Por Jordi S. Carbonell

Uno de los debates que más estruendo han producido en los últimos tiempos en el seno de la izquierda es aquel sobre si esta es moralmente superior. Un día, en una videoentrevista para Mirall País Valencià el Nega (vocalista de Los Chikos del Maíz y escritor) afirmaba que por supuesto, la izquierda DEBÍA sentirse superior porque ERA, de facto, superior. En cambio, son muchos los intelectuales y referentes que se han posicionado en contra de estas tesis. Uno de los casos más sonados fue el de Íñigo Errejón, quien escribiera el prólogo al libro de Ignacio Sánchez-Cuenca, La superioridad moral de la izquierda.

Lo cierto, pese a que no hay nadie que tenga una verdad unívoca y absoluta (y quien esté libre de pecado que lance la primera piedra) es que todos, sea cual sea la trinchera en la que combatimos políticamente, nos hemos creído superiores moralmente. Desde que teníamos trece años, nos hemos sentido superiores por escuchar a Ska-P, nos hemos sentido superiores por preferir la República como forma de Gobierno, por pertenecer a la verdadera y más pura izquierda o, precisamente, por todo lo contrario. Yo, como no podía ser de otra manera, también hago acto de contrición: también he callado cuando personas que, al igual que yo, luchaban por un mundo más justo e igualitario, estaban en apuros. Como hizo Errejón cuando le preguntaron por los presos catalanes. Como han hecho muchos sectores de izquierdas con lo que pasaba en el País Vasco. Como hizo el propio Iglesias menospreciando al Bloc (miembro de Compromís) diciendo que “era de derechas”.

El otro día, en La Vida Moderna, el cómico y actor Ignatius Farray (demasiado chabacano para aquellos que se sienten moralmente superiores y demasiado complejo para aquellos que no tienen proyectos políticos con un horizonte claro) hizo un monólogo sobre la izquierda que me ayudó a ver claras muchas cosas. Como él mismo dice, “la comedia es lo más similar al amor”. Y, como también muy acertadamente dijo Juan Carlos Monedero en un período en que, para mí, estaba verdaderamente lúcido, “somos una fábrica de amor”. En fin, volvamos al monólogo. Resumiendo, se trataba de una curiosa comparación entre el votante de izquierdas y el de derechas.

Para Ignatius (tantas veces menospreciado por ciertos sectores de la intelectualidad de la sinistra española), la derecha es como la orquesta que toca de gira en las fiestas de los pueblos: un grupo que actúa (en este caso, votando) por supervivencia y ansia de conservar el statu quo existente. Por ello, siempre que tiene una actuación, toca los mismos temas y su acción no trasciende más allá del mero divertimento. En cambio, dice, “la izquierda es como Led Zeppelin”. Como muy bien establece, esta se reúne cada 20 años para demostrar cuánto poder tiene, para demostrar que es mayoritaria, capaz de arrasar en los escenarios más difíciles y de grabar sus gestas con la mayor calidad posible para conservarlas durante muchos años en la memoria y contárselas a las generaciones venideras. Por ello, la izquierda prefiere quedarse en casa si sabe que con sus papeletas no le regalan un disco de Platino, la legalización del matrimonio LGTB, la posibilidad de frenar a la extrema derecha o el mantenimiento del carril bici de su barrio.

Decía el señor Perón, con quien discrepo en algunas cosas y estoy muy de acuerdo en otras, que “para conducir al pueblo uno tiene que venir del pueblo (…) pensar y sentir como el pueblo”. Lo cierto es que, hasta ahora, figuras como la de Rita Barberà o Puigdemont han conseguido transmitir esa imagen cercana a la gente e intrincada dentro de la cultura de masas o pop culture muchísimo mejor que sus compañeros de época en la izquierda. Y es que, a veces, forzar que sigues los reality shows o consumes géneros musicales que no consumes, contribuye a generar desconfianza por parte del electorado, que te puede ver como un producto político impostado y superficial. Por ello, creo que todo mensaje político puede adaptarse para llegar más lejos, y que, si bien no tener una élite académica tan definida como la francesa puede tener sus contras, también puede jugar a nuestro favor.

La clave, por tanto, también la apunta ese Ignatius obsceno y desideologizado según muchos. Es bueno (buenísimo, de hecho) que la izquierda escuche a Leonard Cohen mientras lee a Erich Fromm y se prepara un té antioxidante. Y no solo eso, sino que es NECESARIO que esta esté formada y tenga una base teórica sólida. Incluso que, a diferencia de lo que muchos opinan, no establezca trincheras sino que tienda puentes. Ahora bien, cuando en la verbena de las fiestas del pueblo la izquierda es el amigo que se va a las doce de la noche porque prefiere “escuchar música decente” que quedarse con sus amigos y compañeros de vida a bailar ‘Dura’ de Daddy Yankee con una buena cerveza fresquita, que después no se queje si los votantes prefieren a la Rita Barberà que los invitó a un chupito de cassalleta ben fresqueta sin preguntarles a quién votaban.

Y es que tampoco podemos quedarnos ahí. Si no somos parte en todos los ámbitos del mundo cultural (sí, también creando canciones de reguetón o implicándonos en la organización de las fiestas en nuestros pueblos) después no podremos quejarnos. Si no conseguimos, como dice el grupo de Ontinyent Auxili, hacer que celebrar a contracorriente se convierta en la norma y no conseguimos revolucionar los aspectos más cotidianos de nuestra vida en un sentido progresista, abierto, tolerante, nacional y popular, no podemos pretender que los demás nos perciban como gente común, que es, al fin y al cabo, lo que somos. Nos percibirán como sectarios excluyentes o como algo falso y artificial. Por una sociedad en la que pedir más alegría, más reguetón y una mejor educación no sea contradictorio.