Por Gerardo Muñoz

Aunque durante estos meses mucho se ha escrito sobre el estallido del 18 de octubre en Chile, tal vez no haya una mejor crónica que El porvenir se hereda: fragmentos de un Chile sublevado (Sangría Editora, 2019) del filósofo chileno Rodrigo Karmy, un libro singular que combina una aguda mirada en caliente sobre la secuencia de los meses de octubre y noviembre con la densidad reflexiva que prepara otras condiciones para habitar la fragmentación del mundo. Esta constelación se acerca a la revuelta chilena con el pathos de la distancia, abandonado los habituales rótulos y moldes con los cuales a veces se intenta reducir la turbulencia de un acontecimiento de tal envergadura. En su escritura a Karmy le interesa librar la energía destituyente y experiencial de la revuelta que desordena el espacio de la metrópoli y sus gramáticas, de esta manera explicitando la articulación entre vida y el pensamiento que deshace la prisión instrumental de todo concepto maestro. Este tal vez sea el reto del momento chileno para todo pensamiento que se quiera libre y carente de tabiques internos. Rodrigo Karmy es profesor de filosofía y estudios árabes de la Universidad de Chile. Es autor de los libros Políticas de la excarnación (2014), Escritos Barbaros: ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo (2018), y más recientemente Fragmento de Chile (2019). Conocido como uno de los “averroístas latinoamericanos”, Karmy posee una de las miradas más nítidas sobre el panorama político de su país, y por extensión, de la crisis de legitimidad de la gobernabilidad en la región. Aprovechamos esta oportunidad para conversar con Karmy sobre el octubre insurreccional chileno al cual ha situado bajo el signo de la potencia destituyente.

P: Rodrigo, primero, gracias por tu tiempo para responder a estas preguntas en torno al momento chileno que ha quedado elucidado en tu libro El porvenir se hereda (Sangría Editora, 2019). Comencemos, entonces, por el propio título: ante una revuelta que algunos pudieran llamar “experiencial”, ¿Por qué volver a un topoi de la época de la Unidad Popular? ¿Es posible hablar de un porvenir al interior de interregnum epocal como el que habitamos?

R: Pienso que la Unidad Popular opera como un nunca sido que irrumpe de vez en cuando alterando nuestro presente. Para mi, la Unidad Popular es una experiencia, esto es, una interrupción del continuum histórico de Chile y un proceso que excede, por tanto, ese mismo continuum y que, en las múltiples asonadas populares que han acontecido en las últimas décadas dicho pasado irrumpe no en la forma de la Unidad Popular, pero sí en relación alas demandas históricas y los deseos colectivos de democratización que quedó enterrado con el golpe de Estado de 1973. Es clave, en este sentido que, en mi perspectiva, la herencia de la Unidad Popular no está en el “mal gobierno” que los intelectuales del orden le atribuyen, sino en la transmisión de un porvenir en medio de la intempestividad del presente. A pesar de su filosofía de la historia que prometía un futuro y que esgrimía su discurso, la herencia más radical de la UP no ha sido nunca el “futuro”, sino el “porvenir”; no una restitución del continuum, sino su interrupción, en que se inunda de un presente que es capaz de devenir otro de sí, atravesarnos, mezclarnos con otros tiempos y otros espacios. Podría decirlo así: si el “futuro” implicaba una filosofía de la historia en la que había un “ideal” que alcanzar, el porvenir es más bien un tiempo en medio del tiempo, una posibilidad en medio de una actualidad. No se trata, por tanto, de un “más allá” al que dirigirnos, sino de una posibilidad que horada la sutura del orden securitario y fascista en el que vivimos.

P: Hay varios paralelos entre los Chalecos Amarillos y el octubre chileno. Tal vez se pudiera hablar de una nueva “política experiencial”, irreductible a la ocupación de las plazas, como lo fue durante de los movimientos del 2011, pero también de las “demandas equivalenciales” de la lógica populista. Todos los lemas en la revuelta chilena tienen una fuerte carga de una experiencia contra el establishment político: “evasión”, “no son los 30 pesos”, “no estamos en guerra”, etc. ¿Hasta qué punto podemos hablar de la experiencial como una fase superior de las revueltas “horizontales” de ocupación? ¿Está lo nuevo en este desfase?

R: Quizás, podríamos decir que la irrupción de la experiencia como campo político no sería una “fase superior” sino justamente “inferior”, una apuesta “débil” –diría Benjamin- que no se deja reducir jamás a la “demanda de equivalencias” y su política institucional. Cuando los estudiantes secundarios dicen “evadir” y refieren al “sin miedo” como actitud contra el poder, hacen del instante político una fiesta de la destitución en la que se restituye la vida a sus imágenes, los cuerpos a su potencia. La vida entiende que imaginar, actuar y pensar no es más que una misma intensidad y los cuerpos hacen saltar los mecanismos que los docilizaban. En este sentido, lo nuevo –me parece- es que la revuelta asoma sin filosofía de la historia en un gesto propiamente cómico que no trata ni de tomar el poder, ni de negociar con él, sino más bien, de desnudarlo, exponer su radical arbitrariedad y falta de fundamento. En otras palabras, la experiencia de insurrección popular asume un carácter destituyente (tal como la estela de Benjamin con Agamben lo plantea respecto de la potencia o, incluso, Lacan respecto de la clínica) en el que se depone al saber-poder y donde los pueblos asumen, por una vez, de que nada ni nadie está “detrás” (o más allá) para salvarlos.

P: Pero hay empalmes y desvíos en la secuencia temporal de la sublevación. ¿En qué sentido el 2019 atraviesa y corta el importante movimiento de los estudiantes de 2011?

R: Podríamos decirlo así: el movimiento estudiantil fue la primera contestación radical contra el ordenamiento constitucional de Pinochet y su transición, pero fue la última forma de protesta premunida de “pastores”: en este caso, fueron los estudiantes quienes lideraron el proceso y sus dirigentes políticos quienes operaron como interlocutores con los gobiernos de turno. Estaba Camila Vallejo, Giorgio Jackson y otros. Para el octubre de 2019 no tenemos rostros y, más bien, acusamos recibo de una lógica implosiva cada vez que “alguien” pretende capitalizar la revuelta. En otros términos, la palabra nietzscheana “crepúsculo” es demasiado progresiva aún: aquí cada dirigente se “estrella” y no deja de hundirse en las tramas de una revuelta que nadie controla, dirige ni conduce. Hoy día, los cualquiera han recuperado su potencia y no hay “interlocución” posible cuando toda forma de interlocución con el Estado supone la construcción de un sistema de equivalencias que aquí ha saltado por los aires.

P: Taponear la equivalencia es bloquear los flujos de la metrópoli. Aquí el problema del espacio es decisivo. Algunos han notado que no es casual que el momento detonante haya sido El Metro – símbolo mesocrático de Santiago, lo cual abre una discusión sobre la organización y la infraestructura de los territorios en una época de los aparatos que buscan gobernar desde la territorialidad, la estadística poblacional, y la infraestructura. ¿Podemos hablar de una revuelta contra todo lo que supone hoy el diseño de la metrópolis?

R: En cierto modo sí, porque Chile tiene una historia singular, subterránea de articulación democrática muy importante que, desde antes de la República, pasa por la constitución de cabildos. Si las revoluciones modernas tienen a los Consejos como agenciamientos básicos que catalizan sus procesos, las repúblicas latinoamericanas y, en especial, Chile tiene a los cabildos como instancias colectivas de deliberación que desafían la centralidad del poder. Ocurrió que la propia República nació de los cabildos, pero éstos quedaron subrogados en virtud de la monopolización ejercida por la propia República que ahora se identifica sin fisuras con el Estado de matriz “portaliana”. Diego Portales –un empresario tabacalero del siglo XIX – impuso un modelo de Estado autoritario explícitamente condicionado por la supuesta “falta de virtudes cívicas” que, me parece, ha seguido vigente en cada renovación del pacto oligárquico cristalizado en las diversas constituciones políticas, inclusive, la de 1980 actualmente vigente. Todas las que prevalecieron sostuvieron esa mirada centralista. Y hoy, cuando asistimos a una multiplicación de cabildos y asambleas ciudadanas nuevamente se pone en tela de juicio esa matriz “portaliana” que la dictadura cívico-militar hereda a nuestro presente. El cabildo es el signo de la existencia de un agenciamiento colectivo que hoy se revitaliza con la revuelta.

P: En el libro hablas de una hipótesis muy bella: la potencia del ritmo al interior del movimiento. Un ritmo que no es una mera secuencia de sujetos, sino una transfiguración del tiempo mismo en relación con el actuar; como si, de alguna forma, se pusiera en suspenso la mediación ya no solo entre institución y movimiento, sino también entre acción e imaginación, entre el plano de lo sensible y el plano espacial. ¿Pudieras ahondar un poco más en tu hipótesis sobre el ritmo para entender el despliegue de estos meses?

R: Sin duda habría mucho que pensar sobre la ritmicidad de la revuelta. Por ahora, sólo plantearía la existencia de lo que he llamado “marcadores rítmicos” que definen o, más bien, organizan el devenir de la revuelta. Siguiendo ciertas lecturas diría que los marcadores rítmicos son el funcionamiento estratégico de una revuelta en un escenario en que no existe una vanguardia que la planifique. Cuando tienes una vanguardia, es el sujeto supuesto saber el que planifica la estrategia. Cuando no la tienes son diversos oleajes de imaginación los que rotan la marca rítmica de la revuelta: primero fueron los estudiantes secundarios surgiendo desde el subterráneo de El Metro, luego los movimientos feministas quienes marcan el ritmo de la revuelta. Hay rotación permanente entre movimientos que se visibilizan como oleajes precisos que aparecen y desaparecen, se muestran y se ocultan. Pienso que eso es lo que podríamos definir como ritmo: un oleaje de imaginación popular en el que la irrupción deviene diversos rostros, rota múltiples formas sin que ninguna pueda capturar por completo al proceso. Por ejemplo, en el momento en que la revuelta estaba siendo tremendamente criminalizada por el gobierno, aparecen Las Tesis con cuya coreografía sustraen la revuelta de la trampa del poder y, por un momento, desactiva el clivaje “amigo-enemigo” impuesto por la racionalidad estatal.

P: Otra de las categorías que emerge en tu cartografía, y a la cual ya has aludido varias veces es la cuestión de la “imaginación”. Obviamente, que este uso de la imaginación ya no tiene nada que ver con el lema sesentaochista de “imaginación al poder”, sino con una región averroísta. ¿En qué sentido podemos hablar de la revuelta como despeje de la imaginación común?

R: Para mi resulta imprescindible esta pregunta. Sobre todo, porque la revuelta funciona como una suerte de umbral a partir del cual la imaginación deja de verse como una facultad psicológica situada en la égida del sujeto (aquello que Henry Corbin llamaba “imaginario”) para despuntar como una fuerza transformadora que nos atraviesa y en la que habitamos (aquello que propiamente resulta “creador” y que Corbin llamaba “imaginal”). La revuelta vuelve a poner a la imaginación como un “intermundo” en el que pasado y presente se impregnan radicalmente entre sí configurando lo que Furio Jesi llamaba el “punto de intersección” o el propio Corbin “mundo imaginal”. La imaginación como lugar sin lugar –una khorá propiamente tal- es precisamente lo que se actualiza aquí y que nos permite entender algo clave: que actuar, pensar e imaginar constituyen tres términos que la tradición filosófica habitualmente concibió por separado, pero que, en rigor, tendrían que ser pensado como tres modos de una misma intensidad. En este sentido, pienso que la revuelta nos permite entender que el problema de la imaginación es siempre ético y político. Así, por ejemplo, cuando las ciudades del país son intervenidas con las paredes rayadas, murales pintados, memoriales improvisados, o diversos marcadores rítmicos que aceleran o pausan la danza de los cuerpos del pueblo sublevado nos encontramos con el estallido de esa imaginación común que todo lo envuelve y desmonta.

P: Ahora que has dicho “desmontar”, pienso que otro de los planos de inscripción de esta revuelta es lo que has pensado, siguiendo a Giorgio Agamben y otros, una ‘potencia destituyente’. Sabemos que durante todo el siglo veinte, la técnica revolucionaria supuso un horizonte entregado a la proyección de “objetivos” : la ocupación del estado y hacerse con el mando de gobierno. Para ti, ¿qué está en juego en el gesto destituyente tal y como se ha expresado en desde el momento chileno?

 R: Pienso que lo que está en juego es la propia implosión del paradigma pastoral que articuló milenariamente a las formas modernas de gobierno. La prescindencia de vanguardias y la dificultad de los partidos políticos u organizaciones sociales en general de liderar el proceso –e incluso, la obsesión con la que la intelectualidad del orden ha demandado conducción, liderazgo o vanguardias (por ejemplo, la identificar a grupos “anarquistas” “detrás” de la revuelta, cuando esta misma carece de cualquier “detrás) tiene que ver exactamente con este problema. Pienso que esta falta de conducción pastoral se suple por los marcadores rítmicos que han proveído formas de organización paralelas a las instituciones establecidas (como los cabildos) y de temporalidades alternativas a esa misma institucionalidad. La huelga general u otras formas de protesta han interrumpido la temporalidad del capital que, como sabemos desde las lecciones de Michel Foucault, ella responde en último término a la racionalidad propiamente pastoral. En este sentido, pienso que no es casualidad que, después de años de desarticulación de la legitimidad de la Iglesia haya surgido esta revuelta, si acaso sea la Iglesia (como Freud o Schmitt la piensan) funciona como paradigma formal de las instituciones modernas.

P: En efecto, ha habido desde el status quo mucha ansiedad con la hipótesis destituyente. Incluso, han llegado a tildarla como un “nuevo partido de la violencia”, lo cual resuena con algunas de las instrucciones de algunos amigos franceses. Pareciera que, en una época anárquica, la derecha y sus guardianes solo pueden profundizar en una administración de la guerra desde el dispositivo del miedo. ¿Cómo lees esta ansiedad que busca dar administrar una stasis en la comprensión misma del momento de octubre?

R: Puedo contestarte con una anécdota intelectual reciente: dos “intelectuales del orden” se han referido a un pequeño texto titulado “El momento Destituyente” que escribí a propósito de la realización de una de las primeras grandes marchas que tuvieron lugar en Plaza Dignidad desde el 18 de octubre. El primero es un socialdemócrata, José Joaquín Brunner, quién justamente me criticó en una columna de pertenecer al “partido de la violencia”, el segundo es el ultraderechista de la línea reaccionaria hispánica, Gonzalo Rojas, quién en otra columna me acusa de ser el “destructor” de toda la institucionalidad. Me parecen interesante tres cosas: la primera es que, a pesar de sus diferencias ideológicas, los dos muestran una imposibilidad de entender qué es la destitución identificándola con el clivaje conocido por ellos que es la “destrucción”; la segunda es que, no obstante sus diferencias ideológicas, ambos aparecen atrincherados y compartiendo el gusto por un enemigo común que quieren sacrificar como un enemigo público al que acusan de fomentar la violencia y pretender destruir el orden de las cosas; en tercer lugar, la fijación que ambos tuvieron al texto “El Momento Destituyente” dentro de una serie bastante vasta que he escrito desde hace varios años. Algo monstruoso vieron en el término “destitución”, algo con lo que no pueden lidiar sino es reduciéndole al campo de una violencia puramente sacrificial, o mítica como decía Benjamin. Que hayan compartido la misma actitud se produce porque ambos son “intelectuales del orden” instituido desde Pinochet, sea de la transición (Brunner) como del pinochetismo (Rojas) como núcleo mítico de dicha transición. Entre ellos se articula una complicidad secreta que pasó por la llamada “democracia de los acuerdos” que implicó la desmovilización de la asonada popular que terminó con la dictadura y con la reforma del texto Constitucional, pero no de su matriz doctrinaria de corte neoliberal. Pienso que la revuelta no destruye, sino que profana porque precisamente no es vanguardia.

Podríamos decir que la revolución (al menos en su forma moderna) trae consigo la violencia destructiva porque se engarza a una vanguardia determinada, la revuelta abre una violencia destituyente precisamente porque no se anuda a vanguardia alguna y abraza enteramente el ritmo de los cuerpos.  La revuelta es siempre mucho más precaria, más débil si se quiere, en el sentido que revoca los usos habituales desnaturalizándoles para imaginar otros usos posibles. Y en ello reside su riesgo porque siempre el poder constituido acusará –como bien supo Benjamin- a esta potencia de ser “anarquista, nihilista y sin sentido”. La revuelta, por eso, no obedece al paradigma liberal de la paz, pero tampoco a la noción soberanista de destrucción. Por eso no se somete al paradigma civilizatorio de “civilización-barbarie”, sino que lo desactiva constituyendo un campo común que excede ese mismo clivaje. En ello reside su singularidad. Por cierto, está atravesada o, más bien, amenazada siempre de caer en esas posiciones, pero sus marcadores rítmicos, cuando tienen lugar, la sustraen de dichas posibilidades. Por esta razón, me niego a jugar el juego de las equivalencias y llegar a sostener, de manera tan brutal como irresponsable como hacen estos intelectuales que, sin embargo, exigen de los demás tanta responsabilidad desde un ilusorio lugar catedralicio, de que la violencia de esta revuelta sería equivalente a la que aconteció en el golpe de Estado de 1973. ¡De ninguna manera! La violencia de los oprimidos –que existe, que se da- tiene un carácter destituyente, pero jamás no destructor. Y creo que esto es también importante para las izquierdas cuya liberalización ha bloqueado la posibilidad de pensar la violencia: la izquierda debe reconocer (como lo hicieron Marx, Lenin et al) que hay violencia popular y que, sin embargo, ésta resulta de una contextura diversa a la violencia opresora. Siguiendo la estela benjaminiana, esa violencia popular, sin embargo, no es “justificable” en el sentido que no trabaja bajo el esquema medios-fines, pero por esa misma razón adquiere su carácter destituyente. Pienso que debemos insistir en la violencia de la resistencia, en la violencia implicada en la sublevación en la revuelta, pero, a la vez, atender que dicha violencia es destituyente y que hace implosionar el esquema sacrificial de la violencia opresora porque sino el discurso de las equivalencias termina por neutralizar la potencia destituyente que aquí está en juego, reestableciendo la violencia pastoral que hemos mencionado, pero también, porque muchas veces la violencia de los oprimidos comienza a replicar la de los opresores y, en el instante del triunfo, se instaura un ordenamiento tan brutal como el anterior (algo que Franz Fanon vio justamente a propósito de la experiencia de descolonización argelina). Por eso, en los oprimidos el trabajo de la crítica resulta decisivo (lo que Furio Jesi llamó “desmitologización”) si no queremos sucumbir a los “falsos mitos” del capital.

P: Es difícil pensar una fase de la destitución a lo constituyente. Incluso, habría que preguntarse si es posible, o incluso deseable, ya que lo constituyente históricamente sido la trampa de la ilusión democrática, por decirlo con Mario Tronti. Pero el momento tal vez exige la pregunta: ¿que está en juego en la fase constituyente que se abre ahora en abril? ¿No es todo constitucionalismo un acicate para un programa que busca la evasión del sistema de producción y del dominio cibernético que gobierna controlando los flujos, y que por eso puede prescindir de la mediación de la representación?

R: Si, esto de acuerdo en los dos puntos: 1) que no hay “mediación” posible entre la destitución y lo constituyente (ergo no podemos pensar este proceso en clave dialéctica) y 2) que la transformación de la cuestión constitucional no necesariamente revoca la dimensión biopolítica. Respecto de lo primero, creo imprescindible pensar en dos lógicas que están operando a la vez: siguiendo la estela de Deleuze y Guattari se trataría de una lógica nómade y otra sedentaria que yacen enteramente intersectadas. Porque la revuelta que carece de algún “detrás” deviene nada más que superficie de fuerzas capaz de desactivar esa intersección dejando a la lógica nómade del mercado sin capacidad de producción del capital y a la sedentaria sin posibilidad de su gestión. Si la lógica nómade del gobierno y la sedentaria de la soberanía están cruzadas, la revuelta irrumpe como su implosión más radical. Los días de huelga general, de marchas en todo el país, produjeron el efecto de interrumpir (evadir) la intersección de racionalidades, la articulación entre la dimensión constitucional y los dispositivos biopolíticos.  Piensa en esto: el artículo 1 de la Constitución política de 1980 sostiene que la familia es el “núcleo fundamental” de la sociedad. Ello condiciona todo su carácter doctrinario e ideológico del texto que nos rige, si se quiere, su condición de teología económica. En este sentido, la propia Constitución es ya un dispositivo biopolítico que condiciona flujos, subjetiva cuerpos y discursos. En último término ¿qué es el Estado? No es ese ídolo que piensan ciertos anarquistas “vulgares” y ciertos neoliberales radicales, sino nada más que un conjunto de procedimientos gubernamentales que operan en la superficie de los cuerpos. Interrumpir su guión, cortar el nexo que anuda lo que Agamben llamaría “máquina” puede ser el arma más efectiva de la sublevación y, me parece, es lo que ha estado en juego en Chile.

¿Cómo pensar el proceso constituyente? Ante todo, sin la noción de “poder constituyente” que siempre –lo quiera o no Negri, nos lanza hacia al Estado- sino la apuesta por la potencia destituyente que puede desactivar las formas prevalentes para la invención de nuevos usos. La destitución no es una actitud “negativa”, sino “afirmativa” en la medida que, al desnaturalizar el orden de las cosas, posibilita la apuesta por una forma de vida. Y esto último me parece clave: la intelectualidad del orden no ha dejado de preguntarse ¿qué hacemos para generar “credibilidad”? Pero esa no es una pregunta política, sino teológica. Más bien, habría que reivindicar la apuesta de Nietzsche en “El Anticristo” cuando decía que no “necesitamos otra fe sino una nueva forma de vida”. Solo la imaginación popular puede ofrecernos una forma de vida y no una nueva (vieja) fe. Porque no se trata de restituir un dispositivo de obediencia, sino de imaginar una ética (ethos) en el sentido fuerte de un modo común de vivir.

P: Y terminamos. No es menos cierto que hay que pensar el día después de la insurrección, esto es, ya no el calor de los encuentros producidos en octubre, sino también los tiempos y las posibilidades que permanecen abiertas en los ritmos de noviembre. Hölderlin después de la Revolución Francesa habló de la energía revolucionaria como un “mito que permanece”, o “nueva religión”, contrapunto a lo que decías antes con Nietzsche. ¿Mito o institución para ese tiempo de asimilación del encuentro? ¿Cómo piensas el ‘día después’ en línea con la hipótesis de la destitución?

P: Si, el “día después” de la sublevación es lo más complejo porque es el instante de la restitución del tiempo histórico. Pero, hay algo clave: la primera es que, después de la ráfaga de la revuelta, el orden de las cosas puede persistir, pero al precio de haber perdido su capacidad de “sugestión” como diría Cavalletti o, si se quiere, o de hegemonía (¿qué es la hegemonía sino un proceso de sugestión?). Por eso, muchas veces después de las revueltas (es lo que sucedió en la primavera árabe) se intensifican las fuerzas contrarrevolucionarias que exponen a la luz del día su violencia. Pienso que en Chile puede suceder algo así: las fuerzas contrarrevolucionarias han actuado desde el primer día propiciando un verdadero golpe blando no sólo para restaurar el orden instituido, sino para acelerar su profundización. Las medidas de excepción se acrecientan, pero precisamente porque la hegemonía ha implosionado y el poder está desenmascarado. Pero tal desenmascaramiento no revela la “verdad” oculta tras el poder como la concibe la episteme policial tan presente en cierta izquierda, sino que revela una verdad que jamás tuvo, que el poder está vacío que sólo puede funcionar en la superficie común de los cuerpos, en su microfísica, anudando formas y docilizando fuerzas. Como si la revuelta fuera una máquina de rayos X que revela que no había nada que revelar, que muestra que no había nada que mostrar y que nada ni nadie estaba ahí para saber acerca de nosotros, para actuar en vez de nosotros. La revuelta les ha ofrecido un conocimiento fulmíneo a partir del cual los cualquiera ha hecho saltar al sujeto supuesto saber de la trama del poder. La segunda, es que efectivamente como dices citando a Hölderlin, la revuelta permanece en cuanto potencia en la que habitamos o, más bien, acampamos. Porque, a pesar de que el orden se restituya y con él su continuum histórico, las cosas jamás serán igual que antes. Permanece como peligro, porque el peligro permanece como revuelta.

*Gerardo Muñoz enseña en la Lehigh University, Pensilvania. Sus publicaciones más recientes son los libros Por una política posthegemónica (DobleA editores, 2020), y el volumen de próxima aparición La rivoluzione in esilio: Scritti su Mario Tronti (Quodlibet, 2020).