Por Xavier Granell y Roc Solà

Normalmente el 14 de abril se publican artículos elogiando la II República Española, hablando de las transformaciones que se produjeron, de los avances que supuso, de la heroicidad del pueblo resistiendo un Golpe de Estado, etc. Este artículo tiene una tonalidad diferente. Nos proponemos seguir dialogando con la tradición republicana española, tal y como hicimos en el anterior artículo, para terminar formulando nuestra hipótesis, a saber, que el republicanismo plurinacional como proyecto político contiene un modelo de Estado y una manera de estructurar y organizar el poder acorde tanto con la pluralidad de demos que componen el Estado como con las transformaciones sufridas en la estructura social que ha generado el neoliberalismo.

 

Correr un tupido velo sobre la tradición republicana en España. Respuesta a José Luis Villacañas

“Que donde hay poder hay resistencia, y no obstante (o mejor: por lo mismo), ésta nunca está en posición de exterioridad respecto del poder”

Michel Foucault, Historia de la sexualidad I, La voluntad de saber

 

Al contrario de lo que opinaba José Luis Villacañas en un artículo ya antiguo, titulado “La ausencia de tradición republicana en España”, en este artículo defendemos que no solo existe tal tradición sino que ha jugado un papel absolutamente determinante en las mayores conquistas de derechos y libertades para las clases populares de nuestra historia.

La tesis del profesor Villacañas podría resumirse en que la ausencia en España de la reforma luterana habría imposibilitado un espíritu unitario que hubiera conseguido federar a los comuneros en su revuelta del siglo XVI contra Carlos I. Desde entonces, habría habido un atraso cultural en España respecto a la Europa moderna que habría hecho que no haya existido la tradición republicana propia.

Desde nuestro punto de vista, habría que cambiar de perspectiva y hacer unas consideraciones generales sobre la historia contemporánea de nuestro país. Históricamente hablando, la base social del Estado español no ha sido una nación sino un conjunto de colectividades más o menos diferenciadas que no se unificaron a partir de sus procesos sociales sino que se mantuvieron bajo las estructuras del Estado que cada vez se fueron haciendo más autoritarias hasta el franquismo. Por esto, por ejemplo, las constituciones que realmente duraron—la de 1845 y la de 1876— fueron las que estructuraron el sistema de poder que el franquismo llevó hasta las últimas consecuencias. El Estado centralista español nunca tuvo capacidad modernizadora y fue impermeable a las reformas democráticas. De aquí la importancia histórica del republicanismo, del anticlericalismo, del antimilitarismo y del anarquismo como elementos de la cultura política de unas clases trabajadoras marginadas. Al haber sufrido un Estado tan cerrado, todas las culturas políticas que pretendían lo que Weber llama “democratización social”, quedaron impregnadas de este fuerte rechazo al “Estado oficial”. Así, Pi y Margall, en su libro de 1877, Las Nacionalidades, defendía algunas propuestas:

Queremos la autonomía de las provincias todas y a todas con libertad para organizarse como les aconsejen la razón y sus especiales condiciones de vida. Somos federales precisamente porque entendemos que las diversas condiciones de vida de cada provincia exigen, no la uniformidad, sino la variedad de sus instituciones. Diversidad de condiciones de vida exige en los pueblos diversidad de leyes. Por no partir de este principio, el régimen unitario en España, como en todas partes, es perturbador y tirano.[1]

No es casualidad que después del fracaso del último intento democratizador de la Primera República en 1873 aparecieran distintas culturas políticas de ámbito regional y con un fuerte rechazo al Estado. Cabe destacar que no se trata de una derrota solo a nivel ibérico. Sobre la situación francesa -la Comuna de París- Gramsci escribe:

“En el 70 y el 71 hubo en Francia dos terribles derrotas, la nacional, que modificó a los intelectuales burgueses, y la derrota popular de la Comuna, que modificó a los intelectuales revolucionarios. La primera creó tipos como Clemenceau, quintasencia del jacobinismo nacionalista francés, la segunda, creó al antijacobino Sorel y el movimiento sindicalista “apolítico”. El curioso antijacobino de Sorel, sectario, mezquino y antihistórico, es una consecuencia de la sangría popular del 71[…]. La sangría del 71 cortó el cordón umbilical entre el “nuevo pueblo” y la tradición de 1793”[2]

La derrota de la Primera República en España cerraba la posibilidad de un tipo de modelo de Estado e iba a tener unas consecuencias históricas que marcarían la forma de la disputa política hasta nuestros días. La actuación del gobierno de la Restauración, dirigido por Cánovas, iba a levantar un régimen que excluiría a las fuerzas obreras y republicanas, suspendería los derechos políticos, anularía el juicio por jurado, la libertad de cátedra, el matrimonio civil, la libertad de prensa y reconocería al catolicismo como religión oficial. Se afianzaba de este modo, el modelo de Estado que, como decíamos, se llevó hasta sus últimas consecuencias con el franquismo.

Así, creemos que solo entendiendo la particular estructura cerrada y excluyente del Estado se puede estudiar en serio la tradición republicana en España. Solo así se puede comprender que no es casualidad que el republicanismo catalán de Alomar, Layret o Companys fuera de clara inspiración pimargalliana, que al andalucismo de Blas Infante estuviera completamente inspirado en el federalismo pactista de Pi, tampoco lo es que Castelao en 1944 dijera que “do autor de Las Nacionalidades sóio restou en pé -como un masto de bandeira no deserto- o seu exemplo de vida, a súa limpeza de miras e de conduta”, o incluso que el anarquismo de Frederica Montseny y Salvador Seguí tuviera una visión y organización claramente inspirada en el federalismo de Pi. Prácticamente todos los actores políticos que tuvieron un rol central y protagónico en los 30 años de crisis de la Restauración estuvieron inspirados por la tradición del Republicanismo federal pimargalliano. Y cabe destacar también que cuando casi toda Europa -la moderna e ilustrada Europa- se instalaban regímenes fascistas, en nuestro país –“atrasado y sin reforma protestante”- se declaraba una República con voluntad de laicizar el Estado, de democratizar el ejército y de socializar la educación y la tierra de manera igualitarista.

Creemos que solo entendiendo la particular estructura cerrada y excluyente del Estado se puede estudiar en serio la tradición republicana en España

Es sorprendente entonces que, en el artículo al que respondemos, Villacañas asuma los siguientes implícitos en la pregunta que se hace:

¿Cuándo comenzó aquella línea de divergencia que nos fue distanciando de los pueblos avanzados de Europa y convirtiendo en un pueblo impolítico, incivil, triste y atrasado, sin lazos comunitarios fuertes, que nos llevó a esa sucesión de guerras civiles que atraviesa nuestra modernidad y que desemboca en esa sangrienta contienda de 1936, que asombró al mundo por su ferocidad, crueldad e inhumanidad?

Se asume así la lectura historiográfica en la que la Segunda República estaba supuestamente condenada al fracaso por la histórica falta de tradición democrática y republicana española. La consecuencia de esta interpretación es que no es capaz de ofrecer una explicación convincente a por qué existió una república y no se prolongó una dictadura como en Italia y, a su vez, tampoco analiza con qué forma política se produjo la acumulación de potencia política que iba a permitir la caída de la monarquía y de la dictadura de Primo de Rivera. El problema que tiene Villacañas es que busca al republicanismo en el Estado pero no se da cuenta que con un Estado tan cerrado y excluyente, y siguiendo a Foucault cuando dice que nunca la resistencia está en posición de exterioridad respecto al poder, el republicanismo tomó una fuerte impronta contraria a ese Estado oficial y se identificó con el anarcosindicalismo o el catalanismo que tuvieron un papel destacado en el advenimiento de la Segunda República.

 

Republicanismo federal. El modelo territorial es el modelo de Estado

“La esencia del federalismo está en la división de la soberanía. Una nación federalmente constituida no es un solo Estado simple, pero no es tampoco una agregación de Estados soberanos. Es un Estado compuesto, cuyos componentes son varios Estados soberanos en parte, y un Estado general, en parte también soberano”.

Valentí Almirall, ‘La Confederación Suiza y la Unión Americana’, 1886

 

Existe suficiente literatura en torno al federalismo de Pi y Margall, incluso se habla de que más que un republicano federal habría que considerarlo un federalista republicano. Y es que no había en Pi una fetichización de la república como forma de Estado separada de la organización económica, administrativa, etc. De hecho, criticaría con dureza las nociones unitarias de repúblicas aludiendo que éstas no son una verdadera república, sino una “monarquía con gorro frigio”.

Solo la ausencia de imaginación política, consecuencia de la asimilación de parte del paradigma neoliberal, puede explicar que hoy en día se pueda atender a cómo se organiza y estructura un territorio de manera aislada y separada a cómo se organiza y estructura el poder. Así, durante el ciclo 2011-2014 se debatía, en el mejor de los casos, cómo articular la cuestión social con la cuestión nacional, cuando no se contraponían dichas cuestiones con el mantra de “las banderas ocultan las cosas de comer”. Muestra, esto último, de una clara impotencia política.

La comprensión parcial o incompleta acerca de qué cosa sea un Estado (o, más concretamente, un Estado capitalista) no es únicamente una característica actual. Existen enfoques que entienden el Estado como parasitario, asumiendo que éste no juega ningún papel en la producción o reproducción económica, y no es más que la expresión de intereses egoístas irreconciliables que tienen lugar en la sociedad civil. Otros lo entienden como un epifenómeno, asumiendo el binomio estructura/superestructura y situando al Estado en el segundo campo, como una institución determinada por las relaciones de producción correspondientes a una fase determinada de desarrollo de las fuerzas productivas. Por último, aunque habría más, señalaremos el enfoque del Estado como poder de clase. Para dicha perspectiva el Estado es una máquina burocrático-militar al servicio de una clase determinada, asumiendo así una visión ahistórica (puesto que no explica situaciones concretas en las que se bifurcan la clase económicamente dominante y el poder estatal) e instrumental (el Estado como máquina y no como una relación).[3]

Solo la ausencia de imaginación política, consecuencia de la asimilación de parte del paradigma neoliberal, puede explicar que hoy en día se pueda atender a cómo se organiza y estructura un territorio de manera aislada y separada a cómo se organiza y estructura el poder

A nuestro entender, y por no extendernos en exceso en esta cuestión, la comprensión de qué cosa sea un Estado y de cómo se haya construido en cada proceso histórico, tiene una doble motivación: primero la de establecer el dónde, el porqué y el cómo se estructura cierta construcción de poder político y, segundo, el establecimiento de una hegemonía real, es decir, no sólo administrativa y burocrática, sino en su vertiente de dirección orgánica del conjunto de la sociedad.

El Estado no puede ser comprendido de otra forma que no sea el Estado pleno, es decir, como hegemonía acorazada de coerción. Si el Estado tiene un papel constitutivo de los grupos dominantes y su cohesión, puesto que no hay clase dominante que no se constituya a partir del Estado, es porque su función no se limita a la represión física organizada, sino que tienen un rol central a la hora de organizar las relaciones ideológicas. Aquí la noción de ideología no refiere a un conjunto o sistema de ideas más o menos coherente, sino que, además, concierne toda una serie de prácticas, como son los hábitos, las costumbres, los modos de vida y, en definitiva, un conjunto de prácticas sociales (entre las que se incluyen prácticas políticas y económicas).[4]

Gramsci, en su polémica con las corrientes que se decían “de izquierda” (bordiguismo), ya criticó a quienes tenían visiones reduccionistas con respecto a cómo domina la clase dominante. En su crítica, escribió que:

“Con la ‘lucha de clases’ se ‘justificaba’ y ‘explicaba’ todo, pero no se entendía nada y nada se hacía entender. La burguesía, como hoy para nuestro ‘izquierdista’, era un obsceno personaje que maniobraba de manera diabólica para conservarse y engañar al proletariado”[5]

La exclusión, por tanto, de diferentes “parcelas” que componen la totalidad del Estado no responde a otra cosa que a la falta de imaginación política transformadora. Por decirlo con José Aricó, “el límite del pensamiento no expresa, en definitiva, otra cosa que el límite de la capacidad de transformar”.[6]

De entre quienes su riqueza del pensamiento no era más que una extensión de su capacidad y voluntad de transformar, se encuentra Pi y Margall. Así como otros grandes pensadores, la contradicción que subyace a su pensamiento y su obra es la tensión entre autoridad y libertad. En sus propias palabras:

“Existen, señores, en el mundo dos principios que se contradicen mutuamente, que están en perpetua lucha, y que precisamente por el hecho de estarlo, engendran el movimiento político en las sociedades. Estos dos principios son la autoridad y la libertad. Existen los pueblos dos necesidades coetáneas, dos necesidades iguales en fuerza: la libertad y el orden.”[7]

En Maquiavelo encontramos esta tensión en los dos humores, el de la nobleza y el del pueblo, en Marx en la contradicción capital-trabajo, en Gramsci con hegemonía, en Rousseau con la “voluntad general” o en Foucault con el binomio poder/resistencia. Una de las tensiones derivadas de la ya mencionada contradicción entre autoridad y libertad en Pi, es la que refiere a unitarismo y federalismo -del latín foedus, pacto-. Para Pi, la monarquía sería el máximo representante de la centralización, en tanto que acumulación y concentración del poder o autoridad. El federalismo, por su parte, sería la unidad en la diversidad, la garantía de convivencia de lo diferente cuyo fundamento es el pacto y no la imposición.

Como se indica en la frase que abre este apartado, “la esencia del federalismo está en división de la soberanía. Una nación federalmente constituida […] es un Estado compuesto, cuyos componentes son varios Estados soberanos en parte, y un Estado general, en parte también soberano”. La ubicación del debate en el terreno de la soberanía evita caer en las posiciones habituales con respecto a si el Estado autonómico es o no federal por transmitir más o menos competencias. No se trataría entonces de ceder un gran número de competencias, sino de reconocer los diferentes demos que constituyen el Estado español y la capacidad de autogobernarse como Estados soberanos.

Este modelo se pretendió implantar con el Proyecto de Constitución federal de 1873 y es, a su vez, el modelo de Companys de 1934 cuando declaró “l’Estat Català dins de la República Federal Espanyola.” Y no es casual que el federalismo fuera la fórmula por las grandes figuras republicanas españolas, esto responde a la forma del sujeto político transformador que históricamente se ha configurado. A diferencia de Francia donde la fuerza del movimiento revolucionario residía principalmente en París, en España ha sido vía federación (centro-periferia o periferia-periferia) como se han producido las grandes movilizaciones populares.

Hay otro elemento a tener en cuenta en la crítica al centralismo que ha ido ocupando cierta centralidad (valga la redundancia) en el debate público, y es el que refiere a la concentración económica, poblacional, de recursos y de presencia mediática en torno a ciertos núcleos urbanos. El modelo territorial en clave federal o federalizante debe hacerse cargo de dicha cuestión puesto que el origen reside en el mismo punto al que nos referimos: el centralismo político. La identificación de Madrid con España propicia la depauperización de ciertos territorios que se han ido conformando en eso que se denomina la “España vaciada”. Con íntima relación a este proceso, encontramos la desidentificación territorial con cierta concepción de España, cuya prueba más flagrante son los 43 diputados que hoy forman parte del Congreso y que no pertenecen a fuerzas políticas de ámbito nacional-estatal.

Se reunirían así dos aspectos esenciales sobre los cuales se puede articular un proyecto que no sea meramente resistencialista: uno es la plurinacionalidad y otro la federación. El primero estuvo presente en el primer Podemos (2014-2016), hasta el punto de que en las elecciones generales de 2016 se superó al PSOE en País Vasco, Navarra, País Valencià, Catalunya y Comunidad de Madrid (en algunos casos, como en País Vasco o Cataluña, siendo la primera fuerza). La federación como estructura organizativa muestra reticencias por lo que refiere a la organización política o, en sus intentos recientes, pocos éxitos electorales.

 

Un suave formato centralista o de la crisis plurinacional en 2020

Después del fin del bipartidismo en 2015 ha habido 4 elecciones generales en 4 años. La crisis de Régimen que se abrió con la abdicación del Rey Juan Carlos I puede decirse que se encuentra en una situación de estabilización muy frágil con el gobierno progresista del PSOE y Unidas Podemos. Ello no quiere decir que se haya cerrado la crisis de Régimen en absoluto. Esto dependerá de que las fuerzas progresistas sean capaces de encarar las 3 crisis fundamentales que se hicieron visibles en 2014: la social, la democrática y la plurinacional.

Se reunirían así dos aspectos esenciales sobre los cuales se puede articular un proyecto que no sea meramente resistencialista: uno es la plurinacionalidad y otro la federación

Como comentábamos, desde las últimas elecciones generales, hay 43 diputados y diputadas que no pertenecen a partidos de ámbito estatal, y alguna fuerza no es ni nacionalista ni autonómica sino directamente ya provincial, como Teruel Existe. Parece que en León quieren separarse de Castilla, los trenes en Extremadura están en unas condiciones lamentables y aunque el Procés haya terminado, las problemáticas que expresó no han sido solucionadas. La hipertrofia del discurso nacionalista español que cada vez se condensa más en Madrid está haciendo que cada vez más gente, que se siente española, no se vea representada en esas fuerzas. Cada vez hay más fuerzas políticas que son tildadas de no-nacionales o se sospecha de su compromiso con un proyecto que tenga a España como marco de actuación.

La muerte del Estado de las autonomías es algo fundamental en esta crisis de plurinacionalidad y en el caso de Cataluña, tiene mucho que ver —pero no solo— con la sentencia del 2010 contra el Estatut por parte del Tribunal Constitucional. Esta sentencia, que muchas veces se menosprecia diciendo que el Estatut no tuvo mucho apoyo social —ERC votaría en contra de su reforma, por ejemplo—, supondría una alteración radical de los principios fundantes respecto de los pactos del 78. Rompe el concepto de Bloque de constitucionalidad, la idea de que los Estatutos tienen rango de constitución y que no son sujetos de intervención del poder central. De este modo, se empieza una profunda crisis territorial, plurinacional, de concepción del Estado, que va mucho más allá que la cuestión catalana pero que no le es completamente ajena. Algo que por otro lado ya expresaba, en 1932 el ponente de ERC en la discusión del Estatut, Amadeu Hurtado cuando decía que “costaba de entender esta paradoja hasta que llegamos a descubrir que en el concepto que generalmente se tenía de autonomía era el de una concesión graciosa del Estado, que por razones de conveniencia se podía otorgar, restringir o suprimir, y no como un reconocimiento de la soberanía de Cataluña”.

El modelo de financiación autonómico también hace aguas porque se ha cargado los recortes de la última crisis en las autonomías. Y es importante hacer hincapié en que las autonomías —que están lejos de ser estados miembros de una federación como defienden desde el PSOE— sostienen el Estado del bienestar o, mejor dicho, es la forma concreta en la que este se ha construido en nuestro país al tener competencias como la educación, la sanidad o los servicios sociales. Es importante destacarlo porque no pocas veces el discurso de la derecha atacando a las autonomías desde sus partidos o sus medios, lo que en el fondo atacan —porque no se atreven frontalmente— es el sistema público.

Así, la única alternativa a un gobierno de las tres derechas pasa, como dice el historiador Xavi Domènech, por una articulación de una agenda, programa y un proyecto común entre las fuerzas progresistas no solo del gobierno, sino de la coalición de la investidura en base a un nuevo modelo ecológico, el feminismo, políticas migratorias y una alianza que exprese un nuevo modelo territorial que acepte el pacto de libre voluntad y, por tanto, deberá aceptar el derecho a decidir.

 

 

 

Notas y referencias

[1] Pi i Margall, Francesc. “Les Nacionalitats (1877)”, en Les nacionalitats. Escrits i discursos sobre federalisme. Generalitat de Catalunya. Institut d’Estudis Autonòmics, 2010, p. 349.

[2] Antonio Gramsci, Cuaderno 4, §66.

[3] Para una aproximación más completa a dichos enfoques y otros, véase Jessop, Bob. “Teorías recientes sobre el Estado capitalista”, Cambridge Journal of Economics, 1977, 1, pp. 353-373.

[4] Nicos Poulantzas aceptará dicha definición de Estado (coerción + ideología) si, y sólo si, se reconoce la actuación del Estado a la hora de crear, transformar y producir realidades. Véase Poulantzas, Estado, Poder y Socialismo. Siglo XXI Editores, S. A., 2005.

[5] Citado en Buci-Glucksmann, Christine. Gramsci y el Estado. Hacia una teoría materialista de la filosofía. Siglo XXI de España Editores, 1978, p. 121.

[6] Aricó, José. La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina. Puntosur, S. R. L., 1998, p. 14.

[7] Pi i Margall, Francesc. “Discurs a les corts en defensa de la federació republicana (1869)”, en Les nacionalitats. Escrits i discursos sobre federalisme, Generalitat de Catalunya. Institut d’Estudis Autonòmics, 2010, p. 473.