Por Giuliana Mezza
En un Parlamento vallado y rodeado por fuerzas de seguridad antidisturbios, el sábado 29 de octubre de 2016, Mariano Rajoy fue investido Presidente del gobierno español por segunda vez, avalado por 170 votos positivos y la abstención de 68 diputados del PSOE. El carácter anómalo de la escena radica, principalmente, en que corona el quiebre de un sistema de partidos instaurado a partir de la Constitución de 1978 y cristalizado electoralmente desde 1982. Luego de más 3 décadas de una dinámica de alternancia entre gobiernos del Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, una nueva configuración de fuerzas daría a luz una investidura débil y mixta en su composición. Débil por su naturaleza minoritaria, y mixta porque sólo fue posible a costa de perder su histórico ropaje monocolor.
Aquel día una marea de españoles se dio cita para expresar su rechazo al nuevo gobierno. Algún observador despistado habrá pensado, quizá, que las manifestaciones evocaban el perfume del ya lejano mayo de 2011. Sin embargo, en aquella ocasión no fue indignación lo que expresó la multitud, que recibió con un “Que sí nos representan” a los diputados electos de una formación que, con menos de 3 años de vida, había logrado no solamente consagrarse como tercera fuerza a nivel nacional, sino también resquebrajar el sistema de partidos.
Si bien no ha sido mucho el tiempo transcurrido desde entonces, el panorama no parece ser el mismo para Podemos. Tanto las encuestas como el clima social parecen indicar que atrás ha quedado la idea del “sorpasso” al PSOE y que, más allá del optimismo retórico de algunos de sus referentes, sus posibilidades electorales para las generales de 2020 son poco alentadoras. Las claves de este nuevo escenario pueden rastrearse en los desafíos que enfrenta actualmente la formación morada, ya que de su habilidad para afrontarlos depende su proyección de cara a los próximos comicios.
A Podemos pueden atribuírsele los dilemas, dificultades y limitaciones típicas de un partido político porque, en efecto, lo es. Sin embargo, la fuerza política que lidera Pablo Iglesias posee una singularidad que lo diferencia del resto de estructuras partidarias españolas; su origen está ligado a un movimiento que se funda en el cuestionamiento al régimen democrático tal y como se desenvolvía hasta mayo de 2011. El debate en torno a la crisis de representación en España aún continúa abierto. Algunas lecturas apuntan que en la base del deterioro de la legitimación social de la democracia se encuentra en verdad la quiebra de Lehman Brothers y sus efectos en el sistema financiero internacional. Otras, en cambio, reconocen además factores internos vinculados principalmente al desempeño político e institucional del régimen democrático en su conjunto. Lo que ninguna perspectiva desconoce es que las manifestaciones del 15M constituyen un signo inequívoco del cambio de época que atraviesa la sociedad española desde entonces.
La ventana de oportunidad que posibilita la emergencia de Podemos es el descontento, la indignación, y la politización que tienen lugar a partir de mayo del 2011. El capital del partido morado radica fundamentalmente en haber logrado con éxito trascender el plano de la denuncia y la impugnación del orden imperante, para constituirse en una alternativa real al mismo. Lo paradójico, en todo caso, es que aquello que fuera su motor, opera al mismo tiempo como una atadura. El 15M, ese estallido social del que los referentes y militantes de Podemos se reconocen herederos, posee algunos elementos que necesariamente entran en tensión con la estructura partidaria en general y con ciertas prácticas políticas en particular.
En primer lugar, la potencia destituyente de un movimiento social impugnatorio supone un rechazo que, a grandes rasgos, es más amplio que las líneas dentro de las cuales se traza un proyecto político concreto. La negación alberga la pluralidad de un modo menos problemático. Constituirse en alternativa dentro del tablero de la democracia representativa implica, de alguna forma, ordenar la pluralidad, estructurarla. La apuesta por la creación de un partido en un contexto de crisis como el que vivía España en el 2011 era osada, y resultó acertada.
En ese marco, el debate sobre cómo definir esos lineamientos, cómo ordenar ese descontento y transformarlo en una propuesta lo más transversal posible, es evidentemente más conflictivo, y suele conllevar la aparición de corrientes internas. Este fenómeno, ha demostrado la historia de los partidos políticos en todas las latitudes, puede ser letal si no es bien gestionado. Si todos las fuerzas políticas deben tomar precauciones frente a eventuales fracturas, para Podemos el riesgo es aún mayor. Siendo el 15M su fundamento simbólico, Podemos corre con desventaja. En su génesis hay un movimiento que impugna la representación y desconfía de los partidos políticos.
Para no sucumbir ante la trampa que su propia naturaleza puede tenderle, la formación morada debe asumir que hay ciertas lógicas que no puede permitirse. Alimentar la división interna y reforzar la lógica de las “familias” resultan una efectiva forma de dinamitar el valioso lazo que une al partido con el 15M. El desafío crucial que enfrenta Podemos coloca en un primer plano el alcance de su virtuosismo político. Apelar a las condiciones que propiciaron su emergencia le impone asemejarse al 15M. Si Podemos aspira a continuar siendo heredero de aquel movimiento social que desbordó calles y plazas en el 2011, debe esforzarse por seguir pareciéndose a él.
La pluralidad, la plasticidad, la creatividad y la transversalidad son los elementos que quienes ocupan espacios de responsabilidad, deben preocuparse por mantener encendidos. Sin ese núcleo del que bebe la vitalidad y la frescura de Podemos, es probable que vaya siendo devorado por aquello que vino a combatir.