Reseña- ‘La confabulació dels irresponsables’ de Jordi Amat

Por David Sánchez Piñeiro

Hay que leer a los intelectuales conservadores de La Vanguardia. Hay que leer a esa gente de orden. No sólo al omnipresente Enric Juliana, también a Jordi Amat. Su libro La confabulació dels irresponsables (Anagrama) ha sido elegido por el diario barcelonés como uno de los diez mejores de 2017 en la categoría de no ficción.

La reseña de Ignacio Sánchez- Cuenca en ctxt.es identifica acertadamente la mayor virtud y el mayor defecto del libro de Amat. Virtud: ‘debería servir de modelo para el libro político que se escribe en España. No hay truculencia ni agresividad. La prosa es elegante y respetuosa, por mucho que la crítica sea dura en ocasiones’. Defecto: la sombra de la falacia post hoc ergo propter hoc. ¿En qué consiste esta falacia? En identificar una relación causal entre dos acontecimientos simplemente por el hecho de que uno sea posterior al otro. La consecuencia teórica de caer en esta falacia es que se elimina el momento contingente de toda decisión política y se dota a determinada secuencia de acontecimientos políticos de una apariencia de necesidad histórica.

Según Amat, una serie de irresponsabilidades políticas nos han llevado a la situación actual: la decisión del tripartit de iniciar la reforma del Estatut, que el control de tal reforma se escapase de las manos de su impulsor Maragall, que el parlament catalán aprobase la reforma o que se rechazase desde el primer momento cualquier tipo de entendimiento con el PP en un asunto tan importante. Ahora bien, como señala Sánchez-Cuenca, no era inevitable que, como consecuencia de esas decisiones, el PP recogiese firmas contra el Estatut, que el PP modificase partidistamente la composición del Tribunal Constitucional o que la sentencia de dicho Tribunal se basase en una interpretación restrictiva de los principios constitucionales. En el fondo, subyace al argumento de Amat una visión profundamente conservadora de la política: si el Parlament de Catalunya no hubiese emprendido el camino de la reforma del Estatut nos hubiésemos ahorrado todos los problemas y crisis que hemos sufrido en estos últimos años. En última instancia, es una visión que valora más el orden y la estabilidad que la democracia (no muy diferente de la que desarrolla Juliana en Modesta España), y que culpa a las élites, en ocasiones de forma sutil e implícita, por desencadenar irresponsablemente un proceso político que interpela e incorpora a la ciudadanía y que pone en riesgo la arquitectura del orden constitucional.

En el prefacio de La confabulació dels irresponsables queda patente la lógica conservadora que sustenta el argumento de Amat. En él se apela a la figura de Antonio Pedrol Rius, que fue (además de decano del Colegio de Abogados de Madrid y del Consejo General de la Abogacía Española durante el franquismo), senador real -designado por el rey Juan Carlos- durante la Transición. En pleno proceso de redacción de la nueva Constitución, Pedrol alertaba en un artículo publicado en el diario El País del riesgo de que el Tribunal Constitucional se convirtiese en una suerte de suprapoder constituyente. La lógica de su argumento era la siguiente: 1) algunos artículos fundamentales de la Constitución se estaban redactando de forma ambigua para conseguir el consenso de todos los partidos, 2) el Tribunal Constitucional sería el encargado de dirimir las potenciales disputas que surgiesen en torno a la interpretación de dichos artículos, 3) el TC se convertía de facto en un verdadero ‘órgano constituyente’ y 4) dado que los miembros del TC eran elegidos por los partidos políticos, serían estos quienes en última instancia determinasen el sentido de los veredictos del TC, y al hacerlo dañarían gravemente la división de poderes en nuestro país (el legislativo controlaría, en última instancia, al judicial). Pedrol Rius planteaba visionariamente un caso hipotético en el cual una cuestión que dividiese a la población fuese aprobada en referéndum y después fuese recurrida al TC por un partido opositor. Independientemente de cuál fuese el veredicto, el resultado sería que el TC quedaría deslegitimado a ojos de un grupo importante de la población, con los perjuicios que esto supone para el funcionamiento del sistema democrático.

La solución a este ‘punto ciego’ y a esta situación de ‘degradación institucional’ que Amat sugiere (tomándola de Pedrol) es demasiado simplista. El hecho de que el TC tenga que pronunciarse sobre la constitucionalidad de una ley antes de que esta sea sometida a referéndum (de nuevo las reticencias democráticas) simplemente traslada temporalmente el asunto a un punto temporal distinto pero no modifica sus elementos problemáticos. ¿Cuál sería la legitimidad del TC a ojos de los ciudadanos de Cataluña después de suspender una reforma del Estatut aprobada mayoritariamente en el Parlament?

Parece sensato que un conflicto político de tal calibre sea gestionado por los poderes legislativo y ejecutivo, que en última instancia son los representantes democráticamente elegidos por los ciudadanos, y no por el poder judicial. Aún así, la cuestión fundamental es otra. Escribía Habermas en El discurso filosófico de la modernidad (1985) que uno de los rasgos definitorios de la modernidad cultural era la existencia de ‘fundamentos universalistas del derecho y la moral que han encontrado encarnación (por distorsionada e imperfecta que sea) en las instituciones de los Estados constitucionales modernos’. El ejemplo de Pedrol Rius que Amat menciona en su libro ilustra algunas de las deficiencias de este normativismo universalista. La ambigüedad intrínseca a ciertos artículos fundamentales de la Constitución española (España está compuesta por nacionalidades y regiones, por ejemplo) demuestra la imposibilidad de contrarrestar los efectos nocivos de una Constitución excesivamente partidista por medio de una apelación a unos principios universales absolutamente inclusivos. Como señalaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en su réplica a Habermas, el conflicto moral e ideológico no es sólo una característica constitutiva de nuestras sociedades contemporáneas sino que además asegura el pluralismo político (lo que permite que conservadores y socialistas tomen partido en una lucha hegemónica que decante hacia un lado o hacia otro las interpretaciones de algunos- otros serán inevitablemente partidistas- principios constitucionales).
En lugar de afanarnos en la tarea imposible de diseñar una Constitución perfecta (utopía racionalista liberal por excelencia) o de lamentarnos de la irresponsabilidad de nuestras élites, abramos cauces democráticos que permitan dar salido a los conflictos políticos consustanciales a nuestras sociedades contemporáneas. En el caso de Cataluña esto pasa irremediablemente por un referéndum pactado con el Estado, con una Ley de Claridad que establezca con antelación las reglas del juego y con múltiples opciones de voto que reflejen el pluralismo político del país. No tengamos miedo a la democracia.