El desmoronamiento de los grandes partidos del orden, el cuestionamiento cada vez más extendido de las instituciones y consensos heredados sobre los que se sustenta el régimen del 78, y la emergencias de tan fuertes y diversas expresiones de voluntad de cambio político nacidas desde el estallido del 15M, evidencian la emergencia de un momento de efervescencia política y social. Un momento de contradicciones y oportunidades, que brinda la posibilidad de abrir una cadena de transformaciones que permitan recuperar y radicalizar la democracia transformando los consensos y los equilibrios reinantes. Capear las dificultades que se presentan para ello es una tarea difícil que requiere una constante tarea intelectual, de análisis y debate, que construya sobre el momento una estrategia política ganadora y dar respuestas tácticas que la encaucen cuando sea necesario. Esa tarea, tan esencial y urgente como compleja, debería tener como primer objetivo el entender la naturaleza de esta ventana de cambio, algo que por lo general, quienes se presentan con voluntad transformadora, no han sabido leer y explicar.
El momento populista no es fruto de la espontaneidad, ni mucho menos de una mera habilidad táctica e intelectual de tal o cual fuerza política. Detrás de su ser, se encuentran una multiplicidad de fenómenos y procesos sin los cuales esta ventana de oportunidad jamás hubiera existido. Al contrario de lo planteado por gran parte de la izquierda, estas condiciones objetivas y subjetivas no tienen tanto que ver con la combinación de, por un lado, la progresiva acumulación de fuerzas de los NMS y los sectores cada vez más residuales de la izquierda, y por otro lado, el desgaste progresivo de las fuerzas tradicionales. Ese análisis, más propio de la alquimia que de la política, que traviste como guerra de posiciones una ilusión inocente e ingenua, ignora por completo la falta de liderazgo de la izquierda “realmente existente” en la constitución de este momento populista (esta crisis orgánica, de régimen). La crisis de régimen no es tanto el producto de una acumulación de fuerzas de los sectores ya militantes, sino la consecuencia del desarrollo de una serie de procesos endógenos y exógenos a la evolución, expansión y radicalización del sistema neoliberal en Europa. Unos procesos que han dado lugar a las condiciones materiales idóneas para la praxis populista, y ante los cuales estos sectores no han sido incapaces de responder. Resalta en España el caso del 15M y las mareas ciudadanas, claves en el desarrollo más embrionario del momento populista que vivimos, donde la izquierda se vio desbordada y subordinada al propio desarrollo de las cosas, incapaz de ejercer como un catalizador del descontento de la gente.
La actual crisis de régimen, encuadrada en el conjunto de crisis al que el neoliberalismo se enfrenta a escala mundial, tiene más que ver con el producto de una revolución pasiva de los sectores dominantes. Y lo es porque el neoliberalismo en su propia esencia, tiene ese carácter, en términos gramscianos, de revolución pasiva. Un levantamiento de las élites contra el consenso de posguerra en Europa; o en el caso español, los avances en materia de derechos civiles y sociales que trajo la llegada del régimen del 78. Su propio desarrollo ha desencadenado una serie de procesos transformadores que han asentado las bases de las condiciones materiales que hoy leemos como potencialmente útiles para una estrategia de ofensiva y disputa contrahegemónica. Una disputa hegemónica entendida en términos “errejonianos”, es decir, rechazando una exterioridad total o una impugnación pura, que acepte el orden reinante y busque, en el seno de su crisis, rearticularlo y darle un sentido de contestación.
Entre estos procesos se encontraría en primer lugar el progresivo empobrecimiento de los estratos sociales más dependientes de lo que fue el estado de bienestar, y por ende, los más afectados por su desmantelamiento. También lo haría la quiebra de la escasa “movilidad social” que el capitalismo de posguerra ofrecía aquellos sectores de las clases populares que, gracias a la profundización del estado de bienestar, pudieron acceder a una mejor educación y sanidad. En lo que se refiere a la cuestión de la “legitimidad representativa” de las élites políticas destacaría la visibilización del entramado que une lo corporativo y lo político, y su potencial para cuestionar el modelo de democracia representativa sedimentado por el neoliberalismo, desprendido de su carácter agonista y convertido en un comité que administra los problemas comunes de las élites. El convertimiento de la socialdemocracia de posguerra en el social-liberalismo de Tony Blair y Anthony Giddens no sólo significó la pérdida de hegemonía socialdemócrata, sino el hundimiento de la única alternativa con capacidad de gobierno a las políticas neoliberales, el fin de una verdadera disputa política y no meramente de gestión. Esta crisis de representatividad también se ha alimentado de la consolidación de unas dinámicas de centro-periferia en las que los países del sur de europa (PIIGS) han adoptado un papel casi neocolonial respecto a una mittleeuropa cada vez más poderosa por su liderazgo económico dentro de la UE y su demostrado compromiso con los intereses de Washington (inclusive cuando estos contradigan los de Berlín).
El empobrecimiento y la pérdida de unas sólidas expectativas de futuro basadas en el ascenso social, han creado un descontento generalizado en torno al sistema que vivimos. Un descontento social que junto a la crisis de representatividad y legitimidad de las élites gobernantes se ha convertido en impugnación de signo político. En su suma, estos factores nos dan evidencias suficientes como para afirmar que la crisis social, política y cultural del neoliberalismo ha precipitado una ruputra del escenario postpolítico construido durante el neoliberalismo, en el que la democracia “realmente existente” no va más allá de una mera disputa electoral de la gestión de un orden institucional ya sedimentado. Una crisis que permite rescatar, frente a la lógica de gestión en la cual la política se convierte en una mera disputa por el color de las instituciones, una lógica agonista del conflicto.
Las elites dominantes se encuentran ante el hundimiento progresivo de su hegemonía política, social y cultural. Pierden, es decir, su capacidad de encarnar como sujeto particular un interés universal discursivamente construido, de crear consenso y otorgar significado, de seducir a los descontentos y neutralizar los partisanos, y de controlar el terreno de disputa y lo disputado. El cuestionamiento reiterado del modelo de país ideado por la transición, la significativa perdida de votos de los partidos tradicionales y la emergencia de nuevos partidos con porcentajes de voto considerables, la intensidad y diversidad en la que se expresa la indignación ciudadana a través de los diferentes movimientos sociales que han surgido a través de la crisis, y la posición defensiva en lo discursivo que muchas veces los partidos del orden han tenido que tomar, son ejemplos ilustrativos de ello.
Estos ejemplos no habrían sido realidad de no ser por las tres grandes grietas abiertas en el consenso fundamental del régimen del 78. Tres grandes grietas que tienen tres nombres claros: soberanía, democracia y corrupción. Estos tres elementos, resultado de lo anteriormente expuestos, abren la posibilidad de hacer un butrón en su poder, de agrandar la brecha de esta crisis orgánica explotando hábilmente el potencial que presentan para subvertir los consensos sobre los que se sustenta este régimen. Disputar desde estos ejes ganadores el darle sentido a la crisis, colocarlos en la centralidad del debate político y social, y dotarlos de un relato coherente y claro de cara a las masas, que señale a nuestros adversarios como culpables directos de ellos, son tareas que nos acercan a ello. En la política, los equilibrios, las correlaciones de fuerzas, son contingentes pero no inmutables, y de la misma manera que el colapso del consenso socialdemócrata permitió el asalto neoliberal, el colapso del neoliberalismo hoy abre una brecha para el cambio. La primavera política abierta por los movimientos occupy, las primaveras árabes y las experiencias populistas sureuropeas, está descongelando el orden tradicional de las cosas abre una ventana de posibilidad para la reconquista y la radicalización de la democracia, de desmantelamiento de los consensos existentes y articulación de relatos y empresas nuevas. Por ello, hoy más que nunca, es necesario profundizar en las causas que se esconden tras su naturaleza para hacer que la brecha abierta, pequeña pero con tendencia clara, se ensanche para dejar paso a un tiempo nuevo.