por Jose Miguel Rojo

Los proyectos de la Izquierda Alternativa se refugian en el miope identitarismo postmoderno y olvidan hablar para el conjunto del pueblo

De una izquierda obrerista desapegada del resto de luchas a  una izquierda construida con base en las demandas de diversidad, esa ha sido la gran transformación provocada por la postmodernidad en las fuerzas anticapitalistas, dejándolas cada vez más alejadas de los problemas materiales de la gente. Parece que hubiesen abandonado cualquier esfuerzo por plantear un modelo económico diferente, justo cuando la crisis del trabajo y la transformación del sistema salarial nos encaminan hacia el modelo  de sociedad más desigual y desprotegida de las últimas décadas.

Microsegmentar el discurso es una práctica recomendable para hacer política en estas sociedades heterogéneas tan profundamente complejas.  Sirve, o debería servir, para poder conectar con la infinita diversidad de demandas que nacen dentro del campo social, para apelar a identidades muy diferentes, pero no tiene ningún sentido realizar esa microsegmentación si no va unida a un gran relato, que es la única herramienta posible de agregación de mayorías populares. Sólo a través de una narrativa universal capaz de articular todas esas conexiones con lo concreto es posible convertir las demandas dispersas y atomizadas en un caudal común de cambio. Tenemos que asumirlo, no hay movimiento hoy en día que pueda o deba ignorar la existencia en nuestras sociedades de una diversidad de sentimientos e identidades muy distintos entre sí, y que esos sentimientos, durante las últimas décadas, se han ido pronunciando progresivamente de forma más marcada. Sin embargo, la pugna por integrar todas esas identidades plurales, diversas, va mas allá de celebrar su existencia o divinizar su razón de ser; debe funcionar de forma integradora sirviendo para extender las ramificaciones de un relato nacional a cada posición social concreta. No podemos permitirnos el  convertir los retales identitarios en el propio relato universal de la izquierda, relato que debe ser, a la vez, crítico con una oligarquía económica generadora de precariedad vital y con una oligarquía política generadora de inseguridad.

Las derechas reaccionarias, liberales y no liberales, siguen logrando hacerse ver como fuerzas con mayor capacidad para garantizarle a las clases populares orden y estabilidad. Y, evidentemente, esta idea pudiera desbancarse con una crítica materialista, pero es necesario entender el otro lado del problema. No son capaces de solucionar los problemas materiales de la gente común, pero les aportan una falsa conciencia de tranquilidad, de tranquilidad en la miseria, y de seguridad ante las dudas, valores que una izquierda sin modelo económico y perdida en mil batallas culturales de impacto relativo no consigue darles. Es un cuidado contraintuitivo, un mal querer, pero es que no hay nadie más que preste atención a sus verdaderas preocupaciones, la gran parte de ellas de naturaleza eminentemente material. No podemos aceptar como respuesta económica para el mundo de Deliveroo y Glovo el keynesianismo que tanto socialdemócratas como postcomunistas siguen manteniendo. Todos sabemos que eso, además de insuficiente, es profundamente incapaz de remover las situaciones de injusticia social que hay en cada esquina de nuestras ciudades o pueblos. Pero aún se nos resiste la capacidad de pensar, en relación a la coyuntura concreta, una propuesta seria de alternativa económica que sea conquistable en el medio plazo.

Eso sí, hemos de estar precavidos. Como he explicado en este artículo, considero que las fuerzas anticapitalistas de nuestros días tienen serios problemas para conectar con las grandes frustraciones y problemas de las clases populares, y que se han dejado engullir por un torbellino culturalista que sólo pospone atajar este problema. ¿Esto significa que la izquierda deba olvidar a las minorías? Evidentemente no. Las fuerzas radicales siempre han comprendido que hay ciertos grupos que sufren con especial dureza las externalidades del sistema económico/moral y eso no debería dejar de ser así. No se trata de romper, ante la inflación culturalista de la posmodernidad, una tradición de inclusión y respeto a la diversidad que siempre han tenido todos los proyectos auténticamente emancipatorios de la izquierda. De lo que se trata es de evitar un problema nuevo que hemos dejado nacer y que no nos atrevemos a resolver: que haya quien presente la situación de esos grupos como un problema aislado en sí, como un objetivo separado, y lo ponga como única matriz de su agenda política

Además, la condición de minoría no solo expresa un estado social cuantitativo, sino también, y especialmente, cualitativo. ¿Alguien puede negar que los trabajadores son una minoría cualitativa en nuestros sistema políticos?

Los condicionantes de raza-etnia-género no pueden ser el centro del relato, ni tan siquiera en su yuxtaposición. Estas cuestiones críticas son una pieza de gran atractivo para universitarios pequeñoburgueses, pero como demandas, tienden a diluirse o a fallar por completo a la hora de apelar a la gente trabajadora de nuestro país. Y, de momento, la coyuntura no pide precisamente que abandonemos la vocación de llevar la fuerza de nuestros movimientos a los comités de empresa, a los centros de trabajo o a las asambleas vecinales para recluirnos en cafés literarios, herbolarios, tiendas veganas, asambleas de Facultad o batallas campales de Twitter. Tal vez lo más preocupante de esta hiperfragmentación del discurso crítico es la novedosa voluntad de renunciar a la construcción de mayorías y llegar al gobierno por la suma inconexa de minorías cuantitativas. Reemplazar la idea de “acumulación de fuerzas” movimentista, que nunca llegó a funcionar, o la idea frentepopulista de la suma de siglas, que nunca nos sirvió, por esa creencia en las virtudes de la suma de demandas parciales que tampoco pareció servirle a sus mayores defensores, a la izquierda clintoniana.

Hay alternativa. No es difícil encontrar referentes interesantes de una izquierda con vocación hegemónica e integradora, dispuesta a trabajar por articular las demandas del campo popular en un caudal común, dispuesta a convertir las fuerzas dispersas de los diferentes grupos y sectores de nuestra sociedad en un torrente poderosamente unido. A hablar para la mayoría. Sin duda, uno es la Argentina del Kirchnerismo; ahí esta Cristina, advirtiendo a sus seguidores más izquierdistas del foro de CLACSO de este año que no dará un paso atrás a la hora de intentar llegar al conjunto de su pueblo, y no a su lado izquierdo. Hablando de “acuñar una nueva categoría de frente social, cívico, patriótico, en el cual se agrupen todos los sectores que son agredidos por las políticas del neoliberalismo”. Tampoco hace falta irse tan lejos para poder apreciar ejemplos concretos de esta izquierda de los comunes.  Hay otro tan o más operativo al otro lado del canal de la Mancha: el laborismo de Corbyn.

Quien después de tantas décadas siendo la voz discordante o el enfant terrible del Grupo Parlamentario laborista, renuncia a presentar su victoria como una revancha, como una victoria frente al pasado. Quien define su proyecto como un horizonte de futuro alternativo al neoliberalismo dispuesto a integrar a todo el mundo que ha sufrido el retroceso democrático y el estancamiento social que ha marcado estas últimas décadas. Corbyn nos propone “reconstruir Gran Bretaña” y lo hace sobre la firme voluntad de superar las limitaciones del progresismo. Es  posible aspirar a tener un mensaje de grandes mayorías populares en un país plenamente neoliberalizado, occidentalizado, socialmente fragmentado y aún más roto por la desigualdad que el nuestro. Es hora de sacar fuerzas de flaqueza y demostrar nuestra valentía: tenemos que estar a la altura.