Por Luca Villasenin y Ulises Bossia
Por lo menos desde el año 2008 Argentina vive un fuerte proceso de polarización política y social, que bien puede interpretarse como una disputa hegemónica entre diversos proyectos de país cuyas raíces se hunden en los dos siglos de historia patria.
Más que una polarización coyuntural
El kirchnerismo fue una de las tendencias nacional-populares de América Latina que cuestionó el orden neoliberal desde inicios del siglo XXI. Pero la permanente hostilidad de los centros del poder, y especialmente del capital financiero internacional, sumada al desgaste de más de una década de gestión y a un conjunto de errores no forzados, dieron lugar a un retroceso cualitativo del campo popular en 2015, cuando Mauricio Macri alcanzó la presidencia de la Nación.
Desde el punto de vista local, Cambiemos es la fuerza política que consiguió representar políticamente a una base social antipopulista crecientemente movilizada desde 2008 contra cada una de las políticas más importantes del kirchnerismo. El cobro de derechos de exportación a la producción agraria para invertir en la industria y en la redistribución del ingreso; la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual para enfrentar a los monopolios mediáticos; la estatización de los fondos de jubilación y pensión que habían sido entregados a los bancos en los años 90; la implementación por ley de la Asignación Universal por Hijo; la expropiación de la mayoría accionaria de Yacimientos Petrolíferos Fiscales S.A.; el intento fallido de reforma del antidemocrático Poder Judicial; las políticas de control de cambios y de administración del comercio exterior; todas estas decisiones no solamente fueron cuestionadas por sectores de la dirigencia política, sino que sobre todo fueron combatidas por una base social que a lo largo de los años se fue configurando como un sujeto político.
El encuentro entre esa base social y la propuesta de Macri convirtió a una oposición social potente pero desorganizada, en una fuerza política con capacidad de llegar al gobierno nacional. De ese modo, la polarización social que se vivía desde varios años antes se convirtió en una polarización entre fuerzas políticas y se expresó a nivel electoral de manera nítida en un balotaje muy parejo en 2015. La histórica confrontación entre identidades políticas, valores culturales, raciales, de género y clase social, que varias décadas atrás se expresaba como peronismo/antiperonismo, se recreó en pleno siglo XXI, ahora como kirchnerismo/antikirchnerismo. Ya no hubo lugar para terceras posiciones.
El fracaso del macrismo y su bolsonarización actual
El macrismo, a nivel local y regional, expresa una reacción explícita e inteligente a la oleada democrática que abrió el siglo XXI en el continente. La paradoja del caso es que mientras a nivel planetario la globalización estaba muriendo (García Linera, 2016), en nuestro país una formación que se autopercibe como un destacamento de vanguardia del orden neoliberal llegaba al poder.
Quienes gobiernan en Argentina imaginaban un mundo caracterizado por la continuidad del liderazgo demócrata en Estados Unidos y una profundización de las políticas que se impulsaban desde Washington y Bruselas. Pero ese mundo imaginario solamente estaba en sus cabezas. A poco de andar se encontraron afrontando un panorama inesperado que los obligó a recalcular.
Ejemplos de esos errores de cálculo se mostraron en su apuesta por incorporar a nuestro país a los grandes tratados de libre comercio. Se propuso sumar a Argentina al Acuerdo Transpacífico (TPP) cuando Trump sacaba a Estados Unidos del mismo. Desde el primer día de su gestión se busca avanzar en el acuerdo Mercosur-Unión Europea y el mismo cada vez se presenta como más lejano.
Al día de hoy la influencia norteamericana en América Latina adoptó las nuevas formas, más agresivas, que le imprime el gobierno de Donald Trump. Si a comienzos de su mandato Macri podía vender su foto brindando con Barack Obama como una expresión de “una nueva derecha democrática”, y buscaba asociarse a nivel internacional a figuras como Macron o Trudeau; en el presente Jair Bolsonaro muestra un rostro más sincronizado con el surgimiento de nuevas derechas populistas.
Para ser explícitos: Macri no fue Bolsonaro. Llegó al gobierno en 2015 aplicando la clásica estrategia de “girar al centro político”. Desde sus orígenes en la política buscó alejarse de ser un “Berlusconi argentino” (empresario, dirigente de fútbol, mediático, machista, etc.) dando cuenta de los cambios sociales y culturales que expresó la crisis neoliberal de 2001. Su discurso tomó asuntos que no eran los que predominaban en las derechas (“pobreza cero” fue uno de sus principales ejes). Su estética se desprendió del lujo de las élites para mostrar cercanía y compromiso con los más necesitados. Y sus propuestas empezaron a mostrar la idea de un Estado presente en los barrios populares. Hasta se reivindicó en plena campaña a la Asignación Universal por Hijo y el control estatal de empresas privatizadas implementado por el kirchnerismo, lo cual generó desconcierto en su base electoral más reaccionaria y sólida.
Sin embargo, hoy presenciamos un proceso de bolsonarización acelerado del macrismo, a partir de la reconstrucción de un discurso de confrontación, una estética de la resistencia antipopulista y propuestas que recaen en las líneas discursivas tradicionales de las derechas en torno a la corrupción, la seguridad o la migración. Sus intelectuales orgánicos liberales y posmodernos, que en su momento reivindicaron que se debata la legalización del derecho al aborto, hoy le ceden su lugar a quienes reivindican y aplican las represiones violentas o las deportaciones de migrantes.
Del fracaso económico al Frente Patriótico
Cuatro años después, pese a muchos pronósticos y cambios, el tablero político continúa estructuralmente igual. Cristina Kirchner lidera la principal fuerza de oposición y Mauricio Macri la fuerza de gobierno. Existieron intentos para desplazar al kirchnerismo por parte de una fracción del peronismo que sistemáticamente pactó con Cambiemos, sin embargo esta política fue duramente castigada en las urnas en 2017 y, todo indica, lo volverá a ser este año.
Tres años de gestión neoliberal dieron lugar a un fracaso económico absoluto, no solamente en los terrenos en los que era previsible el retroceso (nivel del salario real, porcentajes de pobreza, desindustrialización, etc.), sino también en aquellos indicadores que el propio equipo de gestión neoliberal consideraba más sencillos de cumplir (inflación, crecimiento económico, inversión, etc.). La entrega de la gestión económica del país al Fondo Monetario Internacional fue la expresión inapelable de ese fracaso.
En consecuencia la imagen del presidente está sumamente golpeada por lo que, a pesar de sus recurrentes manifestaciones periodísticas, existen dudas bien fundadas sobre la posibilidad de que finalmente no se presente a una reelección. Simultáneamente la imagen de Cristina Kirchner, pese a sufrir años de sistemáticos ataques mediáticos, se mantiene firme no solo por su gestión como presidenta sino también por haber adoptado una política opositora sin concesiones frente al intento de restauración neoliberal.
Pero la situación económica no se traduce automáticamente en una lectura política unívoca. Precisamente nos encontramos presenciando una pelea cotidiana en el sentido común sobre quién es responsable de la crisis económica: la “pesada herencia” del kirchnerismo o las políticas neoliberales aplicadas por el macrismo. Al menos una tercera parte de la población del país se identifica con el gobierno antipopulista y adhiere a la primera opción, según la mayor parte de las consultoras de opinión pública del país.
En este panorama afrontamos el inicio de un año electoral en el que existe la amenaza de la vía brasileña para impedir la presentación electoral de Cristina Kirchner. Es decir, la proscripción de la principal líder opositora mediante la persecución judicial. Por esa razón la defensa de Cristina se convirtió en una defensa de la propia democracia argentina.
La situación no es sencilla. La embajada de los Estados Unidos, los principales medios de comunicación, una parte sustancial del Poder Judicial y los grandes grupos económicos están decididos a hacer lo imposible para evitar el regreso de un gobierno nacional-popular. También el macrismo ha demostrado una gran inteligencia política en momentos estratégicos y el kirchnerismo tiene una historia de errores no forzados que pueden dificultar su triunfo.
Las fuerzas populares y progresistas se encuentran protagonizando un proceso de reagrupamiento en pos de la construcción de un Frente Patriótico de unidad. Importantes referentes políticos, gremiales y sociales, que estaban distanciados de la ex presidenta o que nunca habían participado de sus gobiernos, hoy se organizan en torno de su liderazgo. Desde referentas feministas hasta grupos religiosos conservadores. Desde nuevos dirigentes de la economía popular hasta dirigentes sindicales tradicionales.
Esta apuesta también cuenta con dilemas abiertos: ¿Cómo construir unidad con actores que se enfrentan en las calles por el derecho al aborto? ¿Qué acuerdos se alcanzan con los sectores conservadores del peronismo que rechazan el liderazgo de Cristina? ¿Cuánto protagonismo se le otorga en los armados electorales a quienes se proponen radicalizar el nacionalismo popular?
Y fundamentalmente también hay dos preguntas abiertas hacia la porción de la sociedad que definirá la próxima elección: ¿Cómo construir discursos, estéticas y propuestas que garanticen un orden ante todo el caos que provocó el macrismo (y del cual responsabiliza al kirchnerismo)? ¿Cómo el kirchnerismo que gobernó durante 12 años -como una expresión del peronismo en el siglo XXI- deja de ser un signo limitado al pasado y al presente y se transforma fundamentalmente en un signo de futuro?
Las fuerzas sociales se van organizando. Se espera una enorme conflagración para las próximas elecciones (primarias en agosto, generales en octubre y posible balotaje en noviembre). Muchas cosas estarán en juego. Especialmente será un momento decisivo para quienes buscamos aportar a la construcción estratégica de una fuerza política que permita que nuestro país salga definitivamente del (des)orden neoliberal y reconstruya una patria con justicia social.