Por Julia Lledín Vitos

Colombia es un caos vibrante, una sociedad llena de vida y de música, cambiante, impredecible. Los escenarios, social y político, del país no son diferentes. La esperanza de un futuro en paz no deja de estar presente, pese a que la violencia y la intolerancia hacia el diferente han marcado la historia desde que Simón Bolívar luchara por la independencia hace más de dos siglos. Es una sociedad profundamente multiétnica, con grandes diferencias sociales, raciales y regionales; es también una sociedad profundamente dividida por una oligarquía que no ha abandonado nunca su posición de poder y que históricamente ha respondido con la eliminación de todo aquel que osara cuestionarlo. Es también el país con el conflicto armado más largo del continente, que continúa, pese a que en 2016 el gobierno firmó un Acuerdo de paz con las FARC-EP, que era, para la fecha, la guerrilla más antigua del continente, una guerrilla campesina y popular, pero que también recibió mucho rechazo social. Pese al acuerdo, el país sigue debatiéndose hoy entre dejar atrás la guerra o continuar sumido en un conflicto social y armado que no parecen querer terminar; las dificultades en la implementación del Acuerdo y en la búsqueda de la paz con el ELN parecen insistir en que la construcción de paz sigue siendo un proceso, al menos, del medio plazo.

Pero los conflictos sociales respiran también dignidad. El 10 de marzo, los pueblos indígenas del departamento del Cauca, en el suroccidente del país, iniciaron una minga, que quiere decir trabajo comunitario. Una minga para exigirle al Gobierno que cumpla los compromisos asumidos con los pueblos indígenas y los sectores populares en las movilizaciones de los años anteriores. Un trabajo colectivo para exigirle al Presidente Duque que dé la cara. Una minga a la que se han sumado las organizaciones campesinas y afrodescendientes y que está poco a poco extendiéndose por todo el país. Un pulso del pueblo rebelde frente a un gobierno que no quiere ceder ni quiere escuchar.

En este precipitarse de acontecimientos, en la patria del realismo mágico, no es fácil encontrar el tiempo para la reflexión tranquila y creativa. En una fría tarde bogotana nos encontramos con Santiago Castro-Gómez, filósofo colombiano, uno de los principales referentes del pensamiento latinoamericano contemporáneo en el país; es actualmente profesor de filosofía en la Universidad Javeriana e integrante de REC-Latinoamérica, una red de pensadores críticos latinoamericanos. Próximamente, publicará un nuevo libro El tonto y los canallas, que se sumará a otras publicaciones como Revoluciones sin sujeto. Slavoj Zizek y la crítica del historicismo posmoderno o Tejidos Oníricos. Movilidad, capitalismo y biopolítica.

 

P: Una parte importante de tu obra se enfoca en el diálogo entre el pensamiento filosófico europeo y el latinoamericano, en una búsqueda de reconocimiento e identidad propias. En ese sentido, ¿cuáles son, desde tu perspectiva, los principales aportes del pensamiento latinoamericano a la filosofía política global?

R: Creo que el principal aporte es el de haber sido conscientes que la filosofía política, si quiere serlo verdaderamente, no puede ignorar su “lugar de enunciación”. No se puede hacer filosofía política desde el “punto cero”, desde una posición que piensa la política sustrayéndose del contexto en el que se piensa, pues esto equivaldría a tener una filosofía política sin política. No se trata solo de pensar la política, sino de pensar políticamente la política.

La razón política está siempre situada, por lo que pensar el mundo equivale siempre a pensarlo “en circunstancia”, como bien lo vio Ortega en su momento. En el caso específico de América Latina, somos sociedades que han vivido la experiencia de la modernidad a partir de la expansión colonial europea, por lo que la modernidad política entre nosotros ha venido “filtrada” por la grilla de la colonialidad. De manera que la “circunstancia” de un filósofo o filósofa que piensa la política moderna entre nosotros es muy diferente a la de sus colegas que la piensan desde Europa. Comprender y tematizar esta diferencia (que no es geográfica, sino histórica, epistémica y política) es algo que ha caracterizado a la filosofía latinoamericana desde hace varias décadas.

P: Recientemente se ha dado una suerte de redescubrimiento del republicanismo como tradición intelectual, que va más allá de la forma de Estado, al calor de los debates en el seno del postmarxismo. En este sentido, autores como Eduardo Rinesi o Valeria Coronel y Luciana Cadahia han explorado aquel ángulo ciego del populismo relacionado con lo institucional. ¿Podríamos preguntarnos si la república como forma de comunidad involucra una posible institucionalidad populista?

R: Pienso que si la izquierda quiere ofrecer una alternativa creíble en un mundo que gira cada vez más hacia la ultraderecha, tendría que tomarse muy en serio la tradición política republicana. Desde luego esto exige primero establecer con claridad la diferencia entre el republicanismo y el liberalismo. La izquierda no puede darse el lujo de seguir creyendo que las instituciones políticas modernas son un epifenómeno del capitalismo y expresan el triunfo de la burguesía liberal. La apuesta republicana, por el contrario, reconoce que hay algo de objetividad moral en las instituciones políticas modernas y que sin ellas será imposible articular una lucha emancipatoria contra la servidumbre. En cuanto al populismo y sus vínculos con el republicanismo, bien sabes que hay un gran debate en España y América Latina sobre esto. No estoy seguro de que el populismo haya sido la forma que adoptó históricamente el republicanismo en América Latina, como dice Rinesi. Es verdad que no hay política sin movilización de los afectos políticos, y en eso concuerdo en que toda política tiene de entrada un “momento populista”. Pero apelar solamente a los afectos políticos, desconociendo la objetividad de las instituciones y la capacidad de raciocinio de los ciudadanos, me parece una cuestión peligrosa. Sobre todo cuando la derecha parece haber hegemonizado ya esa forma de entender la política. No creo que el asunto sea disputarle a la derecha ese campo de la movilización de los afectos, pues eso equivaldría a jugar en su propio terreno y hacerlo con desventaja. Por eso creo que el republicanismo que necesitamos en América Latina (y en todas las regiones del mundo colonizadas por Europa) no es populista sino transmoderno. Además, me parece que el tratamiento que da Laclau al tema en su libro La razón populista es insatisfactorio. Además de no reflexionar sobre la normatividad de las instituciones republicanas, Laclau parece decirnos que el populismo es la forma de toda política, de tal modo que la diferencia entre un populismo de derechas y uno de izquierdas vendría marcada únicamente por el tipo de estrategias implementadas. Hay un decisionismo en la propuesta de Laclau que me parece problemático desde el punto de vista filosófico.

P: ¿Qué características tendría ese republicanismo transmoderno del que hablas?

R: Es precisamente el tema que abordo en mi último libro El tonto y los canallas. Voy a intentar resumir el argumento. Hay en América Latina una fuerte tradición de pensamiento que en nombre de la “descolonización”, caracteriza a la modernidad en su conjunto como un proyecto imperialista, patriarcal, genocida, racista, epistemicida y depredador compulsivo de la naturaleza. Como alternativa a la modernidad, los defensores de esta posición recurren a las “epistemologías” de los pueblos originarios y sus saberes ancestrales, que no basan su conocimiento en la relación sujeto-objeto y que cultivan una “espiritualidad telúrica” en relación de armonía con todos los seres vivos. Su apuesta política no es disputar el reparto de los bienes públicos al interior de las instituciones modernas, sino abandonarlas radicalmente -una especie de éxodo epistémico-político– para replegarse en el microcosmos orgánico de la vida comunitaria. Frente a esta posición, el libro argumenta que el mayor error que podemos cometer es renunciar a echar mano de los recursos políticos y críticos ofrecidos por la modernidad misma, bajo el supuesto de que estos recursos son de suyo una prolongación de la lógica del capitalismo. El libro defiende la tesis de que si renunciamos de entrada a los criterios normativos de las instituciones republicanas, como pretende un sector del pensamiento decolonial, seremos incapaces de distinguir una política progresista de otra que no lo es y nos colocaremos en el mismo lado de la trinchera en que se refugia el populismo de derechas.

Pero, insisto, lo que propongo no es reactivar un populismo de izquierdas y tampoco lanzarnos en brazos del republicanismo tal como este se configuró en Europa, sino examinar críticamente sus límites y mostrar la necesidad de avanzar hacia un escenario político “más allá” de la modernidad eurocentrada. Mi argumento es que esta torsión política no será posible a menos que los sujetos dejados “sin parte” en el reparto de los bienes públicos por causa de la expansión moderno/colonial europea (una buena parte de la población del planeta) se apropien de la universalidad “abstracta” del republicanismo moderno y la vuelvan “concreta”, mediante la lucha política, en un escenario transmoderno. La categoría “transmodernidad”, que tomo del filósofo argentino Enrique Dussel, no apunta hacia un “éxodo de la modernidad”, sino que significa atravesar políticamente la modernidad desde otros “lugares de enunciación”, precisamente desde aquellos que fueron excluidos por las instituciones políticas republicanas. Pero para lograr esto necesitamos recurrir a los criterios normativos “abstractos” de estas mismas instituciones y volverlos “concretos”, negando al mismo tiempo su forma occidentalizada y eurocéntrica. Como ves, se trata de transmodernizar el republicanismo y no simplemente de volverlo “populista”, dejando intacta su forma eurocéntrica.

P: Ese lugar común en que nos movemos surge de que se han juntado algunas categorías como si fueran inseparables. Pasa con democracia y liberalismo y también con republicanismo y liberalismo. Tú mencionabas la necesidad de separar las dos tradiciones, ¿cómo podríamos caracterizar esa separación?

R: Bueno, este es el trabajo que ha sido adelantado en buena medida por la escuela de Cambridge en Inglaterra (Pocock, Skinner, etc.) y en España por pensadores como Antoni Domènech. No es lo mismo el liberalismo que el republicanismo, aunque es verdad que ambas tradiciones se cruzan históricamente. Pasa lo mismo entre nosotros, pues como te decía antes, hay un sector del pensamiento de izquierdas que confunde la modernidad con el colonialismo, con el capitalismo e incluso con el patriarcado. Creo que una de las labores más importantes que tenemos los filósofos en América Latina es trabajar en la diferenciación de estos conceptos. En nada nos ayuda creer que “todo es lo mismo” y que la modernidad se reduce a ser un mero instrumento del capitalismo y el colonialismo. Debemos entender que si el capitalismo y el colonialismo lograron imponerse, esto fue a costa de las ideas políticas más radicales de la modernidad. Ideas que pudieran sernos de mucha ayuda en este momento de crisis global por el que atravesamos.

P: Tras la llamada “década ganada” en América Latina, estamos en un momento de retroceso global en cuanto a libertades, derechos humanos y democracia. Este retroceso y la dificultad para mantener, desde el sentido común, los logros alcanzamos desde esos gobiernos en la década anterior, ¿crees que reflejan los límites del Estado para el cambio social? Es decir, esa incapacidad para construir un sentido común que haga irreversibles las transformaciones, ¿se debe a errores en las políticas desarrolladas por esos gobiernos o a que, definitivamente, desde el Estado no es posible hacer esas transformaciones que se requieren para cambiar el sistema desde sus bases?

R: Creo que el triunfo de gobiernos de izquierda en Venezuela, Ecuador, Brasil, Uruguay, Bolivia y Argentina durante la primera década del siglo XXI puede ser valorado como una “década ganada”, en el sentido de que lograron hacer retroceder el avance que parecía incontenible del neoliberalismo en los años 80 y 90. Estos gobiernos lograron recuperar parte de los derechos sociales, lograron sacar de la pobreza a millones de personas, como ocurrió en el caso de Brasil. Es decir que se hicieron muchas conquistas sociales, algunas de ellas sin precedentes en América Latina. Ahora bien, como la historia no tiene telos, no está presidida por una lógica de progreso creciente, podemos hablar de retrocesos.

La izquierda en el gobierno cometió varios errores que ahora mismo estamos pagando. Y creo, como bien dices, que el principal de estos errores fue haber concentrado sus esfuerzos en la redistribución de la riqueza y no en la creación de un nuevo sentido común. Faltó una “política cultural” destinada a crear ciudadanos activos críticos y no solamente consumidores o receptores pasivos de ayudas estatales. El caso de Brasil es realmente iluminador a este respecto. Pues fueron precisamente muchos de los que resultaron beneficiados por las políticas redistributivas de Lula quienes luego no hicieron nada por evitar la destitución de Dilma y votaron a Bolsonaro. ¿Cómo se explica esto? Porque el sentido común –marcado en América Latina por el deseo de “blancura” – no fue modificado por la izquierda. Muchos de quienes salieron de la pobreza absoluta y entraron a engrosar la clase media brasileña miraban ahora por encima del hombro a los que quedaron abajo, creyéndose “mejor gente” que ellos. Ahora podían consumir, salir de compras en el centro comercial e incluso ir de vacaciones a las playas de Colombia, Uruguay y Argentina. Y por eso, para tratar de mantener su nuevo estatus, votaron la derecha. Digo entonces: lo que hicieron los gobiernos de izquierdas fue redistribuir la riqueza, pero sin formar ciudadanía. La desigualdad, anclada profundamente en el sentido común a la manera de una herencia colonial, no fue combatida nunca por la izquierda. Por eso sus evidentes logros sociales pudieron ser revertidos con facilidad. Podríamos decir entonces que la izquierda gobernó, pero no dirigió. Gramsci mostraba que una cosa es gobernar y otra es dirigir, porque cuando diriges tienes la hegemonía y me parece que la izquierda en América Latina nunca la tuvo. Gobernó los aparatos de Estado, pero no consiguió la hegemonía cultural, la dirección del sentido común.

P: En cierta forma, el capitalismo ha demostrado una capacidad de tener paciencia para imponerse, como lo que han tratado de hacer ahora con Venezuela, donde está librándose una guerra económica y política en el medio plazo. En cierta forma, sí hay una diferencia entre Venezuela y el resto de países que tuvieron gobiernos progresistas, en sentido, por ejemplo, de lo que está pasando ahora. Y una de las razones de eso, aunque hay más, es la capacidad con que el asistencialismo chavista logró de generar lealtad o compromiso de la gente. Y, por eso, en cierta forma ahora no han sido capaces de derrotar a Maduro por la vía electoral y están yendo por la violencia y la economía. También hay que tener en cuenta la debilidad de la oposición y la tradición autónoma del movimiento social en Caracas, sobre todo el movimiento social que ahora está apoyando, desde una postura crítica, a Maduro.

R: Sí, es verdad. Venezuela tiene una historia singular, marcada en parte por su dependencia económica del petróleo y el papel político, a veces progresista, que jugaron allí siempre las fuerzas militares. Sin estos dos factores no podremos entender el fenómeno del chavismo. Yo creo que están muy equivocados los que piensan que sacando a Maduro del gobierno se acabará el chavismo. Es un error pensar que el chavismo se va a ir de Venezuela simplemente convocando nuevas elecciones sin Maduro. Debemos entender que el chavismo es una fuerza política muy importante, anclada en la historia profunda de Venezuela, y que el apoyo a Maduro es muy grande en vastos sectores de la población. En este sentido, debo decir que me pareció una vergüenza la posición que tomó el gobierno de España en este tema. Ignoro cuál es la posición de Podemos, que ahora es un aliado estratégico del Partido Socialista. Pero lo cierto es que reconocer a Guaidó como presidente legítimo de Venezuela no equivale a ponerse de lado de la democracia, como dicen, sino de los intereses imperiales de los Estados Unidos. Esto no significa que Maduro no haya cometido errores graves y que parte de la responsabilidad de lo que ahora ocurre en Venezuela corra por cuenta del chavismo. Pero hay que diferenciar las dos cosas. Está bien criticar a Maduro y dejar que sean los venezolanos mismos quienes decidan su destino. Pero apoyar un plan intervencionista tan burdo como el que estamos viendo en Venezuela es algo indigno de la izquierda, y esto es precisamente lo que ha hecho el gobierno socialista de Pedro Sánchez. No sé qué cosa hubiera hecho distinto Mariano Rajoy.

P: En tu país, Colombia, podemos identificar una debilidad en la cultura política para el diálogo entre diferentes formas de pensar. La forma habitual de relacionamiento con “el otro”, es y ha sido el aniquilamiento. En ese sentido, ¿cómo encaja el concepto de antagonista en la realidad política colombiana?

R: El antagonismo no es lo mismo que la guerra. El antagonista no es un enemigo al que tienes que matar para acallar su voz, sino un adversario político al que debes derrotar por medios legítimos. En este sentido, lo que hemos tenido hasta hoy en Colombia no es una democracia, sino una oligarquía parlamentaria que no dudó nunca en recurrir a medios sucios para eliminar al contrario. Esta es una de las peores herencias que dejó el conflicto armado interno en los últimos 50 años. Instaló en el sentido común la idea de que quien no piensa como tú tiene que ser eliminado porque es tu enemigo, no tu adversario. Y en estas condiciones no puede existir la democracia, no importa que haya elecciones, pluralidad de partidos políticos, separación de poderes, etc. La democracia se caracteriza por tener instituciones republicanas que permitan el antagonismo legítimo y por estar basada en un ethos ciudadano que considera normal la lucha entre diferentes opiniones políticas.

P: En ese sentido, hay ciertos sectores de la élite que han transitado o están transitando hacia esa idea del antagonismo, porque coyunturalmente lo necesitan…

R: La oligarquía colombiana no es un todo monolítico. Está dividida en por lo menos dos sectores. Uno representa los intereses señoriales de los terratenientes y pretende conservar o restituir las viejas jerarquías coloniales, haciendo de la desigualdad el eje organizador de la sociedad. El otro sector representa los intereses del empresariado capitalista urbano y defiende un tipo de “democracia de mercado” que incorpora valores liberales. La disputa entre Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos ejemplificó esta división interna de la oligarquía. Pero ahora mismo vemos cómo el uribismo ha ganado nuevamente terreno. El problema es que las fuerzas de izquierda no logran todavía componer un frente unido de oposición a la oligarquía y proponer un modelo diferente de país, más cercano a los intereses del pueblo.

P: Entonces, ¿uno de los retos es precisamente la construcción en Colombia de una izquierda democrática?

R: Exactamente. Una izquierda democrática y republicana. Hay señales positivas en este proceso, pero falta todavía mucho terreno por ganar. Existe un sector creciente de la población que se opone a la oligarquía, tal como quedó claro en el plebiscito por la paz hace tres años y también en las pasadas elecciones presidenciales. Pero debo decir que el país no está listo aún para un gobierno sostenible de izquierdas. Hacen falta nuevos liderazgos políticos que dirijan su atención hacia el cambio progresista del sentido común. Ser de izquierdas en Colombia equivale, para buena parte de la población, a ser un comunista, un “castro-chavista” o un defensor de la “ideología de género”. Hasta Gustavo Petro, que en realidad es un socialdemócrata moderado, aparece como un tipo “peligroso”. Vivimos en un país demasiado conservador.

P: La historia de Colombia cuenta con varios ejemplos históricos que podríamos entender como líderes populistas que podrían haber llegado al gobierno, pero fueron asesinados. Como consecuencia, a diferencia de la mayor parte de países de la región, Colombia nunca ha contado con un gobierno de izquierda o progresista. ¿Cuáles son las características históricas y filosóficas, más allá de la violencia física, que explican esa diferencia respecto al entorno? ¿Y cuáles son hoy las consecuencias para el país y la cultura política?

R: La historia de Colombia es muy compleja. El siglo XIX, por ejemplo, fue un continuo sucederse de guerras civiles, desde la independencia en 1810 hasta la Guerra de los Mil días a final del siglo. La oligarquía dividida en dos sectores que luchaban por la hegemonía, sin que el pueblo encontrara medios políticos para hacer oír su voz, a pesar de las luchas de los artesanos. El siglo XX comenzó con un “pacto de caballeros” (no sería el único de nuestra historia) en el que liberales y conservadores se pusieron de acuerdo para dejar las armas y apostarle a la modernización del país, que los conservadores aceptaron finalmente como algo irreversible. Es ahí cuando surge en los años 30 la “revolución en marcha”, un programa de modernización acelerada encabezado por empresarios liberales, que se vio abruptamente interrumpido por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Este líder político, defensor de un liberalismo social parecido al que existía ya en países como México y Perú, consiguió atemorizar con su discurso a la oligarquía tradicional que no dudó en asesinarlo. Y lo mismo ha ocurrido siempre que surgieron líderes que desafiaron el poder de las oligarquías. Es por eso que un sector de la izquierda colombiana tuvo que escoger en algún momento el camino de las armas y apostar a la guerra de guerrillas. Camino que a largo plazo se reveló como inadecuado. Y en eso estamos ahora mismo, tratando de crear nuevos liderazgos que generen cambios a nivel de la cultura política, tratando de crear la base democrática que nos permita lanzarnos a la hegemonía de las instituciones.

P: Aunque en cierta forma se está dando ya un cambio de la cultura política o estamos yendo hacia un cambio de ésta, muy protagonizada por el movimiento juvenil, como en “Paz a la Calle” o las movilizaciones estudiantiles del año pasado, que están proponiendo cosas diferentes, desde las ciudades, sobre todo en Bogotá.

R: Es un movimiento muy de clase media urbana y estudiantil. De ahí vino el apoyo al plebiscito anticorrupción el año pasado, pero también en buena parte el apoyo a la candidatura de Gustavo Petro. Perdimos por poco, pero en todo caso es la mayor votación de un programa de izquierdas en la historia de Colombia. Este año tenemos elecciones de alcaldes y ya veremos qué pasa. Hay mucho chance de ganar en ciudades claves como Bogotá, Cali o Barranquilla. Vamos de a poco, avanzando a veces como decía Lenin: un paso adelante y dos atrás. Pero hay que decir que en el campo colombiano hay también movimientos organizados de resistencia, muchos de cuyos líderes han sido asesinados. El problema básico de Colombia no está en las ciudades sino en el campo, en la tenencia de la tierra, la servidumbre y el desplazamiento forzado de poblaciones enteras.

P: Hace unos tres años en una entrevista te preguntaban por las FARC y decías que la conversión de FARC en un partido y su llegada al escenario político legal podía ser como un revulsivo para la izquierda. Desde hoy y en la lectura del poco más de un año que llevan en la legalidad, ¿cómo ves eso?

R: Precisamente las FARC pensaban a Colombia desde el campo. En el fondo fue siempre una guerrilla campesina. Yo creía que, convertidas en partido político, las FARC podrían comunicar con fuerza sus ideas y fortalecer la izquierda democrática en Colombia. Los acuerdos de paz, que fueron derrotados ya en el plebiscito de 2016, parecían reflejar esta necesidad de pensar los problemas de Colombia desde el mundo campesino. Pero las FARC no lograron consolidarse como partido político. En las pasadas elecciones, el partido de las FARC presentó 23 candidatos a senado y cámara pero no consiguió ninguna curul (aparte de las ya acordadas por el proceso de paz). Es difícil salir de la selva real después de 50 años y lanzarte a la otra selva de la política. Además cargan con un pasado político que les hará la vida muy difícil de aquí en adelante. Basta ver lo que el actual gobierno hace con los acuerdos de paz para darse cuenta que el futuro político de las FARC no es nada prometedor. Si a eso le sumas los errores políticos que sigue cometiendo la guerrilla del ELN, entenderás que el camino de la izquierda en Colombia es como la subida al monte Everest.

P: También es que la izquierda, o quienes pensamos el mundo de una forma diferente, tenemos como una “moralidad” que nos impide jugar en determinados términos, como pasa con los fake news. El mundo de lo político, hoy en día, se maneja por noticias falsas y bombazos, aunque después se sepa que es falso, pero lo que queda instalado es la noticia.

R: Sí, la izquierda tiene una cierta idea de que el mundo debe ser de “otra manera”. Una idea normativa de lo que debe ser la política, de lo que significa ser decente y ser humano. Y esto es importante, porque sin este tipo de ideas el mundo no cambiaría. Estaríamos aún peor de lo que estamos. Sin embargo, esta visión de lo que el mundo no “es” todavía sino que debe “llegar a ser”, resulta complicada a la hora de luchar en el tablero pragmático de la política. Creo que Podemos es el mejor ejemplo de ello. Al principio era un puñado de chicos que quería tomar el cielo por asalto y que ahora se ven confrontados con la dura realidad de la política española. Desde el comienzo fui un gran admirador de Podemos. Me encantaban los programas televisivos de Pablo Iglesias y de Juan Carlos Monedero. Envidiaba la gran capacidad de Íñigo Errejón para combinar la rigurosidad del pensamiento académico con el lenguaje claro y directo que requiere la política de la calle. Pero el mundo no cambia sólo con las buenas ideas. También es necesario aprender las estrategias políticas necesarias para implementarlas y esto puede ser un proceso doloroso. Habrá que cometer muchos errores y a veces tendrás que pagar caro por ello. Pero ese es el camino que tendrá que recorrer la izquierda republicana en el mundo. Esperemos que en Colombia tengamos alguna vez el chance de, al menos, poder equivocarnos.