La muerte del Cónsul Decio, Rubens

Por Pablo Montenegro

Vivimos momentos que a nadie le gustaría vivir, momentos de angustia, momentos de miedo y, muy por encima de todo, momentos de muerte. Vivimos ante una realidad que nos golpea con dureza y de la que nos es difícil escapar, que por mucho que tratemos de negar o intentar superar nos encierra en una cotidianeidad que nos constituye desde lo mínimo, dejándonos ante la pregunta de qué hacer con el tiempo que se nos ha dado.

Es inevitable que en estos días se escuche alguna reflexión o algún tipo de paralelismo que relacione esta situación con un proceso de guerra en el que, esta vez, el enemigo se presenta como una agente invisible que se ha colado en nuestras trincheras para destruirnos desde dentro. Es bajo esta premisa como se produce la consecuencia directa de que todo el lenguaje y pensamiento quede atrapado en esta idea inicial. Lo que nos deja una serie de preguntas al respecto: ¿hay espacio para la transformación dentro de este escenario? ¿todo seguirá igual cuando esto termine? Y, sobre todo, retomando uno de los hilos fundamentales de la teoría política ¿podemos entender esta “guerra” como un elemento transformador?

A lo largo de la historia han sido varias las posiciones teóricas que, incluso desde distintas perspectivas ideológicas, han señalado que la guerra es uno de los actos fundamentales en las transformaciones sociales. Desde la antigua Atenas, en la que aparece la necesidad de inclusión en el modelo democrático de quienes había remado para conseguir la victoria en las Guerras Médicas, hasta la aparición del sufragio femenino tras la I Guerra Mundial, es evidente que la guerra ha jugado un papel determinante en la historia, ayudando en muchas ocasiones a construir un mundo mejor. Pero no toda la historia puede pintarse bajo un mismo color, porque igual que en algunos momentos esta ha supuesto poder conseguir algunos avances, la guerra ha sido también uno de los principales motores de destrucción, no solo por su coste de vidas, sino también por sus consecuentes transformaciones políticas. Ejemplo de ello son los procesos de militarización de la Antigua Roma que terminaron llevándola a la aparición de los tiranos y su consecuente decadencia, o las duras consecuencias producidas por los procesos coloniales y las masacres de la II Guerra Mundial.

Igual que en algunos momentos la guerra ha supuesto poder conseguir algunos avances, ha sido también uno de los principales motores de destrucción

Si miramos al pasado, vemos que toda revolución se produce tras un inicial derramamiento de sangre, pero que no todas las revoluciones terminan de una manera positiva, muchas han tenido su ‘brumario’. Ante esta incertidumbre histórica, solo dos reflexiones pueden aparecer al respecto: que la guerra supone un punto de inflexión en cualquier momento de la historia, pudiendo ser un elemento de transformación; y que, como decía Hemingway, “jamás se piense que una guerra, por necesaria o justificada que parezca, deja de ser un crimen”.

Así es como llegamos a la situación actual, en la que no existen bandos enfrentados luchando entre sí por una victoria que suponga la derrota de otro, pero en la que, sin embargo, la muerte sigue apareciendo como el tétrico estandarte bajo el que todos nos terminamos rindiendo. Paradójicamente, esta situación supone una redefinición de política interna, en términos similares a los que la guerra produce, casi en clave fundacional al más puro estilo schmittiano, en el que necesitamos saber quiénes somos ‘nosotros’ para poder enfrentarnos a un ‘ellos’ que no podemos situar.

Ante esta situación fundamentada en este inicio belicista debe establecerse una diferenciación entre un lenguaje que nos hace presos de una condición autoritaria bajo una sociedad militarizada y un acto de guerra que puede situarse como ese momento fundacional en el que nos vemos atrapados, que puede que sea un punto de inflexión a la hora de recomponer la sociedad. Sin olvidar, claro está, que ambos están profundamente ligados y que, por lo tanto, se retroalimentan en busca de un sentido compartido.

Es por ello que, durante estos días, hemos visto cómo desde posiciones políticas concretas se ha apoyado esta forma de militarización social que trata de retrotraernos a una especie de pasado al que miran con nostalgia. Pero esto no debe hacer que pasemos por alto una situación que necesita que volvamos a definir quiénes somos, y es ahí donde aparece un espacio para la política que puede que no hayamos visto en mucho tiempo.

Decía Clausewitz que la guerra es la continuación de la política por otros medios, y Foucault le daba la vuelta para decir que es la política la que es una continuación de la guerra por otros medios. Definiendo a la política en una condición que solo se puede entender bajo la visión del conflicto, quedando altamente relacionada con la condición de una violencia que se expresa o desaparece. En este caso, quizás hablamos de guerra, pero no de violencia.

Decía Clausewitz que la guerra es la continuación de la política por otros medios, y Foucault le daba la vuelta para decir que es la política la que es una continuación de la guerra por otros medios

No se trata pues de fomentar el belicismo, sino de asumirlo como punto de partida. El ‘paz, pan y trabajo’ tan utilizado por Lenin, no es un eslogan que fomente la guerra, pero sin duda necesita de la misma para tener un sentido. Es ahora, cuando hay gente que muere por la falta de recursos sanitarios, cuando se vuelve más lógico que nunca que toda riqueza se subordine al bien común. Es ahora cuando se puede entender que esto no es una situación que se pueda enfrentar bajo una dicotomía de quienes tuvieron privilegios para superarlo, frente a quienes no tuvieron oportunidad por no tener recursos para hacerlo. Que se entienda que hay cuestiones de extrema necesidad y de sentido común, en las que la desaparición de ciertos privilegios de unos pocos para el reparto entre la mayoría es algo necesario para superar esta situación.

Sin ninguna intención de celebrar esta situación como una oportunidad que nos brinda la historia, es necesario no perder de vista lo teorizado por autoras como Simone Weil o Hannah Arendt, que nos recuerdan que, si todo se fundamenta desde el principio en la guerra, la consecuencia directa es que esa sociedad adopte este principio bajo sus propios ideales. Una sociedad fundada bajo la violencia como fin en vez de como medio, termina produciendo violencia. Quizás este sea el gran peligro de nuestros días, y por eso debamos estar más atentos que nunca a la hora de elegir el camino. Quizás la diferencia, es que, en este caso, no es realmente la guerra lo que nos ha traído hasta aquí, hay muertos, pero no hay quien empuñe las armas para disparar.

Puede que sea difícil entender esto como un momento de crisis orgánica en un sentido gramsciano, pero sin duda alguna parece que estamos ante una situación que puede definir nuestro futuro a corto y largo plazo, por lo que se vuelve más importante que nunca tomar conciencia del momento en que vivimos y actuar en consecuencia, fijando una línea que nos permita construir un horizonte transformador frente a los impulsos autoritarios. Que nos ayude a avanzar en la historia, o mejor dicho, como diría Walter Benjamin, tirar del freno ante su desolador avance.