Esta entrevista fue hecha, transcrita y publicada el 7 de junio de 2018 por Le Vent se Lève (ver aquí: http://lvsl.fr/le-concept-de-peuple-peut-etre-utile-pour-radicaliser-la-democratie-entretien-avec-javier-franze) en Francés. LVSL nos ofrece publicarla en español en La Trivial.

Por Laura Chazel y Vincent Dain

Javier Franzé es doctor en ciencias políticas y profesor a la Universidad Complutense de Madrid dónde enseña historia del pensamiento político europeo y latinoamericano. En el transcurso de esta entrevista volvemos a pensar sobre el concepto de “populismo” en su teorización dada por Ernesto Laclau, que explicitamos (a través de ejemplos cómo el peronismo argentino) a la vez que se critican ciertos aspectos de su teorización (en particular la perspectiva de Laclau por la cual el populismo es “la actividad política por excelencia” y el institucionalismo la “muerte de la política”). A lo largo de la entrevista también nos distanciamos de la visión dominante de lo que es el populismo, presentado de forma general cómo una “patología” de nuestras democracias, e intentamos indagar y comprender en profundidad la complejidad del fenómeno más allá de sus caricaturizaciones.

 

P: En Europa, el populismo se asocia regularmente con la demagogia, con una patología democrática de nuestro siglo. Para algunos pensadores políticos, es mas bien un objeto de análisis relevante para aprehender los fenómenos políticos contemporáneos. Es el caso del pensador argentino Ernesto Laclau para quien el populismo es sobre todo un método de construcción de las identidades políticas. Entonces ¿el populismo no es, en sí mismo, una ideología?

R: Me parece que la concepción de Laclau permite dar cuenta del populismo. Por lo tanto, habría que decir que el populismo no es una ideología. Es una forma de representar la problemática política de una sociedad. Es decir, si los problemas políticos tienen que ver con la contradicción antagónica entre una minoría privilegiada y una mayoría postergada —esto sería el populismo— o si por el contrario las cuestiones políticas pueden ser tramitadas en términos de demandas individuales que van siendo absorbidas poco a poco por el sistema institucional —el institucionalismo—. No obstante, haría la salvedad de que toda forma es contenido, y por tanto la oposición pueblo-poder es ya un contenido, pero que no alcanza a definir una ideología, lo cual se prueba en que puede rellenarse de muchos modos, incluso opuestos.

Esta conceptualización de Laclau del populismo y del institucionalismo como los dos modos de construir lo político presenta, no obstante, varios problemas. Uno, el principal para mí, es la asimilación del populismo con la política tout court y su contracara, el institucionalismo como muerte de la política. Para mí la idea de muerte de la política de Laclau es contradictoria con su propia concepción de lo político como una ontología de la dislocación que produce un antagonismo. Creo que es mejor pensar en el institucionalismo como un modo óntico de despolitizar el orden existente, presentándolo como un sistema de reglas neutrales, universales, que permiten la inclusión de toda demanda. El institucionalismo oculta que tiene enemigos, que es un orden político y por lo tanto excluye otras posibilidades, como cualquier orden político (también la democracia, que no es la superación del conflicto y de la exclusión). Y, por otra parte, el populismo tampoco es para mí lo político tout court, sino una forma de construcción de hegemonía. El populismo, por otra parte —y de nuevo a diferencia de lo que afirma Laclau—, no muestra la contingencia de la política en todas sus dimensiones, porque si bien explicita el antagonismo, no obstante suele presentarlo —aquí hay que estudiar cada caso histórico en particular— en términos de un Pueblo como encarnación objetiva de la Patria versus una Oligarquía como encarnación objetiva de la Antipatria. Esa esencialización de las identidades es incompatible con la ontología del propio Laclau, que por otra parte me parece muy productiva para entender lo político y su contingencia e infundamentación, especialmente su formulación en Hegemonía y Estrategia Socialista.

P: En Francia, desde el auge de Podemos, los debates acerca del populismo van tomando una importancia creciente. Del populismo de Mouffe y Laclau, se suele enfatizar en la necesidad de construir una identidad transversal, dejar de lado el eje izquierda/derecha, como si se tratara de una especie de renovación en términos de marketing. En nombre de la construcción de una nueva hegemonía, varios actores políticos franceses que se reclaman del populismo consideran que habría que dejar de lado luchas como el feminismo, los derechos de las minorías culturales ya que no conectan con el sentido común de las clases populares. Pero las tesis populistas fueron elaboradas para incorporar al proyecto socialista las reivindicaciones post-materialistas de las que la izquierda marxista no se hacia cargo (feminismo, ecología, LGBT).

R: Transversalidad e izquierda-derecha no son incompatibles. Aquí hay que distinguir dos planos, creo. Uno, el sentido general-abstracto del clivaje izquierda-derecha, vinculado a la diferencia entre aquellos que privilegian la igualdad y otros que privilegian la libertad o el orden —según qué tipo de derecha sea—. El otro plano es concreto y particular, el de las identidades políticas dominantes en cada país ; es decir, los partidos realmente existentes que protagonizan la disputa izquierda-derecha.

Hay una enseñanza clave que Laclau —de acuerdo a su testimonio— toma de la teoría de la revolución permanente de Trotsky, según la cual no hay reivindicaciones que en sí sean esencialmente de izquierda o de derecha, sino que las distintas demandas pueden ser apropiadas en cada momento por unos u otros y que lo que las define como de izquierda o de derecha es su uso en un contexto determinado para la construcción de una sociedad más igualitaria o más « libre » u « ordenada ». Esto me parece clave para entender la fluidez de lo político y para no moralizar el análisis con afirmaciones del tipo « la derecha no cree realmente en la igualdad del hombre y la mujer, es oportunista y busca engañarnos », que no identifican lo que realmente está en juego en la lucha política, que son los efectos de las prácticas, no las intenciones íntimas de los actores.

Dicho esto, me resulta muy difícil pensar en alguna demanda que, no aislada sino situada en el contexto de una acción política de un actor determinado, no pueda ser ubicada en el eje izquierda-derecha. Lo cual no significa que todo lo que haga la derecha sea de derecha, ni que todo lo que haga la izquierda sea de izquierda.

La hegemonía consiste en la capacidad de atraer a tu campo interpretativo las demandas del adversario. Para la izquierda, por ejemplo, consistiría no en descartar el sentido de pertenencia a una comunidad como reaccionario por definición, lo cual sería esencializar la demanda sin atender a su posible uso, por ejemplo resignificándolo como primacía de la cooperación entre los sujetos y de co-responsabilidad del conjunto respecto de la suerte vital de sus miembros. Por lo tanto, hegemonía es transversalidad pero ésta creo que siempre tiene un carácter predominante de izquierda o de derecha. En España Podemos impugnó el eje izquierda-derecha sin distinguir el nivel general-abstracto del concreto-particular para enfatizar su crítica al bipartidismo dominante, es decir, guiado por un interés de lucha política inmediata. Pero a su vez, en términos analíticos, cabe afirmar que lo hizo a través de un discurso fundamentalmente populista de izquierda.

Hegemonía no es una yuxtaposición de demandas particulares, sino cuando el todo es más que la suma de las partes. En el caso del peronismo en la Argentina, por ejemplo, cualquier demanda particular, sectorial, era retraducida y mostrada para su comprensión en clave de justicia social y soberanía económica.

P: Uno de los fundamentos de la teoría populista se basa en la crítica del esencialismo marxista, ¿qué significa esto?

R: Fundamentalmente, significa que la sociedad, sus actores, sus conflictos y luchas son una construcción, no algo dotado de un sentido inherente y que viene con la sociedad, ni está preconstituido en forma latente en ella. Para esta visión constructivista o discursiva de lo social y lo político no es cierto que « la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases », entendido como un conflicto inherente a cualquier comunidad política, a priori. Pero tampoco es cierta la visión liberal de que el hombre es un ser portador de derechos naturales, ni un maximizador de intereses, o la conservadora tradicionalista de que existe un ser nacional fuera del cual los sujetos de esa comunidad se vuelven seres artificiales. Y así otras tantas que podríamos citar.

Diría que la disputa central no es entre populismo y marxismo, sino entre postmarxismo —la concepción de Mouffe y Laclau en Hegemonía y Estrategia Socialista— y marxismo « clásico », determinista, materialista. Esta disputa tiene además antecedentes muy relevantes como Castoriadis —en el terreno del marxismo— y otros como Sorel, Weber y Schmitt, en otras corrientes de pensamiento. Weber es un gran olvidado en el postmarxismo, y creo que su concepción de la política como lucha de valores infundamentados es un antecedente clave. Quizá el problema sea que los autores siguen leyendo dentro de unos campos delimitados por lo ideológico, dentro de los cuales Weber seguiría siendo « el Marx burgués ».

Laclau coloca esa concepción postmarxista de Hegemonía en la base de La Razón Populista, pero no tan consecuentemente como en aquel texto. Por una parte, por lo dicho más arriba, que el populismo no es sinónimo de lo político tout court, porque aun aceptando esta noción de Laclau, habría que confrontarla con que los populismos realmente existentes no han dejado de esencializar la identidad tanto del Pueblo como de la Oligarquía. Y por otro lado porque el populismo sería —en el mejor de los casos— una forma de expresar una forma no esencialista de comprender lo político, pero desde luego no la única. En este sentido, creo que el lugar que ocupan las luchas democráticas y las luchas populares en Hegemonía es mucho más interesante que el que ocupan en La Razón Populista, pues si en Hegemonía representan dos modos del conflicto político, en La Razón Populista, como he dicho antes, las luchas populares devienen en populismo como sinónimo de hegemonía y de política, y las democráticas, a través de las demandas democráticas abonan la edificación del institucionalismo como forma no política del orden.

P: El término “discurso” también está omnipresente en el léxico de Ernesto Laclau, que ve el espacio social como un “espacio discursivo”. Su teoría ha sido criticada por estar demasiado alejada de la realidad material del mundo social. La confusión proviene ciertamente del hecho de que el término “discurso” se asocia comúnmente con el de “lenguaje”, pero ¿qué definición le da Laclau a la noción de “discurso”?

R: Exacto, la noción de discurso ha sido y sigue siendo muy mal comprendida, reducida a lo lingüístico, es decir, a lo dicho o a lo escrito. Para Laclau, lo discursivo es la asignación de sentido a lo que habitualmente denominamos « hechos ». Esa asignación de sentido comienza con la construcción misma del « hecho », que no existe como tal fuera de nuestra percepción cognitiva. Vemos a través de conceptos, por lo tanto no hay —como bien dice Bourdieu— una realidad externa separada cognitivamente del sujeto de conocimiento que hable sola para transmitirnos su verdad. Y el sentido es relacional, las cosas no tienen un sentido inherente, sino que éste se genera por diferenciación con otras.

Por ejemplo, no hay forma objetiva de llamar al muro que separa Israel de Palestina. Lo único que podríamos convenir es que se trata de una construcción de material de unas determinadas medidas que divide —y esta palabra ya es discutible, pues también podríamos decir segrega o excluye— ambas comunidades. ¿Es un muro, una valla de seguridad, una construcción para el apartheid? Hay que decidir, pero ni siquiera políticamente, sino clínica o «científicamente» qué es y poder sostener la argumentación. En definitiva: a las palabras no se las lleva el viento, sino que crean un mundo, tienen efectos performativos porque invitan a mirar (y mirar ya es actuar) el mundo de un modo determinado, que en principio excluye a otras formas de ver.

Pero aquí me interesa señalar que hay una forma en que Laclau contribuye en buena medida a esa reducción del concepto de discurso a lo lingüístico. Cuando estudia los populismos, en general reduce la producción de sentido a la palabra del líder, y por lo tanto no sólo excluye la recepción por los «destinatarios» del discurso, sino también las formas extralingüísticas de producción de significado, que por otra parte en política —y quizá en especial en el populismo— son muy relevantes. Me refiero al uso de los colores, las gráficas, el lenguaje gestual, la escenografía de las movilizaciones, el espacio apropiado, etc. Todo eso significa, produce sentido, pero no es analizado por él, sino más bien deducido de la respuesta de los seguidores en clave de movilización y voto al Líder. Ahí se pierde una gran cantidad de significados diversos, provenientes de enunciadores también plurales.

P: Se suele criticar el populismo por el papel demasiado importante dado al “líder”. Según Laclau y Mouffe, el líder ocupa un papel central en la lógica populista pero su primera función es representar y no dirigir. ¿Podrías explicar el papel que tienen los líderes en los populismos de izquierdas latinoamericanos? ¿En que medida se puede decir que el líder es el producto de una “negociación entre representantes y representantes” (Torreblanca)?

R: No concuerdo con las interpretaciones que entienden que el líder es clave en la reflexión sobre el populismo de Laclau. Para mí en esa concepción el líder puede terminar siendo el significante vacío, pero no necesariamente. En el caso del peronismo, por ejemplo, el significante vacío es Perón, pero también la justicia social como valor que condensa todas las demandas. Además, en todo caso es emergente, porque para Laclau el populismo es sobre todo un movimiento de abajo arriba. En ese sentido, en efecto, es una negociación.

La relación entre populismo y democracia es compleja. Creo que Laclau la tramita quizá demasiado rápido, al colocar al populismo como democrático per se. Claro, aquí la clave es qué concepto de democracia utilizamos, si el más liberal de limitación del poder político por la vía de la vigencia de los derechos individuales o el más rousseauniano de voluntad del pueblo.

Si aceptamos que hay un populismo de izquierda y otro de derecha, y que la diferencia entre ambos es que el primero amplía el demos y el segundo lo restringe, aun cuando la soberanía popular sea lo decisivo, no veo cómo podría ser democrático un populismo de derecha que restringiera el demos expulsando de él a los extranjeros o a los inmigrantes, por ejemplo. Por otra parte, un populismo de izquierda no necesariamente tiene que ser democrático, aun cuando ampliara el demos, pues esa práctica podría coexistir con otras que dañaran otros derechos.

Tiendo a ver que el elemento más democratizador del populismo radica en su rasgo antioligárquico, sobre todo si partimos de la base de que las organizaciones y el poder político tienden —como mostraron Mosca, Michels, Weber— a concentrarse en una minoría, y que esto no depende del rasgo ideológico, sino de una lógica de funcionamiento. Pero, otra vez, no todo populismo por ser antioligárquico es ya democrático, pues al ser el populismo algo formal necesitamos conocer el contenido que rellena esa formalidad para evaluar su carácter democratizador. Y el contenido no es lo propiamente populista. Es una relación compleja, como se ve. Me parece que la vinculación directa y a priori entre populismo y democracia en Laclau es más normativa que analítica.

P: En su ensayo What is populism? Jan Werner Müller identifica el populismo con el antipluralismo. Según Müller, la lógica populista es, por esencia, antidemocrática porque pretende que una parte (el movimiento populista) pueda representar al todo (un pueblo homogéneo). Müller ve en la fórmula laclausiana de « construir un pueblo » el « verdadero peligro para la democracia ». Prefiere sustituir esa idea de « construir pueblo » por la idea de « construir una mayoría ». ¿Cómo puede el concepto de « pueblo » ser útil para « radicalizar la democracia »?

R: No he leído el ensayo de Müller, pero la descripción que haces contiene algunas críticas habituales.

Primero, para Laclau no es exclusivo del populismo que una parte deba representar al todo. Eso es lo propio de la política, que por ello es sinónimo de hegemonía. Si partimos de que no hay unos valores objetivos universales y que el mundo no tiene un sentido inherente sino que éste es una construcción de los sujetos, no hay más que diversos puntos de vista en pugna. «Lucha de valores » o « retorno del politeísmo», como diría Weber. Y como la política crea y organiza la vida en común, el problema es entonces cómo tomar decisiones colectivas a partir de posiciones diversas, lo cual requiere y supone al menos un suelo compartido. Ello se logra a través de la hegemonía, que consiste —como dice Bourdieu— en hacer ver a los demás como ve uno.

Segundo, el pueblo populista no es homogéneo. En Laclau, ese pueblo es equivalente a un conjunto de demandas que pese a sus diferencias se ven como similares en tanto están unidas por su rechazo de la minoría insensible que frustra sus aspiraciones (la oligarquía, los de arriba, el poder, etc.). El pueblo es un actor construido en tensión entre las diferentes demandas que conducen a la unidad de acción, pero ésta no anula aquéllas. Más aún, las diferentes demandas son el requisito de la unidad de acción.

Esta visión de que sólo los populismos son los que construyen una hegemonía y tienen enemigos es un rasgo muy propio del pensamiento liberal de raíz ilustrada, del que participa buena parte de la socialdemocracia. Mi posición al respecto es más bien schmittiana: toda identidad política, toda voluntad política, todo orden comunitario es posible porque define y excluye a un enemigo. La democracia también, porque en tanto orden político que es no anula la disputa, la lucha ni la violencia (legítima). Y eso no le resta ni un ápice de democraticidad. La democracia no es la anulación del poder, como dice el propio discurso democrático de sí mismo.

El concepto de « pueblo », así entendido —y a diferencia de muchos populismos realmente existentes, como decía antes, pero también a diferencia del liberalismo político, que se autopresenta como universal y desprovisto de enemigos, en tanto que racional y templado— puede ser útil para radicalizar la democracia en la medida en que asuma su contingencia, su carácter construido, y por lo tanto permita a asumir a la democracia misma y en definitiva a la política su contingencia radical. En ese sentido, el concepto de ciudadanía del liberalismo es tan político o despolitizado como el de pueblo del populismo, según se lo comprenda, respectivamente, como una identidad parcial y contingente que asume la representación del todo o por el contrario como una meta-identidad esencializada que permite la convivencia de todas las demás.

P: Los movimientos populistas del siglo XXI (las experiencias latinoamericanas, Podemos, la France Insoumise) otorgan un papel central al concepto de patria. ¿Como explicar este éxito de lo “nacional-popular”, que encontramos desde Gramsci a Laclau?¿En que medida esa tradición latinoamericana, construida en oposición al imperialismo estadounidense, se puede importar en Europa?¿No piensas que trasladar el concepto tal cual en el contexto europeo puede desembocar en un giro xenófobo tal como lo observamos con el M5S en Italia?

R: Lo nacional-popular es un modo quizá dominante en sociedades oligárquicas para colocar al pueblo en el centro de la Nación, desplazando de ese lugar a las élites. Este empoderamiento es el legado central del peronismo, por ejemplo, pero creo que también de los nuevos populismos como el chavismo y la experiencia de Evo Morales en Bolivia. Pero como entiendo que el populismo no es sinónimo de política, sino una forma óntica de lo político, hay otros modos de lograr eso. Creo que el camino que, en líneas generales, se da en Europa entre fines del XIX y principios del XX es un modo no populista de alcanzar ese protagonismo popular, y se vincula a la centralidad de la clase obrera en sus luchas contra la burguesía industrial. No me gusta generalizar y contraponer « Europa » a « América Latina », porque ese es el origen de muchos malentendidos sobre el populismo y de su sentido peyorativo, vinculado presuntamente a pueblos « jóvenes » como serían los latinoamericanos, no maduros como los europeos. Estos tópicos se desmoronan si uno piensa que el populismo tiene un origen europeo (qualunquismo italiano, boulangismo francés, además del populismo ruso y del norteamericano, por contar los populismos de derecha actuales europeos también) y que los países latinoamericanos no son el reservorio exclusivo del populismo. Creo que el modo « europeo » de alcanzar esa centralidad tiene más relación con lo que en Hegemonía y Estrategia Socialista Mouffe y Laclau denominan « luchas democráticas », mientras que el modelo « latinoamericano » sería más propio de las « luchas populares » también definidas en ese texto.

Lo nacional-popular en Europa no tiene necesariamente un sentido xenófobo. Puede alcanzarlo, pero igual que en otro contexto. Ahora bien, creo que en países como España lo nacional-popular puede sonar —en virtud de la fortaleza del recuerdo europeo de los totalitarismos de entreguerras— a autoritarismo, a la división del pueblo en réprobos y elegidos, y en ese sentido creo que para la lucha política el uso del término populismo está, al menos en el corto plazo, condenado al fracaso. Quizá no sea así en Francia ni en Italia. Pero sí en España, donde la democracia es asociada a consenso, a evitación de la Guerra Civil y del cainismo y, todo ello, a « progreso y modernización ». Por ello creo que un partido transformador debe optar por una forma de lucha más a la manera de la que se presentaba en Hegemonía y Estrategia Socialista, como una articulación de diferentes demandas relativamente autónomas para la radicalización de la democracia. Tengo mis dudas de que el señalamiento de las élites en España caiga —a los ojos de la sociedad— más del lado de la profundización de la democracia que de su negación.

P: ¿El populismo es irreductiblemente vinculado a la nación, no puede ser parte de una forma de internacionalismo?

R: No a la nación necesariamente, pero tampoco a lo internacional si por esto se entiende algo universal, porque entonces quedaría desprovisto de enemigo. Ahora bien, ese enemigo, esas élites, pueden ser señaladas como globales o transnacionales, y entonces el pueblo representar así un demos también transnacional pero siempre comunitario, al menos en el espacio por ejemplo europeo. En definitiva, lo que no puede no haber es un otro, un enemigo, vinculado a algún tipo de espacio político común, sea nacional o supranacional pero comunitario, como el europeo, dentro del cual se trace una frontera política.

P: El concepto de “cadenas de equivalencias” es central en el trabajo de Laclau. ¿Cómo se distingue la constitución de la “cadena de equivalencias” de la simple adición de las reivindicaciones o de la lógica de la convergencia de luchas?

R: En que, como decía antes, el todo no equivale a la suma de las partes, sino a algo más que a su vez transforma esas partes tal como eran « originariamente ». El populismo, pero también otras formas de hegemonía como las luchas democráticas señaladas en Hegemonía y Estrategia Socialista, no es una yuxtaposición de actores dados cuya constitución incluye a priori unas « tareas históricas » o banderas como si fueran un menú fijo. Por eso toda hegemonía es la construcción de un sujeto nuevo. En este sentido, la política es construcción de actores. Tal construcción creo que es un buen criterio para analizar la densidad histórica de toda hegemonía, porque —es necesario decirlo— hegemonía no es ganar unas elecciones, como pareciera según el uso generalizado de este concepto en los medios y en la política.

P: La construcción de una identidad popular se apoya en gran medida en la tensión entre particularidad y universalidad, a través del momento en que una demanda particular logra convertirse en el significante de una universalidad mas amplia. ¿Tienes algunos ejemplos que podrían ilustrar este proceso de universalización?

R: En España por ejemplo la Transición logra construir una identidad hegemónica, un pueblo, a través de significantes como « modernización », « diálogo », « Europa », « consenso ». Lo moderno o la modernización representaba la idea de que los españoles finalmente comenzarían a vivir como los europeos, es decir, a que dejarían de ser una excepción en Europa, un borde de ésta, y pasarían a ser miembros de pleno derecho, sobre todo claro está en el terreno simbólico.

En Argentina del retorno a la democracia en 1983, tras la dictadura militar del ’76, también se logra construir una nueva identidad política, duramente elaborada en los primeros años y que finalmente se generaliza, en torno al « Nunca más », es decir, a la idea de que los derechos humanos son la principal base legítima de la democracia. Esto significó un relativo cambio respecto de la cultura política previa, porque al fin y al cabo los derechos humanos tienen un ineludible contenido liberal político, y en Argentina la democracia no había sido considerada como un bien en sí mismo, sino más bien como un medio para fines considerados más altos.

P: El análisis del peronismo argentino ha sido clave en el desarrollo del pensamiento de Ernesto Laclau. ¿El peronismo es el arquetipo del populismo?

R: Creo que sí. Por varias razones: porque a pesar de su heterogeneidad interna, a grandes rasgos todos sus sectores entienden la justicia social como el valor principal y la ven como un derivado de la contraposición pueblo-oligarquía ; porque ejemplifica bien que la persistencia de una identidad no depende, por paradójico que parezca justamente en el caso del peronismo, exclusivamente del liderazgo de Perón, sino de una manera de entender los problemas políticos y el lugar del « pueblo » en ellos ; y porque muestra que el populismo no es un gobierno, ni una ideología, ni una base social, ni un tipo de liderazgo, sino un « momento » —como dice Mouffe— no permanente, fluctuante, que aparece y desaparece del discurso de un gobierno, de una ideología o de un movimiento. El peronismo clásico oscila —como bien muestra Aboy— entre la idea de que los peronistas son los únicos y auténticos argentinos y la de que los peronistas son una manera más de ser argentinos y por tanto no pueden ser motivo de una división nacional. En esa tensión entre los descamisados y la comunidad organizada, el momento populista sería el primero.

Pero también hay otro elemento interesante de analizar. Dado su carácter polifacético y polifónico, el peronismo permite interrogarnos cuál es el criterio para decidir qué discurso representa al del conjunto —en este caso— del peronismo. Es otro modo de preguntarse qué es el peronismo o, mejor, quién o quiénes lo encarnan. Ahí creo que Laclau lo resuelve de un modo más simple que lo que su propia teoría indica, pues se centra en la palabra del líder. Pero hay muchas más voces, tanto « en el palacio » como « en la plaza ». En la época de Perón, al menos siempre hubo una derecha peronista, sindical y de cuño organicista, cuyo objetivo era la « comunidad organizada », entendida como una suerte de superación de la lucha partidaria a partir de un reparto de funciones entre capital y trabajo ; y por otra parte un ala izquierda que buscaba acercar el peronismo —sobre todo a partir de los ‘60— a una suerte de revolución nacional antiimperialista. En definitiva, una suerte de populismo de derechas y de populismo de izquierda. Si el populismo no es un gobierno ¿por qué la voz del líder lo encarnaría en exclusividad? Especialmente cuando pese a que todos reconocen el liderazgo indiscutido de Perón, emiten discursos que le disputan el sentido mismo del peronismo —desde el peronismo sin Perón de Vandor hasta la autopercepción de Montoneros como soldados de Perón y a la vez como vanguardia del Movimiento—. Textos ya clásicos como el de Silvia Sigal y Eliseo Verón, « Perón o Muerte », y el de Richard Gillespie, « Soldados de Perón », reconstruyen bien este problema para el caso de Montoneros.

P: Inicialmente, el peronismo representa un intento de superar la lucha de clases para lograr un compromiso capital / laboral que garantice la unidad y la independencia de la nación argentina. Es en todo caso el tema del discurso de Perón en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires en 1944. Es también lo que defiende, por ejemplo, el sociólogo Eric Fassin. En su libro, Populisme, le grand ressentiment, escribe que « el populismo tiende a borrar los problemas reales de la lucha de clases ». ¿Cómo se puede contestar a estas críticas?

R: Bueno, no se trata realmente de contestar esas críticas, lo cual supondría una toma de partido, sino ver si son plausibles.

En primer lugar, no creo que haya algo así como “los problemas reales de la lucha de clases”, y subrayo lo de “reales”. Es un enfoque legítimo, marxista clásico, que no comparto. No creo que haya una conflictividad inherente a lo social. Pero esto no implica que no pueda haber algo así como “lucha de clases”, en el sentido de que grupos sociales se autoperciban como “clase” y luchen contra otros que sean percibidos también como “clases”. Dice Bourdieu que la lucha de clases existe desde que se empieza a hablar de lucha de clases.

En esta línea, creo que es consistente pensar que el discurso de Perón en la Bolsa de Comercio, cuando les pide/ruega a los grandes empresarios y capitalistas que “entreguen algo a los trabajadores porque si no van a perder todo y las orejas”, está dominado por la percepción de que la lucha de clases está al orden del día en el mundo y que en Argentina hay que adelantarse a ese “peligro”, el de una revolución social de los desheredados. Por cierto, los empresarios no le hacen mucho caso a Perón, no ven tal peligro, y ése sería —según la tesis de Torre— el motivo del giro “obrerista” de Perón, a fin de conseguir una movilización que fuerce a los capitalistas a un pacto social de integración de los sectores populares. Que, en definitiva, fue lo que significó el peronismo históricamente, creo. La incorporación desde arriba de lo popular y su empoderamiento como nuevo núcleo de lo nacional, en detrimento de “la oligarquía”. En la tensión entre ese empoderamiento y que éste se haga fundamentalmente desde arriba radica buena parte de las paradojas y de las dificultades de interpretación del peronismo como ideología.

Sólo querría decir que algo que aprendí de la comparación entre Argentina y España, si aceptamos que este país pueda a su vez representar a Europa, es que a la vuelta de los tiempos, los movimientos nacional-populares acabaron cumpliendo en países menos igualitarios como Argentina el mismo papel histórico que la socialdemocracia en países más igualitarios como los europeos: me refiero a la labor de paliar el capitalismo salvaje y de construir una democracia social, y que ello conllevó un empoderamiento de los sectores populares que permitió que durante largas décadas no se pudiera gobernar ya sin tomarlos en consideración. Más aún, debería decir que los nuevos populismos latinoamericanos han sido incluso más consecuentes en la lucha contra la agenda neoliberal que la actual socialdemocracia europea.