Cuando uno traza cuál es el ordenamiento político, cultural e institucional que heredamos de la transición, el edificio político que conforma el régimen del 78, es fácil ver que algunos de sus elementos, no todos, están viviendo una cierta crisis. Se suele pensar la crisis del régimen como una suerte de solapamiento y concatenación de diversas crisis que hacen quebrar todo el aparato. Entenderlo así es siempre un error, el análisis no puede ser minucioso y no se distinguen las instituciones que siguen siendo sólidas y las que están profundamente dañadas. Entendiendo instituciones no sólo como aparatos jurídicos, sino también a los consensos, formas de entender las agrupaciones sociales, etc… Desmenuzar cuáles son las áreas qué viven una situación de auténtica crisis orgánica es siempre de vital importancia para la acción política.

El régimen del 78 se puede caracterizar rápidamente cómo la articulación hegemónica de construcción del bloque histórico fundado con la integración de los grandes sectores populares, que habían participado del antifranquismo, a través de las organizaciones políticas y sindicales. Un proceso en el que los sectores subalternos tuvieron razones suficientes como para mostrar fidelidad al orden, para entender que el orden podía satisfacer buena parte de sus demandas y proponer unas expectativas de vida y bienestar coherentes, sobre todo para sus hijos. De tal manera que el sistema político y social que llamamos régimen del 78 fue exitoso en la medida en que se mostró capaz de asegurar un cierto nivel de esperanza y de futuro compartido para una sociedad que venía de unos años muy oscuros. Buena parte de los sectores populares transitaron hacia la clase media.

Lo que explica el actual momento de crisis de régimen tiene que ver con la quiebra de las expectativas de futuro y, sobre todo, la sensación de que las generaciones futuras vivirán peor que sus padres. Esta idea es central en el análisis y va muy ligada a la incapacidad de las izquierdas tradicionales de proponer un horizonte de esperanza. El sector en que más claramente se produce la crisis de régimen son los partidos de izquierda y los sindicatos tradicionales, que viven una suerte de crisis de legitimidad en la que no transmiten la confianza suficiente. Esto se ve de manera muy clara en la forma de proyectar el futuro y en la forma de entender el presente y actuar del PSOE, un partido que no ha sido capaz de entender el cambio que supuso para el país el 15M. Cuando vemos sectores del partido pidiendo una gran coalición para cubrirse del “populismo” y cuando vemos sindicatos importantes pedir un pacto de Estado con la clase dominante, es fácil diagnosticar que no son capaces de adaptarse a la realidad social de un buen sector del país.

Un vector importante de la crisis que vive el régimen del 78 es la ruptura del consenso y del pacto social impulsada desde arriba, en una clara ofensiva oligárquica, que ha impulsado una salida de la crisis profundizando el neoliberalismo y proponiendo el mismo tipo de políticas que nos han llevado al desastre actual.

El problema económico que se vive de manera dramática y catastrófica cuando estalla la gran crisis está estrechamente ligado a otra de las grietas del régimen, el modelo de desarrollo. Un modelo fundado sobre la debilidad estructural y sobre un capitalismo de amiguetes sostenido por el ladrillo y por el turismo, sectores que no construyen una estabilidad sistémica en el modelo productivo. En este sentido, las clases dominantes no han sido capaces de construir un país de integración. La “lumpen” oligarquía ha sido un sector permanentemente incapaz de generar riqueza e inclusión. Las dinámicas mercantilizadoras de transición hacia el neoliberalismo en España fueron impulsadas por un partido “socialdemócrata”, hecho casi único e impensable en la mayoría de países europeos.

Otra grieta que parece no tener solución es la crisis del modelo territorial del Estado. La articulación territorial del Estado no ha sido capaz de ofrecer soluciones a las distintas demandas que ha recibido, de tal manera que ha ido dejando fuera del orden cada vez más actores excluidos que ahora parecen irreconciliables. Esto, sumado a que los actores tradicionales que canalizaban las soluciones ya no tienen autoridad de generar consenso y proponer desarrollo de la sociedad en su conjunto, y de aceptar la plurinacionalidad del estado, hace que vivamos un punto de extrema fragilidad en la cuestión territorial. Vemos claramente, otra vez más, que el PSOE es totalmente incapaz de entender la situación y cree que la solución al problema es tan simple como el traslado del Senado, un organismo de dudosa utilidad, a Barcelona, intentando una suerte de federalismo chapuza que convenza a los catalanes de la necesidad de seguir en España.

Si sumamos que la corrupción ha impregnado toda la estructura de los principales partidos y que empieza a parecer que ha funcionado durante mucho tiempo como engrasante de la máquina pública es normal que la afección de una buena parte de la sociedad hacia los partidos tradicionales se derrumbe. Existe una insalvable brecha entre la población y la clase política del régimen, que ha perdido el consentimiento de los sectores subalternos que, a su vez, han pasado de la pasividad política a la actividad de reivindicar sus razones.

Un momento en que la élite ya no dirige el proyecto de país. Gramsci decía que “la crisis orgánica consiste en que lo viejo no muere y lo nuevo todavía no puede nacer”. La función hegemónica de nexo entre estructura y superestructura se disuelve, los lazos sociales y el propio relato que naturaliza el régimen se resquebraja, es una etapa de disgregación del bloque histórico. Los representantes no representan los intereses y necesidades de los representados y, a su vez, los representados no se sienten interpretados por los representantes.

En este sentido debe entenderse la crisis de un régimen que se hizo viejo y distante a la luz del 15M, de unos partidos que quedaron apartados del nuevo “sentido común” emergente. No cabe entender que la crisis de régimen es el derrumbe de las estructuras y aparatos del Estado que, aunque en vías de tránsito hacia el subdesarrollo, va a seguir teniendo el monopolio de la violencia y de la gestión del territorio.

El momento destituyente del “no nos representan” fue el punto a partir del cual se produjo el proceso cognitivo en que se empezó a tomar consciencia de que lo que hasta entonces había funcionado ya no podía seguir igual. La desafección hacia las instituciones se hizo irreversible y el desmoronamiento del bipartidismo sólo podía ir a más. Esto no es solo una crisis institucional cuya solución sería la sustitución de unos partidos inertes por otros nuevos sino que es una crisis de “institucionalidad”, en tanto que lo que estaba en duda era el propio funcionamiento de los mecanismos de representación tradicionales. Tal idea aparece sobre todo en las generaciones jóvenes que quieren repensar lo político, de repensar la propia naturaleza de las instituciones.

Por su parte, el momento destituyente, que aún está solo empezando, abre el margen para luchar por la resignificación de los conceptos. Aquí solamente hablaré de uno, que no es poca cosa, y es el de democracia. Digamos que durante muchos años la democracia era propiedad de los ministros y de los profesionales. La izquierda renunció hace mucho tiempo a la democracia como proyecto de emancipación. El 15M fue un momento de reivindicación máxima de una democracia real y radical. Las ideas de socialismo, lucha de clases y otras por el estilo han quedado fuera del imaginario, de tal manera que la revolución es la recuperación de la noción de democracia por parte del pueblo. La democracia entendida por el régimen, que era el hecho de votar cada cuatro años, gozar de una cierta libertad de expresión, tener un estado de derecho y otras cuestiones fundamentales, se queda corta. La reapropiación de la idea de democracia por parte de los sectores subalternos viene estrechamente vinculada con la cuestión social y material, es decir, si hay desigualdad la democracia no es real y efectiva.

La crisis de régimen de España es algo más que una simple crisis de legitimidad. Es una crisis de los equilibrios y encajes entre los sectores. Es decir, el gran conglomerado que forma el país pasa de un estado bastante sólido a una situación mucho más flexible, de tal manera que la disputa para proyectar un futuro se ensancha y abre la posibilidad de rearticular los bloques. La estabilidad, no completa, que ha habido en el país durante los últimos treinta años ha sufrido un golpe mortal. Los sectores anteriormente dirigentes no han sabido hacer una labor necesaria para mantener su estatus que es saber integrar una parte de los subalternos y dispersar al resto para acorralarla. Por tanto el descontento se ha ido acumulando de manera desordenada pero con la posibilidad, siempre contingente, de encadenarla para formar una nueva identidad rupturista. En el momento en que el acuerdo social entra en crisis una parte importante del sector dominante ha decidido enrocarse y encerrarse contra todo, de tal manera que no ha sabido remodelarse para aceptar en su fase histórica buena parte de los sectores descontentos. Y el partido que más ha sufrido esto, evidentemente, es el Partido Socialista.

De tal manera que nos encontramos en un momento de constante multiplicación de protestas y descontentos, pero que no existe un vínculo orgánico necesario entre ellos. Por tanto, se incrementa la disgregación social y los viejos canales no son capaces de darle forma y cabida, en forma de nueva identidad colectiva, a todas las demandas. Nada de lo existente en el régimen del 78 puede articular la impresionante cantidad de descontento, pero el descontento sigue creciendo. El terreno se prepara cada vez más para una actividad populista, esto es, para la articulación de un tejido. Ésta labor de tejer las reivindicaciones dislocadas en algo común y de construir una identidad colectiva tiene que hacerse desde el discurso. Las categorías y las posiciones históricas no son capaces de dar cabida a la gran parte de actores, de tal manera que los ejes clase obrera/burguesía, república/monarquía, izquierda/derecha, no son útiles. Esta tesis solo se puede pensar si se es radicalmente antiesencialista y si se entiende que las identidades no vienen dadas. De tal manera que quizás se pueden dirimir las posiciones entorno pueblo/casta, abajo/arriba, nuevo/viejo, independentista/franquista.

El año 2015 ha sido un año muy complejo y llega a su fin con la fecha más importante de la última década, el 20D. Estamos viviendo un proceso donde el régimen no ha sido capaz de transformar e integrar las demandas y los intelectuales subalternos. Las clases dominantes no han sido capaces de ensanchar su base social ni de absorber el enfado de las clases populares.