Por Cristian Mogo Castro

Si algo conocemos de primera mano las jóvenes de mi generación es la inseguridad e incertidumbre que supone la imposibilidad de contar con unos ingresos materiales estables y suficientes. Vivimos una época, en la que ya no se nos garantiza obtener los medios de empleo, pero, incluso llegando a tenerlos, las posibilidades de alcanzar dignamente los medios de subsistencia son ínfimas. La precariedad es utilizada como el principal vector que modela nuestro modo de explicarnos lo que ocurre cotidianamente.

El relato de los consensos de posguerra ha perdido su vigencia. La crisis de la sociedad del empleo no solo ha traído aparejada la crisis de unos regímenes políticos liberales que eran incapaces de canalizar las demandas de sus representados, sino que ha generado la dislocación de una identidad laboral que se había erigido en garante de nuestros derechos sociales. En nuestros días, el derecho a acceder a una vivienda digna, al suministro de agua y electricidad o a una alimentación adecuada, que habían tenido como garante el contar con ingresos suficientes a través del empleo, se nos muestran como un privilegio.

El siglo de los desposeídos

Hoy, el salario ya no cumple con la función integradora y de garantía de estatus que desarrollaba durante fordismo. La identidad laboral, forjada en torno a la certeza de contar con un empleo estable que te permita desarrollar tu biografía profesional de manera continuada y sin fisuras, se ha desgajado. En la sociedad postfordista, el riesgo y la responsabilidad son desplazas a cada individuo, el cual, debe ser capaz de hacer de su empleabilidad una premisa virtuosa frente a la competitividad del mercado de trabajo. Ahora, tenemos que ser flexibles, acostumbrarnos a la precariedad y a la temporalidad, pero, sobre todo, aceptar y normalizar que este es el único camino posible, que no hay alternativa. Como apunta, muy gráficamente, Jorge Moruno en su libro La Fábrica del Emprendedor: “Quieren que nuestra sociedad se comporte como Hediondo en Juego de Tronos”. El objetivo de los de arriba se traza en torno a la idea de naturalizar la precariedad y la explotación laboral. No pretenden una vuelta atrás a una especie de tiempo pretérito fantasioso, buscan instalar una cotidianeidad totalmente distinta, un nuevo sentido común de época, en términos gramscianos, que les permita reformular, en clave reaccionaria, los esquemas morales y lógicos a través de los cuales nos dotamos de sentido, de una explicación de lo que ocurre a nuestro alrededor.

Vivimos un nuevo escenario para el que ya no nos son útiles las soluciones del pasado. El geógrafo y teórico británico, David Harvey, acuñó en su día el término acumulación por desposesión, un mecanismo a través del cual se mercantilizan ámbitos hasta entonces vedados al mercado, con el propósito de mantener el sistema actual, provocando que la crisis de sobreacumulación del capital recaiga sobre los sectores empobrecidos. Podríamos decir, tratando de simplificarlo, que de lo que se trata es de una “expropiación material”, que los de arriba nos imponen, en pos de mantener sus tasas de acumulación y concentración de capital a costa de nuestro empobrecimiento. Un ejemplo, que creo deja esta cuestión meridanamente clara, es el rescate bancario, en el cual hemos observado cómo se insuflaban casi 60.000 millones de dinero público de los que, el Banco de España, da por perdidos 42.590. Mientras en nuestro país se producen de media 185 desahucios al día (datos del CGPJ en el segundo trimestre de 2017), más del 70% del dinero público destinado a “sanear” la banca española jamás será devuelto.

Como se puede advertir, la sociedad del capitalismo rentista funciona de tal modo que la riqueza se distribuye cada vez en mayor porcentaje por fuera de la esfera laboral. Por ello, a pesar de que las disputas por el salario siguen siendo un elemento medular en la lucha contra la desigualdad, resultan cada vez más insuficientes. Si cada vez que se nos “concede” una  subida de salario, se anula a través de una subida todavía mayor en el IPC, es decir, generándonos una mayor dificultad para proveernos de techo, comida, agua y luz, nos están haciendo más vulnerables a la pobreza. La renta ya no se sustrae solo, y me atrevería a decir que ni fundamentalmente, a través de la producción, sino que dicha sustracción de riqueza se ha desplazado al eje del consumo y de la circulación de capitales.

Este cambio de paradigma, nos muestra la necesidad de encontrar nuevas formas de adaptación y articulación de la multiplicidad de luchas que emergen en torno a la problemática de la desposesión. Hoy, más que nunca, las valientes de la PAH, de Coca-Cola en Lucha, de Las Kellys, del Sindicato de Inquilinas y muchas otras, necesitan encontrar un encaje común desde el que combatir, respetando las particularidades de cada lucha, la problemática que las circunscribe universalmente a todas ellas, el saqueo de los de arriba.

La identidad de los derechos

Recientemente, se ha abierto un debate en torno a la discusión de si “la izquierda” debe abandonar las políticas de identidad o defensa de las minorías, para centrarse en temas más universales y generalizables como hace “la derecha”. Creo que esta cuestión encierra un grave error de partida, pensar que las etiquetas políticas (izquierda, clase obrera, etc.) se materializan automática y definitivamente en identidades suturadas, creer que aquello con lo que tratamos de dotarnos de un sentido concreto tiene una esencia fundamentada en un a priori histórico. La cuestión no está en decidir entre proporcionar un “surtido a la carta” o un “pack para toda la familia”, el desafío está en cómo articulamos ambas cosas en una construcción política que pretenda alcanzar un horizonte de país más democrático y popular, va de como proporcionamos una alternativa más deseable y asumible para una mayoría social. No se trata de volver a un origen místico, sino de quebrar las delimitaciones discursivas y desbordar las identidades tradicionales. No va de abandonar las luchas sociales, sino de encajarlas en un “nosotros” que rompa con las apelaciones estrechas y marginales típicas de la izquierda tradicional. La defensa de los derechos sociales no ha de ser un punto programático de la izquierda, el reto y lo radical está en hacer de ello algo transversal, que ocupe la centralidad de la agenda política, que sedimente en una cuestión de consenso tácito dentro del pluralismo político y que genere un cierto punto de irreversibilidad.

En este punto, me parece relevante retomar la cuestión de la importancia de generar nuevos sentidos compartidos, de dar batalla en el terreno cultural. Existe todo un dogma jurídico que concibe los derechos sociales como degradados con respecto a los derechos civiles y políticos, se trata de una concepción ideológica que ha tratado, con éxito, de delimitar las condiciones de posibilidad. Para ellos, los derechos sociales no pueden alcanzar el mismo estatuto de protección que sus homónimos por cuestiones de imposibilidad referidas a las obligaciones de hacer que entrañan o a diferenciaciones histórico-filosóficas. Pero, y esto es lo verdaderamente relevante, el horizonte de una determinada expectativa de vida (dignidad, salud, autonomía, etc.) no entiende de las obligaciones que entrañan los derechos, de su carácter más o menos indeterminado o de su dimensión individual o colectiva, no se trata de una contraposición entre derechos sociales y derechos civiles y políticos, sino entre derechos socializados y derechos privatizados.  La dicotomía está en apostar por derechos generalizables o por privilegios excluyentes. En este sentido, los principios de generalidad y universalidad de la ley, que exigen que en el desarrollo legal de los derechos no exista arbitrariedad o exclusión, amparan el blindaje constitucional del derecho a la vivienda, a suministros básicos de agua y electricidad o el impulso de un ingreso incondicional o renta básica. Pero decir esto resulta inútil si no somos capaces de explicarlo, de darle un sentido dentro de la cotidianeidad de la gente.

Por tanto, un proyecto emancipador, que pretenda activar el deseo de cambio de una mayoría social y establecer la defensa de lo social como lo medular dentro del debate político, no puede pretender perpetuar una identidad que exalta las condiciones de su sumisión. Ningún horizonte de liberación puede encerrarse en una idea de resistencia permanente, pasar a la ofensiva es una necesidad revolucionaria. La única vía de escape a la capacidad de cooptación y dispersión neoliberal pasa por condensar, dentro de un mismo sujeto colectivo, la pluralidad de demandas que emergen arena de lo político y articularlas en torno a la idea de construir un país en el que se viva mejor y con más tiempo para uno mismo. Para ello, la batalla cultural, por la producción de nuevos esquemas morales y lógicos que nos doten de nuevos sentidos compartidos, es fundamental. Ya no sirve ponerse a la defensiva ante el “es lo que hay” de los de arriba, es tiempo de generar alternativas de vida que nos permitan proveernos de una nueva institucionalidad jurídico-política que ponga en el centro de su actividad el derecho al bienestar.

La batalla por el tiempo

La fusión entre el tiempo de vida y el tiempo de trabajo, es una característica distintiva en esta nueva era del precariado, en la cual, podría decirse, volvemos a la época premoderna, pero, en esta ocasión, con nuestro tiempo absolutamente dominado por la relación social capitalista. Foucault, nos habló, en su día, de la biopolítica para referirse a la gestión racionalizada del proceso de la vida y la muerte, y, actualmente, podría parecer que ese modo de disciplinar nuestros tiempos vitales ha sido interiorizado y naturalizado como algo inevitable, como que el único tiempo vivible es el que nos decreta el mercado. La fusión entre la producción de vida y la producción material actúa como una especie de cepo que no te permite desconectar del ámbito del trabajo en ningún momento del día, nuestra existencia es dirigida y dominada por la ligación a la empresa. Por eso, hoy, las jornadas laborales resultan interminables y trabajo y ocio se solapan, haciendo que nuestro único ámbito de sociabilidad sea el propio lugar de trabajo. En la mayor parte de los casos, tener un empleo ya no resulta dignificante ni liberador. Desligar la idea de actividad de la idea de trabajo remunerado y dejar, así, de asociar la riqueza al gasto de tiempo humano, es la única garantía que tenemos de transitar hacia nuevos modos de producción y de vida que dejen espacio a un reparto más democrático del tiempo.

Para esto, será fundamental aprovechar uno de los ejes que vertebran nuestra época, la tecnología. Su avance en el mundo del trabajo es un hecho constatado y, creo, motivo de alegría. Si la robotización del empleo nos lleva hacia un escenario, en el cual se reducen de manera significativa los puestos de trabajo, la solución está en una suerte de ludismo a la inversa, que diría el ya citado Jorge Moruno, una situación en la que la inercia sea trabajar con jornadas cada vez más cortas y con un mayor reparto de las horas de trabajo entre todas. Si la tendencia es desechar cada vez más tareas indeseables en favor de la utilización del tiempo de vida en actividades que repercutan en un mayor beneficio social y una mayor satisfacción personal, ¡Bienvenido sea! Sin duda, el auge tecnológico nos presenta otros desafíos que solucionar, entre ellos, la garantía de un nivel de vida material que nos asegure una existencia digna trabajando cada vez menos.

Por ello, puede decirse, que la conquista de nuestro tiempo de vida tiene como punto de partida la necesidad de contar con un ingreso material estable y suficiente, que ya no dependa de una condición cada vez más incierta como lo es el hecho de contar o no con un empleo. Hablamos de una renta básica, universal, incondicional e individual, que nos genere la autonomía suficiente como para poder rechazar puestos de trabajo precarios, que no nos estigmatice exigiendo pruebas de que estamos bien jodidos para acceder a ella o que posibilite el desarrollo social mediante la conquista del propio tiempo de vida. Pero, de nada sirve fetichizar esta demanda si no va acompañada de otras medidas que contrapesen sus efectos o cubran espacios a los que no llega. Por eso, cuando hablamos de renta básica hablamos también de la reducción de la jornada laboral a 15 horas o de permisos de paternidad iguales e intransferibles. Porque no olvidemos lo importante, existe una brecha sustancial entre los de arriba y los de abajo, pero ningún reparto del tiempo de vida puede ser democrático e igualitario si no presenta medidas focalizadas en solventar el abismo de la desigualdad de género. Lo que aquí estamos discutiendo, tiene que ser el inicio de un proceso de cambio social mucho más amplio y para el que no existen ni manuales ni medidas predeterminadas, pero que, sin duda, tendremos que experimentar y construir entre todas, sin dejar a nadie atrás.

Por todo lo mencionado hasta aquí, creo que el reto que se nos presenta tiene como punto de arranque la capacidad de lograr la construcción de imaginarios más fuertes que desplacen la cultura coaching neoliberal y hagan deseable otra forma de vida distinta. Se trata, en definitiva, de generar un horizonte colectivo de certidumbre, que apele a todas aquellas que nos estamos quedando por fuera del imaginario capitalista del pleno empleo y la sociedad de propietarios, y que, hoy, vemos que el tiempo liberado no se adapta a la vida sino a la empresa. La gran disputa de nuestra época se da en torno a la idea del dominio y el sentido del tiempo, y tenemos que ganarla.