cuentas ante la sociedad y el Estado, liberado del yugo de la tradición y la comunidad que mantiene estrechas relaciones, vínculos primarios. El autor también expone que la preeminencia de esos vínculos secundarios es lo que llevaría a la transformación del asistencialismo como ayuda a los más pobres, desde los vínculos comunitarios, a la perspectiva moderna de “lo social”, y también a redefinir el concepto de pobreza, ya que, con el paso del feudalismo al capitalismo, nuevas formas de dominación y vínculos económicos darían forma a las relaciones humanas. Hoy en día podemos ver como las políticas llevadas acabo desde los años 80 han puesto en cuestión el Estado social que trata de aliviar las tensiones propias que crea el mercado capitalista.

No hay libertad sin sociedad, pero tampoco puede haber libertad sin coerción social ni leyes que restrinjan y permitan la libertad de los otros.

Dentro de las políticas de “lo social” podríamos situar el sistema de Speenhamland, un sistema de subsidios y rentas creado en 1795 en el condado de Berkshire (Inglaterra) por los notables de la región para hacer frente a la hambruna y las malas condiciones de vida de los campesinos del lugar. Pero este sistema de subsidios (antecesor directo de los sistemas de rentas mínimas y de la actual Renta básica universal) tuvo un efecto perverso, ya que, si bien trataba de paliar el malestar social y dotar de más autonomía a los hombres y mujeres de la época, consiguió todo lo contrario. En La gran transformación, Karl Polanyi explica por qué se pone fin a dichas rentas:

En el momento de su abolición, masas enormes de trabajadores parecían más bien espectros que pueblan las noches de pesadillas que seres humanos. Pero, si los obreros estaban físicamente deshumanizados, las clases poseedoras estaban moralmente degradadas. La unidad tradicional de una sociedad cristiana dejaba paso, en el caso de los ricos, al rechazo a reconocer su responsabilidad en la situación en la que se encontraban sus semejantes. Las «Dos Naciones» comenzaban a configurarse. Para asombro de los espíritus reflexivos, una riqueza inaudita iba acompañada inseparablemente de una pobreza también insólita [6].

El lento paso del feudalismo al sistema capitalista trajo la desposesión y la dislocación de masas de campesinos y de artesanos que hasta ese momento habían podido ganarse la vida respetablemente, desde la aparición del sistema capitalista y su imposición de forma vertical, todos los modos de vida tradicionales son disueltos y es impuesta la aceptación de una nueva forma de trabajo, donde los trabajadores son desposeídos del producto de su trabajo. Es en este momento cuando Polanyi culpabiliza al capitalismo, y todas las promesas del progreso de los grandes terratenientes, más tarde de los burgueses, fueron a costa de la disgregación social con unos efectos más negativos que positivos. Por eso Polanyi destaca que el sistema de Speenhamland que trataba de resarcir este daño fue insuficiente y mal ejecutado, porque su principio era simplemente aliviar el malestar social y no dotar de la dignidad perdida a los trabajadores y de la libertad a ella asociada.

Polanyi señala que este sistema apuntaló todavía más la marginación y exclusión social de los trabajadores durante esta época de cambios. Fue necesaria su abolición para poder recuperar de nuevo —aunque no sin dolor, porque muchos trabajadores perdieron parte de su exiguo sustento— el respeto por la propia vida y tomar de nuevo responsabilidad e interés por el trabajo realizado, que lo que en última instancia ha dotado siempre a todas las poblaciones del mundo de su identidad y sentido más directo. Solo así podrían recuperar su autonomía, ejerciendo la razón individualmente y por consiguiente aspirando a una libertad de la que se habían visto privados. El paso a la sociedad fue determinante para conquistar la libertad y la ciudadanía tal y como la conocemos en la actualidad; esa es una de las líneas que recorre todo el ensayo de Polanyi, no hay libertad sin sociedad, pero tampoco puede haber libertad sin coerción social ni leyes que restrinjan y permitan la libertad de los otros.

No existe libertad sin derechos sociales y no pueden existir los derechos (de todo tipo) sin libertad y autonomía de los ciudadanos, y estos deben cumplirse de iure y de facto para que la sociedad democrática pueda funcionar

Nancy Fraser apunta una posible salida al problema de Speenhamland, donde los campesinos tenían reconocido su malestar económico y social, accedieron a un sistema de rentas, pero al mismo tiempo causó su desgracia.

La redistribución afirmativa puede estigmatizar a los marginados, sumando el insulto del reconocimiento inadecuado a la ofensa de la privación. La redistribución transformadora, por el contrario, puede promover la solidaridad, contribuyendo a combatir algunas formas de reconocimiento inadecuado [7].

Fraser concluye que una de las posibles acciones para garantizar la libertad y al mismo tiempo la igualdad de los sujetos, es una política de redistribución transformadora del socialismo y al mismo tiempo se compatibilice con una política de reconocimiento transformador de la deconstrucción; de esta forma se conseguiría respetar la diferencia y transformar las condiciones sociales que crean dichas diferencias y desigualdades.

Quizá la solución a esta extraña y necesaria ecuación podría ser la propuesta por Étienne Balibar [8], con su concepto egaliberté; Balibar dice que la tradición liberal ha fetichizado la libertad, pero vaciándola de contenido, creando un sujeto hueco, mientras que el movimiento socialista, históricamente, se ha vinculado más a la igualdad. Por tanto, concluye el autor, la libertad vista por los liberales solo es libertad de los propietarios (aquí podríamos decir que sigue la tradición de la concepción patricia de la democracia), y para los socialistas la libertad es algo que se ha incluso menospreciado en pos de la igualdad entre ciudadanos. Balibar afirma que tanto la libertad como la igualdad son conceptos vinculantes y deben ir unidos para que tengan un verdadero sentido, ya que no hay igualdad sin libertad, ni libertad sin igualdad. Podríamos concluir que no existe libertad sin derechos sociales y no pueden existir los derechos (de todo tipo) sin libertad y autonomía de los ciudadanos, y estos deben cumplirse de iure y de facto para que la sociedad democrática pueda funcionar. Ahora que vemos cuestionados nuestros derechos sociales debemos llamar la atención al hecho que, sin ellos, llamar democracia a nuestras sociedades es un acto ilusorio.

 

Notas y referencias

[1] Aquino, Tomás de (2016) Cuestiones disputadas sobre la verdad (De Veritate), España: EUNSA. Ediciones Universidad de Navarra.

[2] Marshall, Thomas H. (2007) Ciudadanía y clase social, España: Alianza.

[3] Berlin, Isaiah (2001) Dos conceptos de libertad y otros escritos, España: Alianza Editorial.

[4] Sartre, Jean-Paul (1999) El existencialismo es un humanismo, España: Edhasa.

[5] Castel, Robert (1997) Las metamorfosis de la cuestión social, España: Paidós.

[6] Polanyi, Karl (1989) La gran transformación, Madrid: Ediciones Endymion.

[7] Fraser, Nancy (1995) ¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era «postsocialista», New Left Review, Nº. 0, págs. 126-155.

[8] Balibar, Étienne (2017) La igualibertad, Barcelona: Editorial Herder.