Por Juan Pablo Sanhueza Tortella

Secretario de Política Internacional del Partido Comunes-Frente Amplio

Solía pensarse a Chile como el país-no-populista de América Latina, la prueba de que la democracia liberal podía funcionar en el sur del mundo. Sin embargo, el laboratorio del neoliberalismo hace poco más de un mes dio una cachetada al mundo y con ello a los defensores a ultranza del “oasis de latinoamérica”.

Movilizaciones sin precedentes en la historia se tomaron el país desde el 18 de Octubre de este año, convocatorias masivas a los centros neurálgicos de las ciudades, cacerolazos permanentes a cualquier hora y en cualquier lugar, resistencias jacobinas en las calles y miles de ciclistas haciendo ruido frente a la casa de Sebastián Piñera. Difícilmente podríamos identificar esta ebullición popular como de izquierda. Evidentemente la izquierda es parte, pero el movimiento en sí no le pertenece a la izquierda, sino que desborda por lejos su identidad, la excede. A diferencia de las movilizaciones masivas anteriores, donde la bandera chilena flameaba invertida o tachada, si hay un denominador común estos días, son las banderas chilenas y mapuche como expresión de la religiosidad popular. Se reivindica Chile como comunidad, como un espacio en disputa, no para ser erradicado sino para ser constituido en esta diversidad. Se corea “¡Chile despertó!”, se canta el himno nacional y el pueblo unido, una mezcla viva de cargas simbólicas heréticas. Entonces vamos verificando que hay ciertos significantes vacíos que empiezan a flotar, uno inmediatamente, el de Patria.

Lo nacional, lo popular, lo patriota se reivindica como identidad de los de abajo. En Chile la distribución de la riqueza no existe y la meritocracia del “sálvese quien pueda” es la regla general. Estas cuestiones, entre muchas otras, fueron calentando la olla a presión y terminaron estallando con el tarifazo de los 30 pesos en el metro de Santiago. Así caímos en cuenta que estábamos ante la interrupción de lo establecido y comenzaba la intervención del sujeto en su propia situación.

De allí que parezca cada vez más cercano hablar de la emergencia de un momento populista. Hay una noción de pueblo que nos identifica a todos como parte de un nosotros frente a una élite que es incapaz de procesar e interpretar el momento. Siguiendo a Ernesto Laclau, en “La razón populista”, este antagonismo irreductible sólo podría ser abordado mediante una lógica de articulación hegemónica que asuma la brecha y que, en definitiva, se haga cargo políticamente de los antagonismos que instituyen lo social. Asimismo, el polémico Carl Schmitt, con su concepto de lo político como una relación polémica y antagónica, nos permite reconocer con nitidez la dicotomía pueblo/élite que a propósito del remezón de octubre abrió un nuevo horizonte para la construcción del pueblo. Los grandes sectores de la población que hoy se movilizan exceden a la izquierda y se podrían aglutinar en un proyecto de carácter nacional y popular. Un pueblo que no necesariamente se está juntando en torno a demandas concretas o a un proyecto de futuro, sino más bien en torno a una incomodidad, a una molestia, a una negatividad actual. Y eso nos hace a todos y todas reconocernos parte de una noción de pueblo que tiene como identidad antagónica a una élite que en treinta años de democracia liberal no ha roto con el “pacto neoliberal de la transición”, útil para salir de la dictadura pero que hoy no da el ancho. Con todo, debemos evitar caer en la distancia teórica con el actual momento. Si bien, es importante situar la disputa que vendrá bajo el análisis del “momento populista”, esta forma sólo podremos verificarla en la medida que podamos darle significación política a lo que dice la gente en las calles. Podríamos decir entonces que lo que vivimos desde el viernes 18 de octubre tiene más forma de “momento destituyente”, de Acontecimiento en los términos planteados por el teórico francés Alain Badiou. El siglo pasado tuvimos que enfrentarnos a la decisión dictadura o democracia, dicha etapa fue superada y lo que hoy está en juego es si esta democracia va a responder a una minoría privilegiada o a grandes mayorías que han sido excluidas de los beneficios del desarrollo del país.

Cuando hablamos de la acumulación y disputa en un momento populista es relevante entender que esta puede darse tanto por izquierda como por derecha.  Hay teóricos del populismo como Jorge Alemán que se niegan a dotar a la derecha de legitimidad en una disputa de tipo populista y prefieren hablar de proyectos identitarios, fascistas, demagogos y otras acepciones que impedirían dar a la derecha la posibilidad de una articulación populista. Sin querer desarrollar este interesante debate, considero que para el caso chileno esta necesidad impugnatoria del pueblo sí puede ser dotada de significación desde la derecha. Por tanto, tendríamos una disputa a campo abierto que en ningún caso se resuelve mediante la salvación de este pueblo oprimido, sino que con la construcción del mismo sin sujetos privilegiados ni predeterminaciones retóricas. Lo que hizo este remezón popular, este remezón plebeyo, fue abrir una grieta en la hegemonía neoliberal que conllevó el desplazamiento del centro desde el cual todos nos referenciamos.

Volviendo a la distinción pueblo-élite, podemos delimitar desde arriba esa frontera cuando Cecilia Morel, la primera dama, utilizó la metáfora de la “invasión alienígena” para referirse a la gente movilizada. En la misma línea del “aluvión zoológico” argentino, del 17 de octubre de 1945, momento fundacional del peronismo, que tomó por sorpresa a todo el mundo, y dio lugar a un montón de relatos respecto de dónde salió toda esa gente, quiénes eran, dónde estaban, por qué entraron a la ciudad. Hay toda una simbología que asocia a la clase trabajadora de la época con animales, es decir que no eran seres humanos, lo mismo que indica la referencia a los alienígenas. Asimismo, cuando ella se refiere a que tendrán que “compartir los privilegios”, denota mucha conciencia de ser parte de una élite. No solo serlo, sino tener autoconciencia de serlo. Otro elemento que ha tomado protagonismo desde el “despertar de octubre” es el papel de los afectos en la política. Cuando Cecilia Morel dice hay una invasión alienígena y que tendrán que compartir sus privilegios, no lo está diciendo como una caricatura. Lo dice porque realmente para ellos los afectos de las mayorías son una cuestión alienígena y efectivamente no logran conectar sentimentalmente con la gente.

En un país con una democracia liberal que se sitúa en la ficción de mantenerse solamente en el campo de la racionalidad, es incomprensible lo que estaba pasando. Ellos se mueven en un plano racional. Donde hay personas ven cifras, y todos fuimos parte de esta construcción hegemónica. La hegemonía, en términos gramscianos, no es solamente una opresión que te imponen a punta de lanza, garrotes y sablazos, sino que hay una aquiescencia, una aceptación. Por eso la hegemonía se mantiene no sólo en el plano económico sino también en el cultural. Interpela a los de arriba y a los de abajo. Piñera es un multimillonario, y cuando hizo campaña para ser presidente, se reivindicaba como parte de la gran clase media chilena. Quiso difuminar la línea divisoria entre la élite y el pueblo, porque si hay una gran clase media, ahí entra la élite, entra gran parte del pueblo, y eso también es jugar hegemónicamente en el campo de las emociones. Una sociedad tan desigual como la chilena permite que el que está arriba no tenga idea de lo que está pasando abajo y el que está abajo piense que está más cerca del de arriba, “los objetos están más cerca de lo que parecen” nos pusieron en los espejos de los automóviles y en la cabeza, pero los de arriba saben que el objeto está muy lejos, inalcanzable para los de abajo.

Pero no todo está dado: Uno de los dispositivos más potentes de supervivencia del neoliberalismo es el miedo. Hoy hay una generación de jóvenes que desaprendió el miedo de sus padres. Se perdió ese miedo que era muy propio de quienes vivieron la dictadura. Es muy ejemplificador dar cuenta de las distintas reacciones generacionales cuando se decreta el toque de queda a los pocos días del estallido social, y salen los militares a la calle, muchas personas, en su gran mayoría quienes vivieron la dictadura, tenían miedo de salir a la calle, porque trajeron al presente viejos fantasmas del pasado. Asimismo, quienes responden con más movilización y calle son las generaciones más jóvenes. En concreto, la gente ha reaccionado de manera muy clara, muy concreta a la represión, y no ha validado, o no ha interiorizado, como sí lo hicimos durante tantos años, ese miedo. Porque el neoliberalismo es un modelo que no es solo económico, sino político e ideológico, y en tanto político también instala línea. Cuando se abre la grieta a la hegemonía neoliberal, también hay una pérdida de carga simbólica en aquellos elementos hegemónicos tales como el miedo.

Podemos decir que hay dos grandes tipos de momentos políticos: uno es el de la normalidad, el del orden, donde la política, por lo menos a nivel partidario o institucional, tiende a la rutina, por más que haya tensiones o conflictos; otros son los momentos donde irrumpen acontecimientos que impugnan el orden existente, como este, y desatan la necesidad de interpretar qué es lo que pasa, y al mismo tiempo es una interpretación que tiene un rasgo performativo, en el sentido que permite que la propia sociedad elabore un relato sobre lo que hizo. La experiencia del 2001 argentino nos permite leer nuestro 2019 chileno.  En el 2001 trasandino existió una especie de ilusión de que la propia movilización, o consignas pensadas como fórmulas mágicas, podían resolver por sí mismas las posibilidades de cambio que el proceso abría. Lejos de esa ilusión, hubo un sector político que pudo interpretar mejor y generar un relato eficaz sobre lo ocurrido: el kirchnerismo. De una manera inverosímil hasta entonces, desde adentro del partido principal del sistema político, mientras en las calles gritaban “que se vayan todos”. Otros procesos de impugnación del orden neoliberal, como el boliviano, el ecuatoriano o el venezolano, discurrieron por sus propios carriles. Indudablemente el proceso chileno tendrá su propia historia. Podemos dialogar con procesos como el constituyente ecuatoriano, el proceso destituyente argentino, el proceso boliviano de crisis y acontecimiento, o incluso con los “indignados” españoles, pero cada proceso es paradigmático y difícilmente podríamos forzar el curso de las cosas a seguir hojas de rutas preestablecidas. De allí toma fuerza el relato de lo nacional-popular para empezar a mirar Chile desde Chile, dialogando con otros procesos, con otras etapas, con otros momentos, pero siempre entendiendo el lugar desde el que estamos parados.

Según Badiou la novedad sucede bajo el nombre de “Acontecimiento”, y su principal característica es que está al borde del vacío. No hay fundamento para el acontecimiento-verdad: no es previsible. Muy atingente a lo que estamos viviendo en Chile. Requerimos interpretar lo que está sucediendo para organizar, no desde la vanguardia sino desde la militancia, y la militancia lo que hace es politizar, transformar la indignación en proyecto y propuesta.

Gramsci plantea cómo los sectores dominantes incorporan elementos de los sectores dominados, de aquellos que están intentando emanciparse, con la finalidad de asimilarlos y frenar esa pulsión emancipadora. En ese contexto debemos saber responder a la gente, no podemos esperar las condiciones perfectas que nos permitan desplegar nuestras alas y emprender el vuelo desconociendo los múltiples factores, sobre todo el más importante: la correlación de fuerzas. En ese sentido, un proceso constituyente en el marco de un nuevo pacto social nos puede permitir correr los límites de lo posible para sentar las bases de una sociedad de derechos para los de abajo que no se sustente en los privilegios de los de arriba. Luego veremos cómo enfrentamos la normalidad posterior. Porque la gente quiere saber que puede volver tranquila al trabajo, llegar a fin de mes, tener pensiones dignas y una serie de cuestiones que configuran un orden, un nuevo orden plebeyo, pero orden, al fin y al cabo.