Por Eduardo García
Bahía de Cochinos, Cuba. 1961. Carlos y Woods conversan, bajo la mirada de Mason (el protagonista), separados por la barra de un pequeño bar en el que les acompaña otro militar (Bowman) y una mujer aparentemente sin ninguna relación con ellos.
- ¿Tiene lo que necesitamos? — pregunta Woods a Carlos.
- Estará aquí. — Señala el mapa— En la plantación. Mi vieja plantación. Nuestro ataque en el aeródromo debería distraerlos lo suficiente para que pueda entrar.
- ¿Y la evacuación?
- Habrá un transporte esperando. Tienen que llegar.
- .. — Woods vuelca su atención en la puerta del local, que se abre — Tenemos compañía.
Un grupo de militares cubanos entran al local e increpan a los estadounidenses, que consiguen acabar con ellos y huir hasta llegar a su objetivo: Fidel Castro. En este momento el jugador de Call Of Duty: Black Ops I, que apenas ha comenzado su primera misión, tiene la tarea de disparar al comandante. En primera persona y activándose una cámara lenta que facilita atinar, ningún jugador falla. Se presiona R2 (en Playstation) y se activa una cinemática: la bala, a la que la cámara sigue en un épico slow motion, impacta en la frente de Fidel (quien, según se descubre más adelante, no era Fidel sino un doble). https://www.youtube.com/watch?v=3b61NJLRD-Y
Se ha comenzado a forjar la auto-imagen de héroe que acompañará al jugador durante toda la experiencia. Esa idea tan estadounidense de la guerra que tiene que ver con el cine y, en definitiva, con cualquier producción cultural: el individuo que, en nombre de la libertad, perpetra una misión que, si no fuese blanco y occidental, sería considerada terrorismo. Como la lleva a cabo Alex Mason, varón blanco de Alaska y de la CIA, es nada más una operación libertadora.
Este tipo de videojuegos los ha jugado una generación entera de jóvenes (en su mayoría hombres) durante la fase crítica de la construcción ético-ideológica del ser humano: la etapa entre los 12-13 años y los 17-18. Han crecido consumiendo una extensa lista de sagas de videojuegos (Call of Duty, Medal of Honor…) que legitiman subconscientemente lo que ocurrió el 15 de marzo en la mezquita Al Noor en Christchurch, Nueva Zelanda. También lo sucedido después en California. Lo legitiman por dos vías: la primera, la construcción nítida de una lista de enemigos de la civilización (los proyectos emancipadores latinoamericanos, la comunidad musulmana…), un ‘nosotros–ellos‘ en el que ellos son el objetivo y por tanto los receptores de la violencia en videojuegos como Call of Duty; la segunda, la estética épica del ‘lobo solitario‘, ese hombre blanco y heterosexual envuelto en la mística de un súper héroe del siglo XXI que ya no pelea contra ladrones en las calles de Nueva York sino contra líderes políticos y contra comunidades étnico-religiosas enteras. Todo esto rodeado de un sadismo y un gusto por la sangre y la violencia extrema digno de algún ‘remake’ exagerado de Tarantino.
El sujeto que cabría estudiar es aquella figura cuyos privilegios se ven cuestionados por los avances democráticos y los movimientos sociales que ponen en cuestión toda una serie de hegemonías étnicas, de género, religiosas y sexuales: el hombre blanco cis y heterosexual. Como escribía Ignacio Esains: “El supremacista blanco recluta hombres jóvenes de baja autoestima y tendencias violentas. En voxed se llaman entre ellos “gordos voxeros”, en 4chan son “cucks”. Se sienten frustrados por un mundo que tiene la lupa puesta en el privilegio del patriarcado” (https://www.filo.news/actualidad/Estamos-jugando-el-juego-del-asesino-de-Nueva-Zelanda-20190318-0045.html)
Unas comunidades (4chan o voxed) en las que se construyen verdaderos lazos de pertenencia y camaradería a través de memes, una suerte de solidaridad rudimentaria que funciona a partir de un simplificado sistema de preguntas-consejos y una jerga dinámica y cambiante a la interna. Los neonazis ‘new age’ que ya no llevan botas militares ni la cabeza rapada (que se sepa), sino que cuidan más su estética cibernética y sus memes racistas, misóginos y lgtbfobos.
Enlaza mucho con el nuevo y joven votante de Vox que interioriza los avances culturales del feminismo, el movimiento LGTB y la diversidad étnica y nacional como un ataque a sus privilegios. El subconsciente es un espacio complejo. Las certezas pueden calar muy hondo, y así ocurre con estos “cucks”. ¿Cómo no enamorarse de la posición dominante cuando todo elemento de construcción ideológica, incluido los videojuegos, la ha endiosado y romantizado hasta los límites? Se puede teorizar (con motivo) que la conquista de posiciones por parte de, por ejemplo, el feminismo, deconstruye una realidad tóxica y esencialmente injusta. Pero cuando alguien se reivindica hacia fuera como el Mason del ‘Call of Duty’ y un movimiento en el statu quo cultural amenaza esta seguridad, reacciona. Y reacciona encerrándose, construyendo espacios rudimentarios de solidaridad… Hasta que llega un tío a caballo y dice que alguien puede representar el odio (no dice eso, claro, pero procede leer lo implícito del relato de Vox), y claro, se le vota. Aunque haya quien quiera explicar (y responsabilizar) este proceso a “la trampa de la diversidad”, miente. Nunca un avance es indeseable por su hipotética reacción.
Entender lo ocurrido en Nueva Zelanda o en California pasa necesariamente por tocar todas y cada una de las herramientas de construcción ideológica que dan impulso al moldeamiento político de las frustraciones de ese sujeto: el cine, la música, la educación, etc. Pero también los videojuegos, que tienen la misma carga ético-moral y tanta responsabilidad en la construcción ideológica como número de consumidores dispongan. Muchísima, ni más ni menos. Cuando se pone a Call of Duty como ejemplo no es aleatorio en absoluto. Es el reconocimiento explícito de cómo esta saga es al mismo tiempo reflejo y responsable de la formación de un tipo de consumidores de videojuegos que disponen como una salida lógica los foros como 4chan. Hay que dimensionar correctamente el rol que títulos como Call of Duty: Black Ops I juegan en el creciente terrorismo de los supremacistas blancos: la normalización visual de la figura del ‘lobo solitario’ que destruye a los ‘enemigos de la civilización’ (definidos por la política exterior de Estados Unidos) está íntimamente ligada con varios episodios, cinemáticas y misiones de los modos historia de estas sagas.
Cabría puntualizar, para impedir que el debate caiga en generalizaciones que no construyen resistencias de ningún tipo, que todo esto no tiene que ver estrictamente con los videojuegos, ni siquiera con los del género shooter. Fortnite, por ejemplo, no tiene nada que ver con Call of Duty, no sólo en la ausencia de sangre en el primero en contraste con la estética mistificada y sádica de la misma en el segundo, sino en algo mucho más profundo y que ha sido comentado al principio: la nítida producción de un enemigo (inexistente en Fortnite por su sistema de skins plurales étnica y culturalmente). Es esto lo que pone en el punto de mira obligatoriamente qué videojuegos se están consumiendo cuando se habla del género shooter.
El elemento estético, además, adquiere un punto mayor de importancia si se tienen en cuenta escenas como la masacre de decenas de inocentes en Call of Duty: Modern Warfare II. En estas situaciones, las frustraciones subconscientes de los sujetos antes mencionados pueden ser satisfechas dejándose llevar por la violencia extrema. Aquello que no es factible en la “vida real” (habría que revisar si sigue teniendo sentido hablar de vida real en contraposición a la vida virtual) por la censura de la llamada “corrección política” es en este videojuego totalmente posible. Y se puede repetir la misión tantas veces como quieras, por si no te quedaste del todo satisfecho (“¡asesina todas las veces que quieras a estas personas que hacían cola para pasar un control, lo que siempre habías soñado y nunca te atreviste a hacer!”).
Los videojuegos shooter que ofrecen estas situaciones como una más dentro de la experiencia contrastan con títulos como GTA en la obligatoriedad. Mientras que en GTA realizar una masacre en cualquier centro urbano de la ciudad es solo “una (macabra) posibilidad más”, en Call of Duty: Modern Warfare II es una exigencia de guión, un requisito necesario si se quiere completar el modo historia. Ni siquiera en los Counter Strike, donde se puede elegir el bando terrorista o el de la policía, se le obliga al usuario a colocarse en un lado del relato ético. https://www.youtube.com/watch?v=Z1D7-i04LD4
El videojuego ya no es una alternativa de ocio más. Es hoy un elemento crucial en la batalla cultural, si se actualiza a Gramsci y no se le lee en clave dogmática y temporalmente cerrada. Donde Antonio dijo prensa, radio e iglesia, con toda seguridad añadiría hoy Youtube, Twitter y el Fortnite. Suena a resumen rápido de una jornada estándar de Rubius o de cualquier otro youtuber exitoso, pero es la punta de lanza de la disputa ideológica en la juventud de países en los que el acceso a Internet es prácticamente absoluto en los estratos de edad por debajo de los 30 años. Ninguna de esas tres plataformas (cada una distinta en su esencia de las otras dos) puede mirarse alejada de los memes que la rodean y que (implícita o explícitamente) están cargados de contenido político.
El racismo light de PewDiePie, la crítica de Dross a quienes definió como ‘social justice warriors’, la incorrección política en Twitter y los streams de Fortnite construyen posturas éticas y políticas día a día, minuto a minuto. Igual que se censuraría por parte de los sectores transformadores y progresistas una serie de Netflix con marcado contenido racista, se tiene que militar un sector del videojuego que no permita títulos como Call of Duty. Excluir a los videojuegos de la ecuación para explicar los marcos culturales de los 4chaneros que aplaudieron el atentado y llamaron “héroe” al autor no tiene ningún sentido. Como tampoco lo tiene reducir el atentado a una crítica a los vídeojuegos como industria. Es una herramienta cultural más y como tal requiere estudio y disputa.