Por David Sánchez

En las elecciones municipales de mayo de 2015 Aníbal Vázquez revalidó la alcaldía de la ciudad asturiana de Mieres, consiguiendo además 12 concejales de un total de 21, un resultado histórico para Izquierda Unida. El número 11 de aquella lista electoral era Juan Ponte (Turón, 1983), licenciado en Filosofía, miembro del Partido Comunista y músico, que pasó a ocupar la Concejalía de Cultura, Empleo y Promoción Económica en el consistorio mierense. En mayo de 2017 Juan Ponte asumió también la Secretaría de Acción Política de IU Asturias. Charlamos con él movidos por la convicción de que es un joven político que puede contribuir a tender puentes intelectuales dentro del espacio del cambio en nuestro país.

2018 es el año del bicentenario del nacimiento de Karl Marx. El pasado 5 de octubre presentaste en el Congreso Internacional ‘Pensar con Marx hoy’ celebrado en Madrid una ponencia titulada ‘¿Intelectualismo socrático en el marxismo?’. Te traslado la pregunta que se hacía Jon Elster al comienzo de Una introducción a Karl Marx: ¿qué vive y qué está muerto en la filosofía de Marx?  

A mi juicio, en el ámbito de las llamadas ciencias humanas no se puede no ser marxista, salvo que se quiera hacer el ridículo. No se puede hacer sociología, politología, historia, filosofía, ni economía sin pasar por Marx, como tampoco se puede hacer sociología sin pasar por Durkheim o por Max Weber o no se puede hacer antropología sin pasar por Marcel Mauss o por Lévi-Strauss, entre otras referencias.

La idea de que la “esencia” del ser humano es procesual y dinámica, que  consiste en la transformación práxica de la realidad, es un principio fundamental. Todo el discurso del emprendimiento actual se basa en la suposición de que son los cambios mentales los que acarrean las transformaciones socioculturales, es decir, que los cambios de una sociedad política están determinados por lo que se piensa individualmente. Esto es mero idealismo reciclado. Contra esta basura ideológica hay que partir del marxismo como un bastión de racionalidad ineludible. Lo contrario es estar en la inopia.

Lo que ocurre es que no basta con ser solo marxista; esa es la cuestión. Para desarrollar una filosofía constructivista de la ciencia, una doctrina de las artes, una teoría de la afectividad, una Ética, etc., la obra de Marx puede ser un buen punto de partida, pero resulta insuficiente. Hay otras corrientes filosóficas o intelectuales de las cuales es necesario beber para adoptar un correcto enfoque materialista: el postestructuralismo, la fenomenología, los feminismos, etc. Y ello, paradójicamente, para seguir siendo marxista. El marxismo no es un buffet libre en el cual podamos escoger lo que queramos, a antojo, pero tampoco es un sistema cerrado, científico (en el sentido del término science: como la química, la física, etc.) ni un sistema en el que “todo esté ligado con todo”, como se concebiría desde una perspectiva monista, como lo fue la soviética. Además, el marxismo no es un método unívoco, sino que existen distintas concepciones marxistas, enfrentadas entre sí en algunas cuestiones fundamentales, ontológicas y epistemológicas.

Entre los errores teóricos asociados a determinadas interpretaciones marxistas que debemos destruir, si es que queremos hacer un materialismo del presente, un materialismo del siglo XXI, destacaría para La Trivial dos:

En primer lugar, el “intelectualismo socrático” -en realidad es una vulgarización de la argumentación socrática, pero no entremos en esta cuestión ahora- en virtud del cual “conocer el bien” acarrea necesariamente “hacer el bien”.

¿Cómo se traduce esto en el marxismo? De la siguiente manera: aquellos que conozcan y asuman una determinada concepción teórica -pongamos por caso el llamado marxismo-leninismo- poseerán un conjunto de verdades que les capacita como colectivo para transformar la realidad positivamente. El atesoramiento de ese cúmulo de verdades les eleva como vanguardia para encabezar la revolución. Y puesto que estas verdades son concebidas como científicas, por tanto, como necesarias (los “factores objetivos”) el estar en “posesión” de las mismas les conduce inexorablemente a “llevarlas a la práctica” (ahí es donde entran en juego los “factores subjetivos”).

Y así, curiosamente, necesitarismo y voluntarismo se realimentan, por yuxtaposición. ¿Por qué aparece larvado este intelectualismo en el marxismo? La razón está en el hegelianismo, como bien analizó Balibar: la necesidad de atribuir simétricamente al sujeto político una determinada figura de conciencia. Pero suponer que quien “conoce el bien hace el bien” es una petición de principio, porque conocer las injusticias de una situación no implica necesariamente el deseo de erradicarlas. ¿Dónde está eso escrito?

Así que tal elitismo es el que exige internamente distinguir la vanguardia política, en clara posesión de unas verdades rectoras, de la población alienada, a las que habría que insuflar “conciencia de clase”. Sorprendentemente encontramos aquí una analogía con planteamientos liberales, desde los que se distingue entre los sujetos capacitados para la política (“los que saben”) y las masas adocenadas o aborregadas (en definitiva, “los ignorantes”). Con la dificultad de que, en el marxismo, “los ignorantes”, los “alienados”, los que no tienen “conciencia de clase”, son los verdaderos portadores del secreto de la sociedad que debe ser transformada: el secreto de la explotación estructural y la superación que en ellos incuba.  

El círculo vicioso que subyace a todas estas cuestiones problemáticas implica, en términos de Rancière, una lógica de la carencia, y es el siguiente: “Los explotados/alienados lo son porque desconocen las causas de su explotación/alienación”. ¿Y por qué desconocen dichas causas?, nos preguntaremos. Respuesta: “porque están explotados/alienados”. ¡No hemos avanzado ni un milímetro!

Puede parecer exagerado lo que estoy diciendo, pero no lo es. Recuerdo un “meme” en el que Lenin aparece señalando con la mano y diciendo al “pueblo”: “¡lo que necesitáis es conciencia de clase!”. Lenin, que es una figura esencial en la historia del marxismo, cuya obra me apasiona, no se merece tal vulgarización. “Tener conciencia de clase” no es un fenómeno “mental”. Sustituyamos el sintagma por “organización”. Bien, pero entonces el debate debería ser, “de acuerdo, pero a día de hoy, ¿a qué tipo de organización nos referimos? ¡Si la damos por supuesta, incurrimos en otra petición de principio!

Tengamos en cuenta, por cierto, que si esos conocimientos teóricos que encaminarían a “hacer el bien” son concebidos como científicos, entonces a los filósofos sólo les quedará la “noble” tarea de “hacer pedagogía”. Parece una expresión neutral o inocente, pero no lo es. Se dice “hacer pedagogía” porque se supone que ya hay un conjunto de verdades (científicas) establecidas. Por tanto, lo que les quedaría a los filósofos por hacer es explicar bien las cosas, aclarar conceptos… ser “compañeros de lucha” (a los que se les verá con cierto recelo, dicho sea de paso). Hoy día, desgraciadamente, el cientificismo parece que consiste simplemente en añadir a un artículo unas gráficas… lo podríamos denominar “cientificismo light”, o “cientificismo zero”.

Voy ahora con el segundo error al que quiero apuntar, que tiene que ver también con el problema de la organización del sujeto político (Badiou hablaría aquí de la fidelidad del sujeto político al Acontecimiento).

Por un lado, como se sigue de lo que hemos hablado, debemos huir de una concepción dogmática del sujeto político que suponga que este ya está dado y sólo hace falta articularlo (“elevando la conciencia de clase”, dirán algunos). Según esta perspectiva, la estructura de clase fijaría los objetivos de clase y de ahí derivaría su capacidad de organización. De alguna manera, esta es la línea en la que están Arantxa Tirado, el Nega y, con matices, Daniel Bernabé. La crítica que se les debe hacer no es que ellos nieguen el carácter polimórfico o heterogéneo de las clases sociales. De hecho, saben perfectamente que la clase trabajadora es multiforme; que está generizada, atravesada por diferencias raciales, culturales, idiomáticas, etc. Esa crítica es inútil. Lo que hay que decirles, confrontando, es que esa unidad de fondo que suponen en la clase social trabajadora no es anterior respecto a tales diferencias, sino que se construye in media res. Y que mucho menos ocurre que tal unidad descanse en contenidos objetivos (“materiales”) previos a factores subjetivos (“simbólicos”). Y que tampoco es suficiente con reconocer la conjunción de contenidos objetivos y subjetivos, o materiales y simbólicos. Lo que es necesario, si es que somos materialistas y marxistas, es romper implacablemente con esas dicotomías. Si es que hay una “trampa”, por hablar en esos términos, es la que consiste en cargar positivamente el primer término de estos pares conceptuales, hacer depender de él el segundo y ponerlos en correspondencia con la distinción grosera, por absoluta, entre Ciencia e Ideología.

Por otro lado, hemos de rechazar igualmente la posición escéptica desde la cual siempre se sospecha de cualquier tipo de unión o articulación entre los diversos frentes de lucha, movimientos sociales y obreros existentes: contra los desahucios y las ejecuciones hipotecarias, en defensa de los sin-papeles, de la sanidad pública, de las trabajadoras de Burger King, contra la discriminación de las mujeres, a favor de la libertad sexual, etc. Nos referimos a esa “izquierda social” que se siente más cómoda alojada en un frente de lucha concreto o habitando en los intersticios de todos los existentes; que prefiere hablar en términos de “diseminación” o “polvareda” de luchas sociales, antes que promover la conjugación o intersección de las mismas. Se trata de aquella “izquierda” que, de alguna manera, tiende a considerar de manera simplista que todas las actuaciones que emanen de la “sociedad civil” -o para los negristas, de la “multitud”- son positivas y las políticas de Estado siempre son, o en la mayor parte de los casos, negativas -burocráticas, represivas, etc. Este escepticismo, a veces muy necesario, pero otras veces paralizante, es compartido desde posiciones “movimientistas”, libertarias, etc. que recelan de las instituciones. Por lo general, puede decirse también que los autores postmodernos -si bien este concepto ya se ha convertido en un espantapájaros o en un insulto, al estilo de “reformista”- son claramente escépticos ante cualquier forma de articulación de frentes de lucha: partidos, sindicatos, etc.).

Superados estas dos opciones (la dogmática y la escéptica) ¿cuál ha de ser la alternativa crítica? En este punto por fin regresamos a la cuestión central de la organización. Lo que quiero constatar aquí es la aparición de otro círculo vicioso. Supongamos que coincidimos en la necesidad de articular internamente las luchas sociales para que las energías se canalicen y confluyan en una potencia colectiva común. Pues bien, en estos casos, lo que suele decirse, es que se necesita estructurar un Partido. De acuerdo. Ahora bien, prestemos atención: si previamente hemos definido el partido político (sujeto) como un “cuerpo o mecanismo de unificación” (predicado), al afirmar que para unificar los frentes de lucha necesitamos un partido político, estaremos diciendo que “para unificar los frentes de lucha necesitamos un mecanismo de unificación de frentes de lucha”. Para unificar necesitamos algo que unifique. ¡Brillante! Nueva petición de principio. ¡Tampoco hemos avanzado ni un milímetro! Lo que habrá que discutir, entonces, es a qué tipo de partido nos referimos o se desea construir…o reconstruir.

En La Trivial hemos publicado una reseña del nuevo libro de Clara Ramas, Fetiche y mistificación capitalistas, la crítica de la economía política de Marx. La autora, que estará en Mieres el próximo 19 de diciembre, afirmaba recientemente en una entrevista que ‘hay que hacer una conexión entre la teoría de Marx de la estructura capitalista […] y la teoría de la hegemonía para saber cómo se construye la conciencia política’. ¿Compartes esta visión?

Creo que las palabras de Clara Ramas se inscriben en una reinterpretación marxista neo- gramsciana. Es una reinterpretación que incorpora otras teorías de diversos autores, como es necesario. Pienso ahora en cómo algunos autores de izquierdas (se definan así o no) han intentado recuperar en las últimas décadas el pensamiento de Carl Schmitt, de Heidegger, etc. Eso demuestra una superación del infantilismo: Heidegger fue un nazi, sí, pero el nazismo no fue heideggeriano. Diferencia crucial que si no se entiende, no se entiende nada de filosofía.

A partir de los años 60 aproximadamente, mediante las obras de Thompson, Raymond Williams o Stuart Hall, entre otros, se hace un diagnóstico crítico del reduccionismo economicista: se ponen en solfa las interpretaciones economicistas de  la metáfora de la base y la superestructura. Esto que voy a decir puede ser polémico, pero la metáfora de la base y la superestructura es una metáfora desafortunada, porque es una metáfora estática que sugiere que una vez que se desploma la base, se hunde la superestructura. Y que si no lo hace inmediatamente, es cuestión de tiempo. Es una metáfora arquitectónica, lineal y estática, que supone que los contenidos superestructurales siempre van a rebufo de los contenidos de base, pero la historia niega rotundamente esta realidad. Se podrían poner muchos ejemplos de cómo las morfologías morales, políticas, jurídicas o religiosas no se derrumban ipso facto después de la transformación de un modo de producción. En la URSS, a pesar de tratarse de un Estado ateo, tuvieron que negociar con la Iglesia Ortodoxa, la Iglesia católica, etc. En Cuba, después de la revolución socialista, se sigue creyendo en la santería, o sea, en una manifestación supersticiosa -bien poco científica- etc. En resumidas cuentas, esos elementos “superestructurales” no desaparecieron. Y en muchos casos, incluso se potenciaron inteligentemente, como en la Venezuela de Hugo Chávez y Maduro.

Para colmo, sufrimos vulgarizaciones de esa metáfora, de tal manera que la superestructura comenzaría a designar elementos que se entienden como meramente derivados o secundarios. Así, podemos leer en algunos documentos congresuales afirmaciones del tipo “esto es superestructural”, como queriendo decir de forma elegante o técnica que es superfluo o intrascendente. Pero incluso en la vulgata marxista la superestructura engloba los aparatos jurídicos y represivos del Estado… y si estos son secundarios, ¡que baje Dios y lo vea! Que se lo digan a los colectivos que sufren represiones, a las personas inmigrantes, etc.

La propuesta de rectificación de esta metáfora está en el propio Marx. De la mano de Gramsci, podemos emplear la metáfora del esqueleto. En efecto, un esqueleto vertebra un organismo vivo. En ese sentido, puede decirse que cumple un papel primordial. Pero un esqueleto crece y se co-determina conjuntamente con el resto de órganos y tejidos de un organismo. Estos co-evolucionan. Estamos ante una metáfora dinámica, procesual. Por eso, no puede decirse exactamente que algunos de estos elementos o contenidos sean anteriores o posteriores. En sentido estricto, la expresión “en última estancia”, utilizada por Engels (carta a J. Bloch, 1890) , y repetida incesamente por los seguidores de Althusser, carece  de un significado preciso.

Entre los componentes económicos y los culturales de una formación social no hay disyunción exclusiva. Aprovechando una expresión de Deleuze, y que sirva acaso como una provocación, lo que hay son síntesis disyuntivas, que es muy distinto. Y, en cualquier caso, tanto unos como otros componentes son materiales. Que los amigos de las dicotomías se paren a pensar un rato: ¿considerar que sólo un bloque de ellos es material, no es tanto como asumir que el resto de componentes es ideal? ¿Es eso propio de un verdadero materialista?

Lenin, sin embargo, lo tenía claro: la economía siempre es economía- política. Y por tanto está necesariamente entreverada con multitud de componentes culturales, morales, religiosos, estéticos, etc. Y es que no se trata de poner la lupa encima de uno de los dos términos de estas dicotomías que venimos criticando (A/B), como si ambos fueran totalidades enterizas, cerradas y compactas. De esto se sigue el enfrentamiento absurdo entre supuestos “obreristas” y “culturalistas”. Hay que deconstruir tales dicotomías, puesto que sus contenidos, aquellos que denominamos, en segundo orden, como culturales o económicos, están intercalados de múltiples formas entre sí.

Por todo lo dicho, que en 2018 volvamos a un debate de los años sesenta, demuestra la precariedad intelectual y conceptual en la que se encuentra la izquierda española (o la izquierda en general, puesto que no nos referimos a un fenómeno aislado). En gran medida el libro de Bernabé es síntoma de una situación en la que empiezan a vislumbrarse los límites materiales de una determinada estrategia política de confluencia. Y en el momento en el que se empiezan a palpar esos límites, con las insuficiencias y errores habidos y por haber en el trayecto, se empieza a buscar responsables o “culpables”. Desde Asturias (y esto lo digo porque un error habitual de los partidos políticos es pensar que lo que pasa en España es lo que pasa en Madrid) tengo la impresión de que volvemos a una suerte de reduccionismo economicista (¡lo importante no son los discursos, sino la economía real!) y de que los “obreristas” se vuelven a resituar y a encontrar cómodos. Para explicar este fenómeno podemos acuñar la expresión “izquierda Casandra”: nos referimos a esos izquierdistas que, poseyendo un don profético, te espetan un “¡te lo dije, vuestra estrategia política no da para más!”, etc. Por lo general, estas personas suelen ser muy celosas de la identidad de sus organizaciones políticas, entendiendo por identidad una esencia inmutable. Parafraseando a Lacan: loco no es quien se cree Napoleón, sino quien se cree “él mismo”, como si fuera una sustancia inalterable.

Volviendo a la cita de Clara Ramas: es sabido que para Gramsci la hegemonía tiene que ver, no sólo con la “coraza coercitiva”, sino con la vía del consentimiento, del consenso, que va más allá del diálogo en el sentido habermasiano. La instancia que articula hegemonía es capaz de subalternizar o subordinar a terceros agentes sociales y políticos, de transformar la manera de pensar, decir, obrar y sentir de los miembros de una sociedad.

Tomemos como ejemplo lo que denominamos vagamente como neoliberalismo. Cuando en 1947 Hayek funda la fundación Mont Pelerin, los miembros eran cuatro gatos cuyos análisis económicos no entusiasmaban ni a una sola universidad del mundo. Es divertido porque, además, en las reuniones que tenían lugar en la sociedad, Hayek discrepaba con sus compañeros, se levantaba y les llamaba socialistas. Hablamos de 1947, pero ¿qué ocurre posteriormente? Que sus recetas económicas, especialmente las de Milton Friedman, comienzan a utilizarse durante la dictadura de Pinochet (tras el golpe en 1973). Y es así como algunos consejeros de Margaret Thatcher comienzan a fijarse en tal laboratorio económico. A día de hoy, el neoliberalismo es la ideología hegemónica en las democracias occidentales. Pero, como hemos visto rápidamente, tuvieron que pasar más de tres décadas para que esto fuera así. De lo que se deduce que la sedimentación de una determinada ideología tiene unos ritmos divergentes respecto a los de la política institucional democrática (elecciones, elaboración de programas, primarias internas de partidos, etc.). Los ritmos en que se produce un acontecimiento transformador -en el sentido de Badiou- la política institucional y la consolidación de ideologías son heterogéneos e incomensurables. Nuevamente, hay que superar- como hizo, por ejemplo, Rosa Luxemburgo- otra dicotomía: la que distingue orden y espontaneidad.

Hoy día, en el espectro de las izquierdas -uso el concepto con cinco mil kilos de comillas, o con tachaduras, como diría Derrida- nos encontramos con compañeros y compañeras que tienen un pensamiento emancipador en lo social, que están a favor del aborto y por supuesto de la utilización de métodos anticonceptivos, que separan los residuos en sus casas, que no soportan la tortura animal, etc., pero que sin embargo son neoliberales en lo referente a la producción y redistribución de riqueza y al conflicto sociolaboral. A esto Nancy Frazer lo llama “neoliberalismo progresista”, y tiene que ver con esa característica principal de la hegemonía que estamos comentando. El sentido común es el hegemónico. Pero no es menos cierto que, como dice Gramsci, este siempre es ”fragmentario y episódico”, precisamente porque es procesual. Podríamos decir, así, que un discurso hegemónico siempre está agrietado, de alguna manera. Esto no implica caer en el relativismo: a mi juicio, hay posiciones políticas o doctrinas filosóficas que son más potentes que otras. La idea de verdad ( o de verdades, en plural) sigue siendo central epistemológicamente, a mi entender. De hecho, considero junto a Badiou que la verdad de la política es el comunismo. Pero este sería otro tema.  

Gustavo Bueno ha sido durante muchas décadas una figura intelectual omnipresente en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, donde tú y yo estudiamos. En un artículo publicado tras su muerte, Sánchez-Cuenca se refería a él como el ‘filósofo más potente que ha tenido España desde el final de la Guerra Civil’. Sin embargo, en La desfachatez intelectual, Sánchez-Cuenca también describía a Bueno como ‘la encarnación misma del energúmeno’ y ponía su obra como ejemplo de los estragos que provoca el aislamiento intelectual. ¿Qué valoración haces de la obra de Gustavo Bueno y cómo ha influido en tu pensamiento?  

Yo no lo llegué a tener como profesor, pero asistí a seminarios suyos en la Fundación Gustavo Bueno en mis tiempos de estudiante en la Facultad -recuerdo el seminario del cual surgió El Mito de la felicidad, a mi juicio una de sus mejores últimas obras; demoledora. El propio Bueno dijo que en las últimas décadas de su vida había dejado de leer filosofía contemporánea y se había dedicado a estudiar sobre todo ciencias particulares -matemáticas, química, biología, etc. Bueno desconocía casi todo de la filosofía contemporánea, si bien es cierto que algunos de sus mejores discípulos me comentaron que, en su momento, dedicó horas y horas de seminarios a hacer críticas a la Historia de la locura de Foucault o a Para leer El capital, de Althusser, Rancière y Balibar, a Gaston Bachelard, Merleau- Ponty, etc. El caso es que dejó de interesarse por la filosofía contemporánea y se refugió en sus referentes filosóficos fundamentales (Platón, Santo Tomás, Spinoza, Hegel, Marx, etc, los cuales no eran pocos). Todo material era analizado desde su sistema, empleado a veces, en expresión de Alberto Hidalgo, como un “potro de tortura”. Con frecuencia, caricaturizando a los autores analizados (estoy pensando en las últimas reflexiones suyas sobre Husserl, por ejemplo).

Con todo, no se puede decir que la filosofía de Bueno sea monológica stricto sensu, porque el monologismo es imposible, pero sí que da la espalda a gran parte de las corrientes filosóficas contemporáneas. Y buena parte de sus discípulos ignoran aún más la producción filosófica del presente, los cuales responderían ante esta afirmación algo así como que no les importa porque ya tienen un sistema completo desde el que triturar lo que les echen. No obstante, hay honrosas excepciones. Esto lo digo porque el materialismo filosófico corre el riesgo de perder conexión con la filosofía actual. Es paradójico, teniendo en cuenta la potencia de sus sistema, a mi juicio a la altura de las más interesantes ontologías pluralistas y gnoseologías constructivistas existentes. Estoy de acuerdo con Sánchez- Cuenca: Bueno es el mejor filósofo español de la segunda mitad del siglo XX, al igual que Ortega lo es de la primera. A mí, el personaje Gustavo Bueno no me interesa, porque no soy psicólogo ni sociólogo; me interesa su obra. Si se sabe reconstruir y actualizar podrán detectarse analogías y paralelismos sorprendentes entre su filosofía y la de otros pensadores.

La mayor parte del ejército tuitero progresista ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a discutir las tesis del último libro de Bernabé, La trampa de la diversidad. Tú mismo publicaste en La Marea un texto que no era una reseña pero sí se enmarcaba dentro del debate generado por el libro. También habías tuiteado esto: ‘establecer dicotomías entre el trabajo y la cultura, lo material y lo simbólico, etc., es más propio de un pensamiento maniqueo que de un planteamiento materialista marxista. Esa “izquierda” parece no haber llegado aún a Hegel’. Es curioso porque es un planteamiento bastante similar al que hace Jorge Lago en este artículo de CTXT. ¿Qué conclusiones crees que se deberían sacar de ese debate?

Recuerdo que Jorge Lago dice en ese artículo, entre otras cosas, que la unidad de la clase trabajadora no está dada, que se construye. Eso es fundamental y lo comparto. Y es que si Marx y Engels afirman en El manifiesto comunista “Uníos, hermanos proletarios” es porque estos no están previamente unidos.

El tuit que mencionas tenía como objetivo criticar el obrerismo en pocos caracteres. Para Hegel la clase universal es el estamento capaz de destruir el conjunto de todos los estamentos. Según Marx la clase universal es aquella que destruye el antagonismo de clases existente en un orden social determinado. Así, como afirma en Miseria de la Filosofía, la burguesía fue la clase social que eliminó el Antiguo Régimen como tal. Y del mismo modo, el proletariado sería el sujeto destinado a superar el orden capitalista. Marx, por tanto, no defiende a la clase trabajadora por el hecho de serlo o por razones morales, sino porque considera que esta encarna la clase universal. Por eso, los conceptos de clase trabajadora y proletariado, como clase universal, no son coextensivos. El marxismo no es un obrerismo. Si el obrero es explotado como una mercancía, según Marx, desde ese prisma no parece muy razonable sentirse orgulloso de ser parte de la clase obrera, es decir, sentirse orgulloso de ser una mercancía. Desde una perspectiva racionalista, el orgullo, en todo caso, se experimenta en tanto en cuanto una clase social, o una fracción suya, es capaz de organizarse contra el orden existente que convierte a sus miembros en mercancías, lo cual es muy distinto. Así, la clase trabajadora, en sus diversos contextos, posee identidad o identidades, pero la idea de clase universal (el proletariado en Marx) carece de atributos ontológicos, simbolizando el sujeto político que es motor de transformación de un orden social depredador. Por eso Badiou la denomina “causa evanescente”. En el lenguaje de Rancière, “la parte de los sin parte”.

Ahora bien, ¿es la clase trabajadora necesariamente la clase universal o cometemos otra petición de principio si así se considera? ¿Entendemos por clase trabajadora solamente a los asalariados o incluimos también el trabajo doméstico y el ámbito de los cuidados? ¿A qué contexto geopolítico concreto nos referimos? Librarse del finalismo es la condición primera para empezar a responder estas preguntas.

Desde la concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Mieres (quinta ciudad asturiana por número de habitantes) has impulsado un potente programa cultural. En los últimos meses han dado conferencias allí, entre otros, Germán Cano, Alberto Santamaría o Elisa Beni, a los que se sumarán pronto nombres como Antonio Maestre, Clara Ramas, Víctor Lenore o Daniel Bernabé. ¿Cuál es el objetivo de esta ambiciosa agenda cultural y qué aportaciones hace a una ciudad como Mieres?

El objetivo fundamental consiste en que Mieres se convierta en un ‘centro de peregrinación cultural’, es decir, que sea un punto de paso obligado para todas aquellas personas de otros municipios que quieran disfrutar de una programación cultural plural, popular y de calidad. De tal manera que, así como los habitantes de Mieres nos desplazamos a Oviedo, Gijón o Avilés (por poner tan sólo tres ejemplos) a ver una instalación, una performance, una obra de teatro o un concierto de música, la gente de estos y otros territorios acudan a Mieres y participen de nuestra programación cultural. Para ello es imprescindible la labor que realiza el tejido asociativo y vecinal en el concejo. Por otro lado es cierto que, sin perjuicio de que “la cultura” no debe ser concebida en términos de rentabilidad y ni siquiera de utilidad, esta nos permite fijar población, en un contexto desolador marcado por la fallida reconversión industrial en las cuencas mineras.

Con nuestra programación buscamos la singularidad, diferenciarnos de otras propuestas culturales. Así, somos el primer ayuntamiento de Asturias que ha organizado cursos de iniciación a la música electrónica, somos uno de los pocos ayuntamientos que programa cine en chino mensualmente; el primer concierto en Asturias de María Arnal y Marcel Bagés tuvo lugar aquí, igualmente una de las primeras actuaciones de Rozalén. En lo que se refiere a debates y presentaciones de libros, también podemos decir que la primera charla que dio en Asturias Domenico Losurdo, recientemente fallecido, se celebró en Mieres. El próximo día 17 de octubre Daniel Bernabé nos presentará su polémico libro La trampa de la diversidad, y será la primera vez que lo haga en Asturias. Daniel Zamora, autor de Foucault and Neoliberalism, libro recientemente traducido al español, nos visitará el 5 de diciembre y también será la primera ocasión en que presente la obra, no sólo en Asturias, sino en España.

Además, la programación cultural es sometida a debate entre la ciudadanía de Mieres a través de procedimientos participativos. Los vecinos y vecinas proponen actividades alternativas y formulan críticas muy atinadas que van siendo incorporadas. Lo cierto es que la puntuación que estamos obteniendo en los cuestionarios de satisfacción es muy elevada.

Considerando que tenemos una población muy envejecida, procuramos conjugar los gustos y preferencias de las personas mayores con los de la juventud, que suele ser la olvidada en los ámbitos culturales. Así, en música organizamos desde el “Memorial Silvino Argüelles”, basado en la canción  tradicional asturiana, hasta el concierto de Cristina Rosenvinge, que llenó el Auditorio Teodoro Cuesta hace unos días, pasando por la música trap de Bejo. La media de edad en ese concierto estaba en los 16/18 años. ¡Yo era el más mayor ahí! No quiero establecer con esto una correspondencia biunívoca entre personas mayores y tradición, de un lado, y otros géneros musicales, como el pop, el rock o el trap y la juventud, por otro. Hay cruces. Y eso es también lo que debe trabajarse, a mi juicio: reinventar la tradición -que siempre tiene ya algo de invención, por otro lado- y explorar nuevos caminos. Y esto, tanto en la música como en otras dimensiones artísticas.

Los principios que seguimos para elaborar la programación cultural no son liberales. Creemos que no se trata de ofertar aquello que se demande por el mero hecho de ser demandado, lo cual implicaría suponer una armonía preestablecida y espontánea de los individuos, considerados meramente como consumidores, como sumideros de productos y servicios. No. La demanda se construye y el gusto se moldea. “Del gusto caben razones”, argumentaba Feijoo. Las necesidades se articulan socialmente, no son naturales. Nuestra programación es popular y antielitista, pero (o precisamente por ello) huye del reino de la doxa.