Por Giuliana Mezza y Camila Álvarez Pereyra

Cuando hablamos de feminizar la política, la sociedad, de feminizar los espacios que habitamos, nos referimos a la necesidad de hacerlos más inclusivos, abiertos, más plurales y, en definitiva, más humanos. Pero analizar qué herramientas nos ofrece el feminismo para alcanzar este objetivo e identificar los desafíos que debe enfrentar la agenda de reivindicaciones que se asumen colectivamente no puede desligarse de una reflexión respecto de las condiciones materiales y simbólicas propias de nuestro tiempo. Entender críticamente los modos de subjetivación neoliberal, las sensibilidades, deseos, aspiraciones y vínculos que se moldean al calor de determinados principios y valores enraizados en el sentido común es el punto de partida para revisar nuestras posiciones.

Coordenadas de época

Comprendemos junto con Jorge Alemán que el neoliberalismo no puede definirse como una matriz ideológica o económica, sino que debe concebirse como una construcción positiva, que produce no solamente reglas jurídicas y normativas, sino que además da origen a un nuevo tipo de “racionalidad” dominante. Desde la perspectiva de Verónica Gago, esta racionalidad está atravesada simultáneamente por una serie de tecnologías, procedimientos y afectos que impulsan la iniciativa libre, la autoempresarialidad, la autogestión y la responsabilidad sobre sí.

De la multiplicidad de aspectos que caracterizan a esta construcción hegemónica, el individualismo posee un carácter fundamental. Ya anticipaba Alexis de Tocqueville en Democracia en América de 1835 que la disolución de las estructuras aristocráticas producía indiferencia y distención de los lazos sociales, conduciendo a cada hombre “sin cesar” hacia sí mismo. La abolición de los estamentos junto con el desarrollo del capitalismo no ha dejado subsistir, sostienen Marx y Engels en 1848, otro vínculo entre los hombres que el frío interés, haciendo de la dignidad personal un simple valor de cambio. La noción misma de libertad se ve reducida a su única y desalmada expresión de libertad de comercio

Respecto del carácter ficcional que adquiere la libertad individual, piedra basal del sistema, resulta interesante retomar las consideraciones que Jean Baudrillard expone en Cultura y Simulacro, distinguiendo disimulo y simulación. Sostiene que disimular es fingir no tener lo que se tiene y simular, por el contrario, es fingir tener lo que no se tiene. Ciertamente, si bien en ambas conductas se finge, la principal diferencia estriba en que el disimulo no intenta cambiar la realidad, sólo la oculta o enmascara; en cambio, la simulación muestra como verdadero algo que no lo es. El primero expresa una presencia, la segunda, una realidad inexistente, y por lo tanto, falsa. La libertad actual es, en este sentido, simulada. Los mandatos neoliberales de la meritocracia, la autosuperación y el “hacerse a sí mismo” nos constriñen a exhibir libertad incluso en aquellas circunstancias en las que sólo reinan la carencia, la privación o la limitación.

En este marco, las instantáneas de éxito personal –recortadas de todo entramado social, político y cultural-, encuentran su vidriera natural en las redes sociales. Como afirma el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, la opresión del siglo XX ha devenido en autoexplotación, volcando a nuestras sociedades a los enjambres virtuales en los que depositan sus ansias de productividad y reconocimiento. El avance de Narciso sobre Eros habría replegado a los individuos sobre sí mismos, obturando la posibilidad de tejer vínculos significativos con otros. En este abanico de mismidades autosuficientes, producir contenido para las redes es, un acto publicitario. Asumir el rol de ser empresario de sí subsume al individuo a una lógica mercantil en la que, tal como sucede con la libertad, tiene lugar una reducción radical. Las especificidades de los vínculos se anulan; todos devienen producto, todos consumidores. Los patrones respecto de qué debe ofrecerse y qué será consumido están, como es lógico, atravesados por la estética, los valores y los sentidos dominantes.

El último grito reflexivo

El camino que los individuos emprenden incesantemente hacia sí mismos rompe no solamente el hilo del tiempo que los une a generaciones pasadas y futuras, sino que configura un cuadro en el que sólo pueden concebirse aisladamente, sin identificar los lazos políticos, económicos o culturales que los trascienden. Para ellos, su destino está exclusivamente en sus manos. De este modo, las diversas formulaciones que pueden articularse respecto del éxito o la realización personal, no tienden a considerar los condicionantes contextuales que, indefectiblemente, los atraviesan. Esto ocurre también con algunas de las múltiples maneras de “empoderamiento” que actualmente se enarbolan dentro del movimiento feminista.

Si bien la construcción neoliberal no es total, en el sentido de que exhibe, como toda estructura, fallas, grietas o espacios de disputa en los que se manifiestan las elecciones personales y colectivas, no es menos cierto que la libertad tal como es anunciada a viva voz por los paladines del sistema, no existe. Nuestras valoraciones se inscriben en un contexto determinado, y es por ello que la vocación de habitar sociedades más inclusivas e igualitarias no podría implicar jamás renunciar a la mirada crítica que se debe construir sobre el entramado de relaciones de poder que nos constituyen como sujetos. Si creyésemos que lo hegemónico en verdad lo es porque la mayoría de individuos lo elige libremente, la deconstrucción como fenómeno emancipador no tendría sentido, y mucho menos brújula.

En esta línea, anudar “empoderamiento” femenino con la imagen corporal y su exhibición insaciable en las redes sociales presenta algunos aspectos que son, de mínima, problemáticos. Si nos posamos sobre los vectores patriarcales que constriñen nuestras elecciones respecto de cómo tenemos que vernos para sentirnos seguras de nosotras mismas, la pregunta ineludible es cómo identificar la fuente del deseo cuando éste se solapa casi con exactitud con el molde prefabricado. ¿Por qué, en todo caso, esa coincidencia resultaría “empoderante”? El argumento que se esgrime sosteniendo que mientras cada cual haga lo que le plazca, eso redundará en un gesto de poder –sobre sí-, nos remite al relativismo extremo que se desprende del individualismo imperante. Cuando no se trascienden las propias fronteras, sólo hay deseos y elecciones. El problema, como ya anticipábamos, es que ni los sujetos ni sus aspiraciones se desenvuelven en una escena “libre” de ataduras, y por lo tanto, su autonomía está lejos de ser real.

Desandar para (re)armar

Ahora bien, reconocer que existen identidades, prácticas y sentidos hegemónicos, y otros que no lo son, ¿implica deslegitimar unos en detrimento de otros? No, de ninguna manera se trata de señalar nombres propios o de estigmatizar prácticas concretas, sino de iluminar críticamente aquellos espacios de la experiencia que el sistema patriarcal se empeña en naturalizar. En este punto creemos que es necesario romper las ataduras que impone el individualismo para considerarnos a nosotros mismos como escindidos de la realidad que nos rodea. Revisar nuestros hábitos, la idea que nos formamos respecto de la realización personal y el tipo de vínculo que construimos con otros es el punto de partida tanto para acceder a lo que verdaderamente nos satisface en términos personales, como para tejer sentidos emancipadores que tengan un horizonte colectivo.

Para ello, la deconstrucción derridiana resulta útil para evidenciar las ambigüedades, las fallas, las debilidades y las contradicciones de los discursos y sus prácticas, posibilitando su revisión con la intención de develar el proceso histórico, cultural y político que a ellos subyace. Lo que se pierde en forma, se gana en profundidad.  En este sentido, posar la lupa sobre las propias prácticas y estar dispuestos a evaluar si son funcionales o no a lo que se dice combatir, es también poner en cuestión la pretendida libertad que se declara como principio de toda decisión o manifestación. La libertad no puede concebirse por fuera de los condicionantes sociales, sino a partir de ellos. En el primer caso, lo único que obtendremos será una libertad simulada, y es evidente que ésta se encuentra en las antípodas de todo “empoderamiento”.

Si pensamos en las redes sociales como dispositivos que, como todo artificio humano, adolecen de neutralidad, no resultaría trabajoso advertir que la “libertad” de circulación en el espacio virtual como ámbito natural de socialización anula todo interrogante vinculado a la comunicación. Ya no hay cuestionamiento alguno por el propósito de lo que se transmite y quién/es son sus destinatarios. Consecuentemente, la uniformación de emisores y receptores –que además, como sosteníamos previamente, está ligada a la lógica mercantil-, supone la disolución de la especificidad de los vínculos. ¿Cuándo el uso de las redes sociales favorece la reflexión, cuándo propicia intercambios enriquecedores y cuándo es funcional a la reproducción del machismo, objetualizando nuestros cuerpos y reforzando estereotipos que nos encadenan y atormentan? ¿Son las redes sociales un espacio adecuado y fructífero de contacto en todas las circunstancias, más allá de las singularidades de los lazos? La incomodidad que se desprende de cierta perversión que las redes nos proponen debería ser el puntapié para imprimir a nuestras prácticas una mirada feminista orientada a una deconstrucción emancipadora.

El ejercicio de cartografiar el presente para analizar limitaciones y posibilidades persigue la única finalidad de expandir el potencial transformador de las ideas que guían nuestras acciones. Identificar la peligrosidad que el corset del individualismo nos impone a la hora de evaluar deseos y aspiraciones resulta necesario para no caer en cierta miopía analítica. En este sentido, reponer  el carácter social, cultural y netamente político de las identidades y los deseos nos permitirá avanzar hacia la construcción colectiva de espacios más inclusivos e igualitarios.

El reconocimiento de los condicionantes estructurales que trazan una diferenciación nítida entre lo hegemónico y lo marginal, es de vital importancia para no caer en un relativismo extremo que equipara lo desigual, pero ello en modo alguno debería sentar las bases para jerarquizar identidades en el sentido opuesto. Desde ya, no creemos que haya un “verdadero” feminismo, ni identidades feministas más habilitadas que otras para intervenir en la discusión. Como sostiene Clara Serra en Leonas y Zorras, si no queremos caer en esencialismos funcionales al patriarcado -que desconoce la diversidad-, no deberíamos naturalizar lo hegemónico ni tampoco restaurar ningún tipo de normatividad por la puerta de atrás.

Por último, consideramos que el uso compulsivo de las redes sociales como el canal privilegiado para propiciar y encauzar vínculos con otros, demanda una revisión crítica que a menudo es subestimada. De lo que se trata es de repensar crítica,  colectivamente y desde una perspectiva feminista la centralidad que éstas poseen en la circulación de imaginarios, valores, aspiraciones y expectativas. Es indudable que gracias al movimiento feminista se ha avanzado muchísimo en la superación de roles y estereotipos de género, pero aún queda un largo camino por recorrer. Si lo que nos proponemos es transformar de forma radical las estructuras desiguales que nos oprimen, tenemos que estar dispuestas a revisarlo todo, incluso aquellas zonas grises en las que el sistema se muestra más escurridizo. Si aunamos fuerzas y caminamos juntas, sin duda llegaremos más lejos.

 

Si paramos nosotras, se para el mundo.

Desde Argentina, nos envuelve un abrazo verde y el grito es uno solo… ¡Que sea ley!