De vez en cuando me pasa, que me dejo el teléfono móvil en casa. Sin querer, claro, nadie quiere dejarse el teléfono en casa. Pero el otro día me lo dejé y cuando estaba en el autobús, en el metro, esperando para entrar a clase, mientras el profesor hablaba, en el descanso cuando no sabía con quien hablar, en el autobús de vuelta, en el metro, por la calle… hice ademán de cogerlo y, Ai! Si no lo llevo. Entonces intenté recordar que hacía yo en mi vida cuando no tenía un Smartphone y la respuesta fue: pensar.

Es cierto que la tecnología está acentuando la individualización general de la sociedad. Nos relacionamos mucho menos desde que tenemos dispositivos electrónicos aunque estemos cada vez más conectados. Somos cíborgs sin marcha atrás y todo lo que creamos está en proceso de ciborgización. Así lo hace el arte desde hace unos años con la fotografía y el cine, pues las cámaras – de fotografiar o de video – pasan a ser una extensión del humano biónico. Aunque la tecnología individualice a los humanos, la tecnología no es sino reproducción. Me explico: para que cada uno de nosotros tenga un teléfono y un ordenador y los use individualmente hace falta un ordenador y un móvil para cada persona, por lo tanto, una reproducción masiva. Esto ocurre prácticamente con todos los ámbitos de nuestra vida, desde zapatos a marcas de yogures. En el arte también. No será mi intención criticar el arte de la reproducción en el sector artístico – quizás en todos los demás ámbitos si lo sería, pero no procede ahora-; sin embargo, cabe analizarlo para ser conscientes.

Hemos llegado a un punto donde uno de los medios de expresión más extendidos del ser humano, el arte, se ha modernizado para poder expresar las inquietudes del hombre moderno y no ha podido hacerlo de otra manera que reproduciéndose como todo actualmente. Una fotografía o una película están lejos de una escultura o una pintura por su inexistente aura –término acuñado por el Sr. Walter Benjamin-. Esto es, su carácter único y original, el valor de ser diferente a todo lo existente. Como la base del cine y la fotografía es la reproducción, carecen de aura. Además, poseen la cualidad del aislamiento. La técnica y mecánica de la máquina de reproducir permite enfocar solamente lo interesante de la realidad y alienarlo para destacarlo, lo que es, quitarle realidad. Sobre todo el cine, el arte de las masas, no puede ser visto como las demás manifestaciones del arte. Podemos decidir cuánto tiempo queremos invertir mirando una pintura, pero no una película. La contemplación y recogimiento que nos transmite la primera es distinta a la dispersión que implica la segunda. Mirando una película no nos metemos nosotros como queremos dentro de la obra, sino que la obra se mete en nosotros – apunta también Benjamin-.

Entonces, ¿qué es una película si nadie la mira, un museo si nadie lo visita, una tienda si nadie entra para comprar, una marca si nadie la conoce, una máquina si nadie la programa, un teléfono si nadie lo usa, un instrumento si nadie lo toca, unos zapatos si nadie se los pone, un monumento si nadie lo aprecia?

El valor lo otorgamos las personas. En mi opinión, todo arte hecho para expresarse me parece de gran valor y personalmente también creo importante no tratar el valor como una idea platónica. Si así lo hacemos, todavía nos convertiremos más en la masa por la que se nos conoce. Valorar es algo vinculado a la experiencia personal y al gusto, aunque hayan sido originariamente naturalizados, lo que es: considerar conocimientos de sistemas y procesos que no eran conocimiento de las ciencias naturales como si lo fueran.

Por tanto, cabe valorar el valor. Entender que el primer valor debe ser para las personas en sí. Valorar más las creaciones que el humano ha hecho que no a sí mismo es dar larga vida al materialismo y no usar el pensamiento crítico como se merece. Esto puede ser un error difícil de deshacer, más que clicar Ctrl + Z , tramitar la devolución de una camiseta o poner pause a una película.