Reseña de “La retórica reaccionaria”, de Albert O. Hirschman

Por Roc Solà

En catalán

La primera vez que oí hablar de Albert Hirschman fue en boca de un psicoanalista argentino que impartía un curso en el segundo piso de la librería donde yo trabajaba entonces. Me contó cómo le había sorprendido el hecho de desconocer a ese autor. Se había topado con un libro suyo en la sección de libros de segunda mano que teníamos. Esta obra era Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo, editado por Capitán Swing en 2014. Además, recuerdo que me dijo una frase que por mi impresionabilidad veinteañera aún recuerdo: “Este Hirschman mira las cosas desde el otro lado”.

Efectivamente, Las pasiones y los intereses, publicado originalmente en 1977, era un libro escrito “desde el otro lado”. Ahí, Hirschman propone un giro destacable en la interpretación del surgimiento del capitalismo. Se plantea qué podría significar si en realidad los cambios ideológicos o las transiciones de largo alcance se hubieran dado como procesos endógenos en vez de como emergencias insurgentes e independientes respecto del paradigma dominante anterior. Hirschman expone la sospecha en ese libro de que puede ser más interesante fijarse en las continuidades históricas y en los procesos de más larga durada. De que el mundo moderno tal vez no fuese tan moderno al fin.

Al contrario de muchos análisis que entienden la emergencia del capitalismo y de su espíritu como un asalto a sistemas de ideas y de relaciones socioeconómicas preexistentes, este autor se aventura en el edificio del pensamiento social de los siglos XVII y XVIII —Montesquieu, Stuart, Mill, Smith— para dar respuesta a una inquietud que él consideraba debía interesar a las izquierdas de su momento, a saber, la incapacidad de la ciencia social en los 70 para arrojar luz sobre las consecuencias políticas del crecimiento económico, más allá de si se producía bajo condiciones socialistas, capitalistas o mixtas. Hirschman tiene la intuición de que había preguntas en el clima intelectual de los siglos XVII y XVIII que conectaban las distintas escuelas de pensamiento y que, a su vez, estaban resonando con fuerza en el XX. En concreto, le interesan —en una línea parecida a Karl Polanyi— la relación que hay entre la expansión del comercio (o mercantilización) y la paz que se encuentra entre el crecimiento industrial y la libertad (y su reverso, el autoritarismo).

El autor considera que un cambio tan brutal como el surgimiento del capitalismo —y su espíritu— tuvo más que ver con un fenómeno de emergencia a partir de las condiciones previas que no en contra de ellas

El economista consideró en ese libro que valía la pena volver la mirada atrás, hacia los pensamientos y especulaciones de lo bueno y mejor de los siglos XVII y XVIII, debido a la pobreza intelectual de nuestro propio tiempo de especialización y compartimentación del saber. Ese separatismo disciplinar, a su entender, estaba empobreciendo a las ciencias sociales en términos de rendimiento explicativo, y sobre todo, en relación a las continuidades históricas. Hirschman lo ejemplifica diciendo que “mientras que los análisis marxistas y weberianos discrepan en la importancia relativa de los factores económicos y extraeconómicos, ambos entienden la emergencia del capitalismo y de su espíritu como un asalto a sistemas de ideas y de relaciones socioeconómicas preexistentes”[1]. De algún modo, el autor considera que un cambio tan brutal como el surgimiento del capitalismo —y su espíritu— tuvo más que ver con un fenómeno de emergencia a partir de las condiciones previas que no en contra de ellas y que ello era relevante para cualquiera que quisiera pensar cambios de profundidad por lo que respecta al modelo económico. Esas eran sus preguntas en ese libro, pero el elemento relacional de su perspectiva iba a exceder claramente a esa obra.

En 1991, ya caído el muro de Berlín y en plena ofensiva neoliberal, Hirschman publicaba otro libro, La retórica reaccionaria, y lo hacía en otra clave. El mundo había cambiado mucho respecto a cuándo escribiera Las pasiones y los intereses. Si entonces trataría de mostrar los límites y problematizar una corriente histórica de transformación social en su seno cuando esta se osificaba, en La retórica reaccionaria es otra la cuestión que estaba en juego. Ahí, Hirschman se sumerge en las profundidades históricas del pensamiento conservador para comprender el comportamiento político y cultural de la reacción neoliberal para, a su vez, y por contraposición, hacer un ejercicio de afirmación rotunda acerca de qué cosa pudiera ser algo así como La retórica progresista. Leyendo al enemigo, por carambola voluntaria, nos propone como se han acercado a la política y a la historia todos aquellos que han participado en las transformaciones más relevantes de nuestras sociedades en sentido de ampliación y reconocimiento de derechos y de redistribución de la riqueza.

Así, este libro de 1991, es un libro que se puede leer a la par que el libro de Corey Robin, La mente reaccionaria (2020, Capitán Swing). En ambos, hacen acto de presencia desde Edmund Burke a Maistre, desde Constant a Hayek. Pero el libro de Hirschman en concreto pone el acento en cómo los reaccionarios reaccionaron contra los Derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución francesa del siglo XVIII, contra la extensión del sufragio a lo largo del XIX o contra los derechos económicos y sociales que constituyen el Estado del bienestar en el XX. Ello lo hace un libro más interesante si cabe porque, a veces, es en el poder donde existen pocas dudas acerca de qué conquistas son o no decisivas y qué luchas tocan privilegios centrales que las clases dominantes no están dispuestas a ceder.

Para Hirschman, cada uno de los movimientos progresistas de la historia de los últimos 200 años han venido seguidos, con mayor o menos éxito, de movimientos ideológicos reactivos. Gramsci hace un planteamiento muy parecido. Él considera que para evaluar si se trata de una etapa progresiva o regresiva se debía analizar «si en la dialéctica revolución-restauración es el elemento revolución o el elemento restauración el que prevalece». En este binomio clásico, Hirschman evalúa qué estructuras argumentativas han tenido preponderancia entre los juicios reaccionarios. Y lo hace otra vez desde su perspectiva relacional o poniendo el foco en las continuidades pues, no en pocas ocasiones, los planteamientos reaccionarios permean las mentes del campo progresivo más de lo que se está dispuesto a aceptar. Destaca fundamentalmente 3 tipos de tesis: las de la futilidad, la perversidad y el riesgo.

Leyendo al enemigo, por carambola voluntaria, nos propone como se han acercado a la política y a la historia todos aquellos que han participado en las transformaciones más relevantes de nuestras sociedades en sentido de ampliación y reconocimiento de derechos y de redistribución de la riqueza.

En primer lugar, la tesis de la futilidad para Hirschman es todo aquel planteamiento que considera que un cambio político o social es en muchas ocasiones inútil. Este tipo de planteamientos caen a menudo en considerar como cosméticos o formales cambios evidentes y suelen caer en el cinismo o el infantilismo. Hirschman pone como ejemplo paradigmático la interpretación de Alexis de Tocqueville sobre la Revolución francesa que habrían sido cambios puramente de fachada, pero no habrían tocado la esencia profunda de la dominación. Es más, los planteamientos de la futilidad pueden llegar hasta el paroxismo de plantear que muchas de las conquistas que se suceden con la acción de las fuerzas progresistas ya estaban en camino o en funcionamiento antes de la aparición del cambio. Tocqueville llega a intentar demostrar que los Derechos del Hombre y del Ciudadano ya habían sido instituidos en parte por el Antiguo Régimen mucho antes de que fueran declarados solemnemente en agosto de 1789. Frente a este enfoque, Hirschman aventura una posibilidad de antídoto, “de vez en cuando, sería bueno verlos menos desengañados y resentidos, quizá con un poco de esa ingenuidad que tanto les gusta denunciar y con alguna apertura a lo inesperado, a lo posible”[2].

En segundo lugar, la tesis de la perversidad es aquel planteamiento según el cual toda intención de mejora o avance de la sociedad termina generando su efecto contrario. En nombre de una supuesta crítica al aventurismo político, se considera que toda acción en la dirección confrontativa con el poder termina por despertar a las fuerzas involucionistas que acaba generando una situación peor que la que había. El caso paradigmático en esta opción es el de Edmund Burke que, en sus Reflexiones sobre la Revolución francesa decía que “una oligarquía innoble, fundada en la destrucción de la corona, la iglesia, la nobleza y el pueblo terminaría con todos los sueños y visiones engañosas de la igualdad y los derechos del hombre”. La otra cara de la moneda de este planteamiento es siempre la del Cándido de Voltaire y la consideración que el statu quo es el mejor de los mundos posibles. Hirschman pone otro ejemplo que asume la calificación de perverso de manera polisémica. Dice: “Cuando se introdujo el seguro por accidente industrial en los principales países industriales de Europa hacia finales del siglo XIX hubo muchas denuncias por parte de empleadores y otros ‘expertos’ de que los trabajadores se mutilarían a propósito”[3].

En tercer lugar, la tesis de riesgo seria aquella opinión que considera que todo cambio propuesto —que en sí mismo puede incluso ser deseable— está poniendo en riesgo conquistas previas y de más jerarquía. Un ejemplo de importante de “Tesis de riesgo” de relevancia para nuestro presente es el informe redactado por la Comisión Trilateral del año 1975. El texto encargado a los sociólogos Samuel Huntington, Joji Watanuki y Michel Crozier ponía en circulación el concepto de “crisis de la democracia” y argumentaban que la extensión de gasto público dedicado a la protección social suponía una amenaza para la libertad y la democracia. Este es el argumento central en toda la contrarrevolución neoliberal que en sus inicios fue extremadamente minoritaria y que por este motivo no podía hacer una oposición frontal a los derechos sociales y económicos conquistados con el Estado de bienestar. Como escribe Hayek en Camino de servidumbre (1944), “La libertad se ve críticamente amenazada cuando se da al gobierno el poder exclusivo de garantizar determinados servicios, un poder que, para alcanzar su propósito, debe usarse para la coerción discrecional de los individuos”.

En nombre de una supuesta crítica al aventurismo político, se considera que toda acción en la dirección confrontativa con el poder termina por despertar a las fuerzas involucionistas que acaba generando una situación peor que la que había.

En el último capítulo, Hirschman hace un acto de afirmación condensado y —por qué no decirlo— que nos hubiera gustado poder leer en forma de libro más extenso. Aquí esboza lo que él llama algunas de las características del temperamento progresista. Mientras que las tres tesis reaccionarias implican el relativismo de suma cero donde ceci tuera cela[4], la mentalidad progresista está “eternamente convencida de que todas las cosas buenas van de la mano” como dice el poeta Keats, “La belleza es verdad, verdadera belleza”. Mientras que los reaccionarios ponen el acento en los problemas para y del cambio social, los “progresistas no es que no los adviertan”, sino que perciben más los peligros de la inacción que los de la acción cuando “el statu quo es ya solo caos”[5]. Así, Hirschman pone el ejemplo de la Ley de Reforma de 1867 británica para la expansión del sufragio. Los reaccionarios alertaban del riesgo de que las turbas pudieran votar mientras que la visión progresista invertía la tesis del riesgo y era el rechazo de la Ley lo que se advertía como un peligro para el orden debido a los motines, huelgas y demás formas de protesta popular. Finalmente, el autor hace algunas consideraciones de estilo y afirma que “en general, una actitud escéptica y burlona hacia los esfuerzos progresistas y hacia sus posibles logros es una componente esencial y muy efectivo de la posición conservadora. Al contrario, los progresistas han quedado atrapados en la solemnidad. La mayoría de ellos ha profundizado demasiado en la indignación moral y poco en la ironía”[6].

Es por todo ello que la dedicatoria del libro es una declaración de intenciones más que ajustada al propósito de la obra. Si Hayek, en Caminos de Servidumbre, había dedicado el libro “a los socialistas de todos los partidos”, Hirschman iba a empezar La retórica reaccionaria emulando (y respondiendo) al pensador neoliberal, dedicando la obra “A los reaccionarios de todos los partidos”. En un contexto como el de nuestra contemporaneidad, después de una década que comienza y termina con dos crisis económicas de proporciones brutales, con otra ola reaccionaria que está haciendo reaparecer argumentos que parecían más que superados, y que está envenenando nuestra realidad de victimismo, nostalgia y el cierre de muros e identidades puras, vale la pena ir a una obra y a un autor que, en muchas de sus páginas, parece ser no solo relevante, sino incluso más actual, a veces, que nuestra propia actualidad.

 

Notas y referencias

[1] Albert O. Hirshman, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitaismo previos a su triunfo, Capitán Swing, Madrid, 2014 (or. 1977), p. 28.

[2] Albert Hirschman, La retórica reaccionaria, Clave intelectual, Madrid, 2020, p. 162.

[3] Íbid. p. 123.

[4] Es la frase que afirmaba el archidiácono de la catedral de Notre Dame en la novela de Quasimodo y Esmeralda, en referencia a los avances de la imprenta que amenazaban a la tradición oral del siglo XV.

[5] Miguel Martínez, Comuneros. El rayo y la semilla (1520-1521), Hoja de Lata, Asturies, 2021, p. 15.

[6] Albert Hirschman, La retórica reaccionaria… p. 240.